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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 12 de enero de 1974

 

Excelencias y queridos señores:

Nos agradecemos vivamente a vuestro digno portavoz sus benévolas palabras, y Nos os damos cordialmente las gracias a todos por vuestra presencia, y por el deferente homenaje que queréis tributarNos cada año, con ocasión de las fiestas de Navidad y Año Nuevo.

Este tiempo nos trae, naturalmente, a la memoria el tema, viejo y nuevo a la vez, de la paz; y este encuentro con el Cuerpo Diplomático lo propone a nuestra reflexión con una intensidad aún mayor: porque para vosotros, diplomáticos, la paz, no es una mera palabra que sugiere deseos felices o tristes previsiones; ni siquiera se trata de un tema teórico de meditación y de estudio. Es, se puede decir, el centro y la finalidad de vuestra "misión", con todo el denso significado que comporta este noble término.

Vosotros no sois solamente espectadores, beneficiarios o víctimas, de los altibajos de la paz en el mundo. Sois, por título especial y con una responsabilidad muy concreta, los protectores y los defensores de la paz.

Una opinión bastante extendida hoy en día, basada en conocimientos aproximados y en recuerdos de un pasado caduco, parece querer conservar de la diplomacia sólo algunos aspectos externos, decorativos más que sustanciales, o ciertas manifestaciones de baja calidad, formas degeneradas de la verdadera actividad diplomática, que estuvieron en vigor quizá, desafortunadamente, en ciertas épocas del pasado, pero que hoy la conciencia de los que se consagran a este alto servicio repudia; y que, por lo demás, no responderían ya, en la actualidad, a las exigencias y a las finalidades de este mismo servicio.

Efectivamente, en nuestros días, el desarrollo de las relaciones de fuerzas y de intereses tiene por efecto que el bien o el mal de una parte de la comunidad internacional no pueden considerarse como el mal o el bien de la otra parte; y el mundo se encuentra casi obligado, gracias a Dios, a buscar solidariamente el provecho común, si quiere evitar la desgracia común o incluso la catástrofe común.

Es verdad que aun entre los más altos responsables de la vida de los pueblos, no todos logran comprender o mantener presente en su espíritu, como deberían, esta verdad fundamental. Y precisamente por esto no es raro, sobre todo entre los que son o creen ser los más fuertes, que uno u otro caiga en la tentación de resolver a su favor, por la fuerza o la violencia, situaciones de tensión o de conflicto.

Pero no es menos verdad que la realidad se venga de estos cálculos erróneos. Desgraciadamente, los que pagan el precio son, por lo general, víctimas inocentes, entre las que figuran, a veces, aquellos mismos que habían puesto más empeño en disuadir a los protagonistas.

Es, pues, más necesario que nunca, que a las razones de la fuerza – que son frecuentemente injustas y que, hoy más que en el pasado, se manifiestan impotentes para asegurar el provecho universal e incluso el provecho de los que recurren a ella – es necesario, decimos, que a tales razones de la fuerza la Comunidad de las Naciones sepa oponer eficazmente la fuerza de la razón, de la justicia y de una comprensión equitativa y generosa de los derechos y de los intereses de todos.

Se trata aquí de un esfuerzo de tal amplitud, de tal nobleza – de tal dificultad también –, que nunca podrá ser valorado suficientemente ni se podrá disimular la gravedad del compromiso que requiere: un esfuerzo en el cual la diplomacia digna de este nombre está llamada a desempeñar un papel de primer orden.

A los que han definido la diplomacia como «el arte de hacer la paz», se les ha tachado de excesivamente simplistas. Es verdad que existen muchas otras actividades que caen dentro del ámbito de la diplomacia. ¿Cómo ignorar la actividad de los hombres políticos y de los intelectuales, que contribuyen a formar la conciencia de los hombres y la opinión pública de los pueblos? No se puede negar, sin embargo, que la búsqueda de la paz es, como acabamos de decir, el punto central de la misión diplomática en la vida internacional. Y no se trata aquí simplemente de hacer un elogio, que por otra parte sería por lo general muy merecido. Se trata de reconocer lo que es para vosotros la esencia misma de vuestra misión, vuestro objetivo, vuestro programa: realizar la paz.

Esto quiere decir, ante todo, protegerla y defenderla allí donde existe; después, restablecerla allí donde ha dejado de existir. Esto supone que se procurará, con mucha sabiduría y una paciencia incansable, resolver con justicia y equidad los problemas que oponen a los Estados o Gobiernos entre sí; que se hará todo lo posible por evitar que las oposiciones no se agudicen, que las posiciones de conflicto no lleguen a un punto de ruptura; que se estudiarán y propondrán todas las fórmulas posibles de sincera conciliación; que se sabrá unir a la justa defensa de los intereses y del honor de la parte representada, la no menos justa comprensión y respeto de las razones de la otra parte y las exigencias del bien universal. He aquí la tarea específica – ¡y qué noble!– de la diplomacia.

Y en esta tarea, la diplomacia de los Estados tiene por aliado y colaborador a la Santa Sede: un aliado convencido, siempre que esté en juego la salvaguardia o el restablecimiento de una paz justa y sólida; un colaborador que, dentro del marco de su naturaleza y de sus medios específicos, no vacila en unir su acción a la de los Estados y a la de sus representantes, para favorecer relaciones pacificas entre las naciones, sobre la base de los principios que deben regir una vida en común y bien ordenada, a nivel internacional.

Nos preguntábamos hace algún tiempo, en una circunstancia análoga a ésta (Discurso al Cuerpo Diplomático, 12 de enero de 1970), si la Santa Sede «hace bien en servirse de esta forma de actividad que se llama la diplomacia». Nuestra respuesta, entonces como en otras circunstancias, ha sido afirmativa, a condición de que su trate de la verdadera diplomacia: aquella que se propone como objetivo la paz dentro de cada pueblo y en sus relaciones con los demás.

Nos continuamos planteándonos esta cuestión. Y no solamente para confirmar Nuestra actitud responsable frente a las dudas o a las contestaciones que puedan presentarse; sino más bien para profundizar y precisar cada vez más los motivos esenciales de la participación de la Santa Sede en la vida de los pueblos y en los problemas de sus relaciones mutuas: participación cuya intención no es limitarse a la enunciación de principios generales, sino que, en las formas que son propias a Nuestra misión moral y espiritual, no duda en descender, cuando el caso lo requiere, a la acción concreta.

Esta actitud, lo sabéis tan bien como Nos, no deja de suscitar algunas criticas. Algunos ven en ella una especie de «compromiso» que, lejos de elevar a la Santa Sede, la rebajan, por el contrario – y a la Iglesia con ella –, al rango de «potencia»: una entre tantas otras, aun cuando conserve sus rasgos distintivos particulares. Esta actitud, sin desviar totalmente a la Iglesia de su misión, la haría menos libre, menos «creíble», en el ejercicio de la misma: una misión «profética» consistente en anunciar y denunciar, sin temor a romper con una realidad fluctuante y envejecida, que debe pronto ceder el paso a un mundo nuevo, todavía en gestación.

Nos no estamos cerrados a estas voces que nos llegan de diversas partes, ni ofendido por su tono a veces apremiante y hasta impetuoso. Nos estamos siempre dispuesto a reflexionar de nuevo, con una conciencia seria y serena, sobre Nuestras actitudes y sobre las modalidades de Nuestra acción, para que respondan cada vez mejor, en cuanto depende de Nos, a las exigencias del ministerio apostólico y a las necesidades viejas y nuevas de los tiempos en que vivimos.

Pero, si no Nos equivocamos, lo que aquí se reprocha a la Iglesia y a la Santa Sede, es no tomar una actitud clara y activa, proclamando y acelerando la caída de un orden mundial considerado como superado y corrompido, para apresurar la rápida instauración, en su lugar, de un arden nuevo que se imagina con los rasgos mesiánicos de la justicia, de la libertad, de la igualdad perfecta, sin discriminación de derecho ni de hecho.

Se piensa que la Iglesia y la Santa Sede, en la medida en que apoyan iniciativas que miran a pacificar estados de tensión o a curar plagas sociales, en la medida en que favorecen el cese de los conflictos existentes o tratan de prevenir otros, hacen el juego a la «conservación», impiden o retrasan el día de la revolución liberadora, que algunos no dudan proponer como el esquema que responde a la maduración de los tiempos, a las aspiraciones de los pueblos – sobre todo de los pueblos oprimidos – e incluso, añaden, a la visión cristiana de la historia; y para justificarlo se ponen a buscar demostraciones y pruebas incluso de orden teológico.

Frente a las criticas de este tipo, la primera consideración que Nos viene a la mente es que ciertos radicalismos no sólo son con frecuencia inexactos e injustos por su manera parcial o unilateral de juzgar la realidad y las responsabilidades que la acompañan, sino que son además peligrosos, tanto por lo que querrían ver realizado como por lo que no quieren ver realizado y cuya realización lograrían impedir. En otras palabras, con la provocación de transformaciones radicales – que están lejos, muy frecuentemente, de respetar las fronteras de lo licito – no queda excluido que se llegue a situaciones menos justas y menos estables que aquellas que se querrían modificar. Y sucede fácilmente, sobre todo, que se malgastan, en tentativas veleidosas, energías y esfuerzos que podrían emplearse mucho más útilmente en realizaciones menos rápidas, quizá, y menos espectaculares, ni completamente satisfactorias, sin duda, pero que representarían al menos un progreso real en provecho de la humanidad.

Lo que Nos parece más en armonía con Nuestra misión, y con lo que la Iglesia puede y debe hacer en favor del mundo, cuyo camino ella, a pesar de ser distinta, comparte, es que la Iglesia sea, ciertamente, una voz profética, y como el grito de la conciencia del hombre; pero que, al mismo tiempo, comprenda la realidad humana, con sus asperezas, sus insuficiencias, sus resistencias a conformarse a los ideales que la humanidad debería y debe perseguir con decisión y tenacidad, para ser digna de sí misma y estar a la altura de sus responsabilidades ante Dios y ante la historia.

En lugar de limitarNos a deplorar o a denunciar insuficiencias, Nos creemos que nuestro deber en este terreno es el de recordar y aclarar los principios, el de animar a los hombres para que los apliquen fielmente, y el de no rehusar nuestra colaboración a las tentativas concretas de solución de los problemas que esta aplicación lleva consigo: no ciertamente en lo que concierne a los aspectos técnicos, que quedan fuera de nuestra competencia, sino en lo que toca a los aspectos morales y humanos de justicia y equidad, que no son menos importantes que los primeros.

Este esfuerzo por mantenerNos en contacto con los problemas concretos, que los hombres de Estado y los diplomáticos afrontan diariamente, nos ayuda a caer cada vez más en la cuenta de la complejidad de las cosas y de las dificultades a superar. Esto no Nos lleva ciertamente a excusar lo inexcusable – abuso de poder, exceso en la represión, uso de la tortura, presiones económicas indebidas, etc...– o a contentarNos fácilmente con resultados mínimos o insuficientes: pero Nos conduce a tomar actitudes conscientes y responsables en la apreciación, generosas en la cooperación.

Todo esto os dice, Excelencias y queridos señores, la disposición de espíritu con que podéis contar, por Nuestra parte y por parte de la Santa Sede, vosotros y vuestros Gobiernos, vuestros pueblos y sus comunidades, así como toda la comunidad internacional: una disposición de amistad, que, aun excluyendo una connivencia que no se justificaría, tiende siempre a alentar y ayudar a los responsables en las justas, nobles y difíciles empresas, que la vida de sus naciones y la de la familia de los pueblos presentan como desafíos a su sabiduría y a su buena voluntad.

Y como Nuestras palabras hacen referencia sobre todo a lo que constituye más específicamente vuestra misión, es decir, las relaciones de los pueblos entre sí, Nos os diremos que seguirnos atentamente los problemas de la paz con este espíritu de amistad. Y la paz la concebimos no sólo según su acepción primera y más bien negativa, como ausencia de conflicto, sino en su significación más amplia y completa de relaciones buenas y amistosas.

La invocación de la paz se repite frecuentemente en Nuestros labios, junto con la exhortación a lograrla y la invitación a orar por su consecución. Pero Nos no queremos que Nuestro interés por una causa tan grande y fundamental se limite a eso. Vosotros sois testigos de Nuestros perseverantes esfuerzos, vosotros que os encontráis también, de alguna manera, entre los colaboradores más directos de la Santa Sede en este terreno. A vosotros, efectivamente, se dirige ella las más de las veces – así como a sus propios representantes en vuestros países – para obtener informaciones, para reunir y confrontar datos y opiniones, discutir situaciones, ponerse de acuerdo con vosotros, en ocasiones, para iniciativas de paz.

Conocéis, por ejemplo, el interés que la Santa Sede sigue manifestando por uno de los problemas esenciales que constituyen la base de una paz segura y duradera: el establecimiento de relaciones e intercambios equitativos entre los países que han alcanzado un alto nivel de desarrollo y aquellos que se esfuerzan por llegar a él con entusiasmo, pero frecuentemente a precio de grandes sacrificios.

Este problema ha sido objeto de repetidas declaraciones Nuestras, especialmente en la Encíclica Populorum progressio, y sigue siendo uno de los puntos que centran muy especialmente la atención de la Santa Sede. En este campo, Nos hemos seguido también con el más vivo interés las recientes tomas de contacto entre la Comunidad Europea de los Nueve y los países de África, para la elaboración de un posible modelo de cooperación orgánica o de asociación económica, técnica y comercial. Estas negociaciones, tanto por el número y la categoría de los países participantes como por la amplitud y la importancia de los objetivos que se proponen, pueden constituir verdaderamente un test de lo que la sabiduría y la audacia de los Gobiernos, su capacidad de visión y de imaginación política. su espíritu de colaboración, son capaces de hacer para responder a exigencias objetivas de importancia capital para el porvenir de la familia humana.

Nos no podemos menos que poner de relieve el carácter altamente moral de iniciativas de este tipo y desear que se multipliquen. ¡Que los responsables no se dejen desanimar por las dificultades! Que sepan armonizar las razones de la prudencia con las de la generosidad, sin olvidar que hoy, aún más que en el pasado, el bien universal es, por fin, la condición del bienestar verdadero y estable de cada una de sus naciones. La Santa Sede manifiesta un vivo interés, vosotros mismos lo estáis viendo, por encontrarse presente en el ámbito de la vida internacional. Se encuentra ya, gracias a la red de relaciones que el Cuerpo Diplomático forma y realiza aquí mismo, relaciones que el Cuerpo de nuestros Representantes mantiene y favorece igualmente en vuestros diversos países. Permitidnos decir, para terminar, qué fines pretende esta presencia de la Santa Sede en la vida internacional. Tiende, en primer lugar, a promover contactos honrosos y pacíficos entre los pueblos a un nivel de responsabilidades; luego, a promover el método del diálogo humano y cortés, sustituyéndolo, si es posible, a la confrontación desastrosa y homicida de las armas y al equilibrio precario de intereses inconciliables, siempre prontos a alzarse con reivindicaciones unilaterales; esta presencia de la Santa Sede tiende, finalmente, a crear no solamente el cese de los conflictos entre naciones, sino el gusto, el honor, la estabilidad de la paz, de manera que las insuperables diferencias étnicas, geográficas, económicas, culturales, no sean ya causa de rivalidades y de luchas fratricidas, sino que se conviertan, por el contrario, en motivos de comprensión fraterna y de complementariedad activa, en un homenaje único y superior a la justicia.

Al decir esto, nos referimos – bastante claramente, nos parece – a las situaciones que, en el umbral de este nuevo año, se presentan como casos patológicos de la concordia entre los hombres, casos que se ofrecen a la sabia, a la perseverante, añadamos aún, a la cristiana terapia de una paz auténtica y dinámica.

Si estos accesos dolorosos persisten, a pesar de tantos esfuerzos desplegados en el curso del pasado año, si continúan manteniendo la atención inquieta del mundo entero, ¿cómo no van a centrar la vuestra, señores?, ¿es que no son los diplomáticos, en un cierto sentido, los médicos del cuerpo social cuando éste se encuentra afectado o amenazado por el virus de la discordia y de la guerra?

Pero todos sabemos que la buena voluntad y los medios humanos no bastan. Así, pues, para que vuestra acción, la de los diplomáticos y de los hombres de Estado del mundo entero, sea eficaz y se vea coronada por el éxito en el curso del año que se abre, Nos invocaremos sobre ella, y sobre la ayuda – modesta pero generosamente ofrecida – que la Santa Sede se sentirá siempre contenta de daros, la abundancia de las bendiciones del Dios Todopoderoso.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.3, p. 1, 2, 11.

 


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