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RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL CONGRESO MARIOLÓGICO Y MARIANO
INTERNACIONAL DE SANTO DOMINGO

Jueves 25 de marzo de 1965

           

Venerables Hermanos y amados Hijos:

En el mismo lugar en que por vez primera se celebró el Santo Sacrificio en el Nuevo Mundo y resonó el evangelio para difundirse por el mundo recién descubierto; allí donde se alzaron los primeros templos consagrados al culto del verdadero Dios; a la sombra de los primeros Santuarios erigidos en honor de la Madre celeste con nombres de Altagracia, de la Merced, de Boyá, del Regla; en la hermosa tierra de la República Dominicana se han celebrado estos días con esplendor y devoción incomparables el cuarto Congreso Mariológico y el undécimo Mariano Universal.

A las doctas sesiones de estudio y reflexión sobre el tema María en la Sagrada Escritura en los que, con laudable intento ecuménico, oportunamente se han ilustrado los fundamentos bíblicos de la doctrina católica en torno a la Virgen Santísima, han seguido, o con ellas se han alternado, manifestaciones de fervor que han tenido un denominador común: la veneración de María como Madre espiritual de la Iglesia. Cuando clausuramos la tercera etapa del actual Concilio Ecuménico, expresamos el voto de que «con la promulgación de la Constitución sobre la Iglesia, sellada por la proclamación de María como Madre de ella, esto es, de los fieles y Pastores, el pueblo cristiano se moviera mayormente a acudir con confianza y fervor a la Virgen Santísima tributándole el culto y honor que le son debidos» (Disc. 22 de noviembre de 1964).

No se trata de una enseñanza puramente especulativa o abstracta, ni de un programa que no tiene aplicación. La Iglesia, aun los hechos mismos que proclama, los anuncia como mensaje para cada generación, para cada época. Y ¿no vive acaso el hombre actual intensa y afanosamente preocupado de sí mismo, de sí no solo en cuanto es espíritu que se abre a la infinita vastedad del saber y del progreso, sino también de sí en cuanto es cuerpo, en cuanto es materia? Mas precisamente en éste, tal vez más que en los tiempos pasados, parece haber quedado como prisionero de la propia técnica, víctima más de una vez de sus mismos adelantos, sólo y oprimido en tantos casos por el urbanismo masificador, abrumado en ocasiones por el ritmo económico impelente y devorador.

¡Oh, si supiera, si quisiera gustar los valores sobrenaturales del espíritu! ¡Oh, si en medio del tráfago y de la prisa, del sentimiento de angustia, de orfandad, conociera el don de Dios! (cfr. Io. 4, 10). He aquí que la Iglesia sale al encuentro del hombre moderno despertando aspiraciones nobles, tratando de calmar hambre de amor, de iluminar incertidumbres, de dar alas y señalar norte seguro a la esperanza.

La existencia humana, con sus valores auténticos, no debe ser muro que separe al hombre de su Creador, sino camino hacia la suprema finalidad escatológica en la que recibe su plenitud. En el plan de la historia de la salvación, el cristiano entra ya en la tierra a formar parte del pueblo de Dios y comienza a ser miembro de la familia divina (cfr. Eph. 2, 19), de la Casa del nuevo Israel, para ser en el más allá ciudadano de la celestial Jerusalén.

En esta economía de la salud, María, la Madre del Verbo Encarnado, por disposición de Dios, es también la Madre espiritual de la humanidad, que ha llorado por todos y por todos ha sufrido. Ella dio a luz a Jesucristo que Dios Padre constituyó, en un rasgo de infinita bondad, primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29), es decir, hermano mayor de los hombres a cuya regeneración y educación sobrenatural coopera Ella con materna solicitud. Es por tanto «verdadera Madre de los miembros de Cristo por haber contribuido con su caridad a que naciesen en la Iglesia los fieles que son miembros de aquella Cabeza» (Const. Dogm. De Ecclesia, 8, 53). La Iglesia de este modo sitúa al cristiano en ambiente de hogar, lo acerca al calor de una Madre, lo invita a vivir dentro de una singular familia. ¿No es éste un mensaje de optimismo, de aliento, de confianza? ¡Que vuelva pues, grita la Iglesia, que se difunda y se propague por toda la tierra la alegría cristiana de amar!

Quien está además atento al curso de la historia y observa los acontecimientos en que se debate el mundo de hoy, no deja asimismo de percibir, cual nota de fondo en el coro de la humanidad, un anhelo común: el insistente deseo de paz. Todos la invocan, universalmente se pregona su necesidad inderogable. Y sin embargo, ¡por cuántas partes aparece solo en una realidad medrosa, frágil, casi siempre en peligro por la desigualdad de niveles sociales, por el choque de sectores de opinión o bloques de presión y de poder, en definitiva, por la inconstancia y debilidad humanas!

Mas la Iglesia, que está en el mundo y al servicio del mundo, da a éste sus frutos que duran por eternidades (cfr. Io. 15, 16) y así trata de irradiar su pensamiento, su actividad ofreciendo a los hombres de su tiempo la orientación hacia la verdad y la vida. Cuando pues proclama la existencia de una Madre común en la persona de María Santísima, lo hace sí en virtud de una exigencia doctrinal y en obsequio al deseo testamentario de su Divino Fundador, pero también mirando al ambiente que le toca vivir: ella quiere por este medio llamar a los hombres a una mayor y más consciente hermandad, educarlos en el uso más frecuente de la comprensión y del perdón, y como forzarlos a regirse en sus relaciones mutuas por aquella solidaridad y colaboración que la presencia y la mirada serena de la madre animan y vivifican en el hogar.

El género humano hallará en Nuestra Señora la «puerta por la que vino al mundo la luz» (Himno de la Liturgia), la justicia, la paz, la libertad, la dulzura. Apoyados los cristianos en esta protección maternal, se unirán más íntimamente al Mediador y Salvador, Jesucristo, para vivir más intensamente con El y por El la unión entre sí mismos. Cúmplanse así los votos que recientemente manifestamos por el feliz éxito de estos Congresos en orden a «rendir homenaje a María Santísima e imprimir al culto y piedad con que la queremos honrar, esa dirección cristocéntrica y eclesiológica, que el Concilio ha pretendido dar a nuestra doctrina y a nuestra devoción a la Virgen» (Disc. 2 de febrero del 1965).

Suban vuestras plegarias. a la que es Madre de Dios y de los hombres pidiéndole que, pues participó en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el Cielo sobre los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo y obtenga que los pueblos de la tierra, de todas las razas y lenguas, tanto si se honran con el nombre cristiano como si aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados, con paz y concordia, en un solo pueblo de Dios.

Que el Altísimo bendiga a la hospitalaria República Dominicana, cuyas autoridades, Episcopado y fieles han brindado, con encomiable generosidad, sede digna a los Congresos Mariológico y Mariano, y han querido perpetuar la memoria de tan magno acontecimiento religioso con la Obra Social «Villa Nazareth». Recibid, venerables Hermanos y amadísimos Hijos de Santo Domingo, de América, del mundo, la Bendición Apostólica que a todos, y en especial a ti, dilectísimo Cardenal Legado Nuestro, y a cuantos tomáis parte en la ceremonia de este día, del fondo de Nuestra alma os otorgamos.

 



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