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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 12 de enero de 1976

 

Señora y señores Embajadores:

Expresamos en primer lugar nuestra más profunda gratitud a vuestro distinguido intérprete por los amables y cordiales votos que, en nombre vuestro, ha querido presentarnos al comienzo de este nuevo año. Por nuestra parte, de todo corazón os ofrecemos nuestros mejores deseos para vosotros, para los pueblos que representáis y para sus gobernantes.

El encuentro de hoy nos ofrece también la ocasión para expresar nuestro agradecimiento a todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, sobre todo por su fiel y cualificada presencia en los momentos más importantes de la celebración del Año Jubilar que acaba de finalizar. Vuestra participación no sólo ha añadido esplendor a las diversas manifestaciones, sino que, sobre todo, ha revestido un profundo significado: de alguna forma hacía presentes, en las personas de sus enviados, a los Estados que mantienen relaciones oficiales con la Sede Apostólica. Es bien cierto que la presencia internacional asegurada por vosotros no era completa, pues no igualaba la de las peregrinaciones que durante todo el año han ido sucediéndose; era, sin embargo, considerable, si tenemos en cuenta el número y la diversidad de los pueblos y de las civilizaciones de todos los continentes que representáis.

Asimismo habéis podido ser observadores privilegiados, cualificados y atentos de este Año Santo. Atentos, no tanto a los aspectos exteriores y espectaculares del acontecimiento, cuanto a su significado profundo.

Todo ello correspondía a vuestra misión, a los deberes que le son inherentes y que llevan consigo, como algo fundamental para vuestra acción, un conocimiento exacto de «lo que acontece» en la Santa Sede y la Iglesia.

Naturalmente, los Representantes de los países católicos, o de aquellos en los que la presencia de los católicos es considerable, encuentran aquí aspectos interesantes por un motivo especialísimo y directo. Pero, incluso para los demás, existe, al menos, el interés suscitado por una «realidad» que, sin duda alguna, tiene su peso y ejerce su influencia prácticamente en el mundo entero.

El Año Santo que acabamos de finalizar no ha tenido, por supuesto, ni de lejos, la importancia del Concilio Ecuménico Vaticano II, el cual fue ya objeto de la observación y apreciación de los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede. Con todo, ha sido también un acontecimiento «mayor» en la vida de la Iglesia y en las actividades de la Sede Apostólica.

Efectivamente, ha tenido lugar diez años después de la clausura del Concilio Vaticano II, precisamente en un momento en el que fermentaban con abundancia y a veces incluso de modo tumultuoso, ideas y reflexiones, proyectos e iniciativas que tienen su origen en el Concilio y en él se han alimentado; o sea, que el Año Santo estaba destinado a experimentar sus benéficas consecuencias, del mismo modo que, en nuestra intención, tenía como finalidad favorecer y acelerar su maduración, de un modo pleno y con toda la amplitud posible.

La renovación, es decir el hecho para la Iglesia de volver a empaparse en el frescor enriquecedor de sus fuentes, para poder afrontar, con el vigor y el entusiasmo propios de un cuerpo y de un espíritu vivificados de nuevo, los nuevos desafíos dé los tiempos nuevos: esta renovación (o aggiornamento), que fue uno de los fines fundamentales y, en cierto modo, una nota característica del Concilio Ecuménico Vaticano II, ha sido también el primero de los objetivos que habíamos fijado – a la Iglesia y a cada uno de los fieles – para la celebración del Año Santo.

Quisimos también añadirle otro que corría, por así decirlo, parejas con él y en todo caso le estaba unido de una manera vital, como lo está el fruto a su raíz profunda: el de la reconciliación, en su pleno significado y en todo su alcance, reconciliación en el interior de las conciencias y en las relaciones entre los hombres y entre los pueblos.

¿Cómo se ha desarrollado, pues, el Año Santo? ¿Cómo y en qué medida ha conseguido sus objetivos? ¿Qué sentido puede tener aquello para la Iglesia y, fuera de la Iglesia, para el mundo en el que ésta vive y actúa? Son éstas, indudablemente, cuestiones que vosotros, diplomáticos acreditados ante la Sede Apostólica, os habéis planteado con un interés, una seriedad y un deseo de exactitud – y, por tanto, de objetividad – totalmente particulares, como particulares son la naturaleza, la finalidad y la responsabilidad de vuestra misión al servicio de vuestros países y del mundo.

¿Cuál es la respuesta?

Ciertamente no nos corresponde sugerirla: podría parecer quizás parcial o interesada. Pero, confiando plenamente en las cualidades de penetración y en el amor a la verdad que os caracterizan, nos permitimos llamar vuestra atención sobre algunos puntos que podrán ayudaros a orientar vuestras reflexiones.

1. En primer lugar, el Año Santo ha confirmado, de una forma que difícilmente puede ser negada, que la Iglesia católica está viva (hablamos de la Iglesia católica, porque el Año Santo ha sido un acontecimiento específico suyo, pero nuestras afirmaciones podrían y deberían aplicarse más ampliamente al cristianismo, a la religión, al sentido de lo divino).

La Iglesia está viva en los países de antigua civilización cristiana; está viva y florece en los países de nueva e incluso de muy reciente evangelización; también nos consta que continúa, gracias a Dios, viviendo o sobreviviendo incluso allí donde sufre limitaciones, presiones u opresiones.

Está viva no sólo ni principalmente en las manifestaciones exteriores, sino sobre todo en la profundidad de la adhesión de las conciencias y de la voluntad: el Año Santo ha ofrecido precisamente un amplio y consolador testimonio de ello.

2. La Iglesia se ha presentado con el rostro que el Concilio Vaticano II quiso proponer: rostro de renovada pureza, no replegada en sí misma, o a la búsqueda celosa de afirmaciones propias, sino – siempre velando cuidadosamente por la integridad de su depósito doctrinal y por la autenticidad de su testimonio – dispuesta a entablar buenas relaciones con las otras confesiones cristianas e incluso con las otras religiones (que en diversas ocasiones han tenido a bien estar presentes en algunas manifestaciones religiosas del Año Santo); y dispuesta también a entablar las buenas relaciones con todos los hombres de buena voluntad. La Iglesia se ha presentado proclamando en voz alta la invitación a la comprensión mutua, a la ayuda recíproca, a la reconciliación sincera y generosa de los espíritus. Una Iglesia, en una palabra, verdaderamente «católica», es decir, universal: una Iglesia de todos, incluso de los que no pertenecen a ella, pero que pueden encontrar en ella la palabra de la amistad, de la fraternidad, de la paz.

3. Finalmente, la presencia en Roma, junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles y a la Cátedra de su humilde Sucesor, de representantes de Iglesias particulares ha ofrecido, a nuestros ojos y a los ojos del mundo, una visión de algún modo panorámica de la situación en la que se encuentran estas Iglesias (no hablamos de su «estado» interno) en las diversas partes del mundo: unas libres, algunas oprimidas y otras limitadas en el ejercicio de sus derechos, como lo ha dejado traslucir su ausencia o su reducida participación, aunque muy apreciada, en la gran concentración jubilar.

Esta última confirmación, más que lamentos y quejas, nos ha sugerido y nos sugiere un deseo y un llamamiento.

Vosotros, señores, en la variedad de Estados que representáis, tan diversos por su situación geográfica, por sus tradiciones culturales, por su composición étnica y religiosa, por sus sistemas políticos y sociales, vosotros proclamáis con vuestra misma presencia la convicción que vuestros Gobiernos se han formado, es decir, la de la utilidad de las relaciones orgánicas y leales con la Sede Apostólica.

Dicha utilidad no se refiere siempre ni exclusivamente al campo de las relaciones y de los eventuales problemas de orden bilateral que conciernen la vida y la actividad de la Iglesia en vuestros respectivos países: estos problemas son a veces de dimensiones modestas, debido precisamente a la modestia misma de la presencia de la Iglesia en algunos países vuestros. La aludida utilidad se refiere, más bien, en numerosos casos, a los problemas de la vida y del orden internacional, de la vida comunitaria pacífica, y a la verdadera cooperación entre los pueblos.

No podemos por menos de desear que semejante convicción se extienda cada vez más. No decimos esto porque se trata de nuestro interés o del de la Sede Apostólica, sino porque estamos personalmente convencido, por una parte, de la gravedad de los problemas que pesan sobre las relaciones entre los pueblos y, por otra, de la posibilidad, aunque sea más reducida de lo que desearíamos, de contribuir a la búsqueda de sus soluciones.

Debemos recordar, sin embargo, que más que de nuestra contribución, se debe hablar de la contribución de la Iglesia católica, la cual constituye la razón de ser y la fuerza efectiva de la Santa Sede, al igual que ésta es su centro y su corazón.

Nuestro llamamiento en favor de la Iglesia católica, dondequiera que se encuentre, responde, por consiguiente, también al interés que tenemos por las grandes causas de la paz y de la colaboración internacionales.

Pero, naturalmente, se refiere ante todo a las razones del derecho y de la justicia, cuyo respeto es el fundamento y la condición de una vida colectiva ordenada y tranquila dentro de las naciones y entre ellas.

Debemos reconocer que estas razones encuentran una acogida y una afirmación cada vez mayores, al menos teóricamente, por parte de los Estados y de sus organizaciones.

Esto significa que ha ido penetran do cada vez más en la conciencia de los pueblos la persuasión de que no es el interés exclusivo y egoísta – la «razón de Estado» – lo que puede ser el principio de su comportamiento; de que la fuerza no puede ser el criterio de sus relaciones mutuas; de que la violencia no es un método admisible en la vida internacional.

De ahí que Nos alegramos tanto viendo cómo los principios que el mensaje evangélico y la Iglesia católica por su parte, han contribuido a sembrar en lo que constituye el moderno derecho de gentes. E incluso, si en muchos casos, por desgracia, algunos Estados fiándose más en su poder que en el respeto a los legítimos derechos de los demás, no son fíeles a estas normas ni a los compromisos solemnemente firmados que en ellas se inspiran, esto se hace con una «mala conciencia» y con la reprobación además de la conciencia recta –podemos decirlo perfectamente – de la humanidad entera: reprobación que, a la larga, no puede quedar sin resultado.

La Santa Sede atribuye una importancia tan grande a la aceptación cada vez más amplia y a la formulación cada vez más exacta y más exigente de los principios jurídicos y morales que deben regular las relaciones entre los Estados, que ve en la posibilidad de aportarles una contribución concreta, más allá de las declaraciones doctrinales, una de las principales razones de su participación en la vida y en las actividades de la Comunidad Internacional.

Un ejemplo típico de dicha participación ha sido la presencia de la Santa Sede en la Conferencia de Helsinki. Nos agrada recordarlo en este encuentro. En efecto, aunque miraba directamente a Europa (ampliada, sin embargo, gracias a la presencia de Estados Unidos y del Canadá), debemos reconocer a la Conferencia de Helsinki un interés mucho más amplio y general, aunque no fuera más que por lo que el continente europeo representa – que esté en paz o en guerra – para el resto del mundo y sobre todo para los países del área mediterránea.

¿Por qué aceptó la Santa Sede ser miembro de la Conferencia? Es evidente que no fue simplemente por responder con amabilidad a la cortesa invitación de los países europeos, tan diferentes en el plano de los sistemas de gobierno, pero que habían llegado al acuerdo de juzgar legítima e incluso deseable la presencia de la Santa Sede en estas grandes asambleas. Tampoco fue porque la Santa Sede se hubiera considerado capaz de proporcionar una aportación específica al examen de los problemas políticos y militares de la seguridad europea, o a los de la cooperación en el campo económico, industrial o comercial: problemas todos que la Santa Sede considera con mucho respeto y cuya importancia a veces vital conoce, pero en los cuales – en lo concerniente a sus aspectos técnicos – es y se declara incompetente.

Pero más allá, y podríamos incluso decir por encima de los aspectos técnicos y concretos de los problemas de seguridad y de cooperación, estaba precisamente todo el campo referente a los principios supremos – éticos y jurídicos – que deben informar la acción y las relaciones de los Estados y de los pueblos. Y en este terreno la Santa Sede ha comprendido que no debía negar la colaboración que se le ofrecía la posibilidad de dar, colaboración que le permitía también ser en la Conferencia – como recientemente lo hemos recordado en nuestra respuesta a las felicitaciones de Navidad del Sacro Colegio – «el más directo y eficaz intérprete y portavoz de la exigencia del respeto de la conciencia religiosa».

La Conferencia ha fijado principios y ha indicado normas de comportamiento, de suyo excelentes, pero cuya eficacia, con todo, para la acción, ha de ser probada con los hechos, a fin de que el juicio de la historia sobre este acontecimiento pueda ser positivo. Estos principios y estas normas, aceptados por todos los participantes, pertenecen a un patrimonio de ideas común a los pueblos de Europa.

Esta herencia, basada esencialmente – podemos añadir – en el mensaje evangélico que Europa recibió y acogió, es, en lo sustancial, también común a los pueblos de otros continentes, incluidos los que no pertenecen a lo que se llama la “civilización cristiana», por el hecho de que el mensaje cristiano interpreta también allí, las exigencias profundas del hombre.

Entre las conclusiones de la Conferencia de Helsinki nos agrada recordar – al mismo tiempo que los principios que se refieren más directamente a las relaciones justas, ordenadas, pacificas entre los Estados, y a su colaboración en múltiples sectores, el reconocimiento de que el respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales – citamos el documento –“es un factor esencial de la paz, de la justicia y del bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de cooperación entre sí y entre todos los Estados».

Los Estados participantes se comprometen no sólo a respetar por su propia cuenta estos derechos y libertades, sino también a esforzarse «conjuntamente y por separado, incluyendo aquí la cooperación con las Naciones Unidas, a promover su respeto universal y efectivo».

¿Quién no advierte que la aplicación leal e integral de estas normas facilitaría enormemente el progreso de la libertad y de la justicia en todos los pueblos interesados?

Nos agrada recordarlo, pues este reconocimiento del que acabamos de hablar tiene como efecto deshacer el pretexto frecuentemente invocado de que aquí se trata de asuntos internos de cada Estado en los que los demás no pueden inmiscuirse por ningún motivo; y trata de hacer de esto una cuestión de legítimo interés común, con la finalidad, entre otras, de asegurar las buenas relaciones entre los Estados y los pueblos. Esto presupone, en efecto, – a pesar de las diversidades, a veces profundas – una base común de civilización humana que se concretiza en derechos y deberes, y que permite a todos vivir tranquilamente y trabajar para el bien común. Donde faltase esta base común de civilización y esto a pesar de su aceptación formal – las nobles intenciones de la Conferencia se mostrarían vanas; más aún, podría ésta ser utilizada para fines contrarios a los que se propuso.

La cuestión sigue, pues, planteada: ¿cómo tratan los Estados de cumplir efectivamente los compromisos adquiridos? Nadie sabe tan bien como los hombres de gobierno y los diplomáticos lo difícil que es conseguir que la realidad corresponda al derecho, sobre todo cuando el ideal se enfrenta a intereses opuestos o, lo que es peor todavía, al egoísmo o a la voluntad de poder.

A pesar de todo, la Santa Sede sigue atribuyendo gran importancia a los desarrollos de derecho internacional, tanto universal como regional. Todo progreso en la conciencia, en la afirmación, en el compromiso de una deontología proyectada sobre el futuro de los pueblos y de sus relaciones, representa una aportación valiosa a la formación – aunque lenta y laboriosa – de un efectivo orden de paz en el mundo.

La Santa Sede, por su parte, no se cansará de recomendar y favorecer, en la medida de sus fuerzas, la auténtica maduración de una conciencia de ese tipo, colaborando con todos los que comparten esta convicción. Entre ellos tenemos la certeza de que podemos contar a los Estados que representáis y ante los cuales – estamos seguro de ello – no dejaréis de haceros intérpretes de nuestro pensamiento y de nuestros alientos.

Que este año, que ha comenzado, por desgracia, bajo el signo de muchos dolorosos conflictos y de peligrosas tensiones, pueda ser testigo del compromiso generoso e incansable de todos los que ocupan un puesto de responsabilidad, y de la Comunidad Internacional, por la paz en la justicia. ¡Quiera el Señor que sus esfuerzos sean eficaces!

Este es nuestro deseo. Esta es nuestra plegaria.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.3 p.1,2,11.



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