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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR ROBERTO DESPRADEL, EMBAJADOR
DE LA REPÚBLICA DOMINICANA ANTE LA SANTA SEDE
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Jueves 8 de enero de 194
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Señor Embajador:

Es para Nos especial satisfacción el poder saludar al nuevo representante de la República Dominicana ante la Santa Sede.

Se trata, efectivamente, de un país predilecto, que la Divina Providencia quiso escoger para cuna del Cristianismo en América y centro difusor de aquella epopeya misionera, que acompaña a su descubrimiento y a su conquista; de una nación que si justamente se gloría de haber merecido los últimos cuidados de Cristóbal Colón, cuales se revelan en su testamento henchido de piedad cristiana, de ansias culturales y de filial respeto a esta Santa Sede, no menos se enorgullece de haber visto erigidos en su seno, por Nuestro inmortal Predecesor Julio II, los primeros obispados de todo el continente americano.

Vuestra Excelencia, llamado a patrocinar ante Nos los intereses de pueblo tan ilustre y por eso mismo a enriquecer con un nuevo e insigne miembro el Cuerpo Diplomático ante esta Sede acreditado, ha tenido el acierto de inaugurar su elevado cargo con tales expresiones, que el mismo Padre común de la Cristiandad no las habría esperado más calurosas, manifestando así una rara comprensión de la alteza de su oficio y de la finalidad a que él se endereza.

La historia de las relaciones entre esta Sede Apostólica y las doradas. Antillas —ulteriormente desarrolladas al conseguir vuestra patria su independencia— se cuenta por siglos. Vuestra Excelencia ha recordado muy acertadamente los méritos imperecederos que los hijos españoles de San Francisco y de Santo Domingo se ganaron en la isla Dominicana durante los albores de su evangelización. Fueron méritos —Nos alegramos de proclamarlo— que superan los límites de la isla y del siglo en que tuvieron lugar, puesto que de ellos efectivamente brotaron los principios del Derecho Internacional enseñados poco después en Salamanca por Fray Francisco de Vitoria, y perfeccionados al fin del siglo en Coimbra y en Roma —antes de que pasaran a Hugo Grocio— por el Doctor eximio Francisco Suárez y por el Doctor de la Iglesia San Roberto Bellarmino. Nada extraño que la fe católica recibida a través de conductos tan egregios de la vieja Europa, quedara tan reciamente arraigada en el alma de vuestro pueblo. Intacta sigue en ella a pesar de los siglos, como el ascua, que aunque a veces se disimule bajo el manto frío de la ceniza, espera solamente ser atizada por el soplo vivo de una mano robusta y amorosa, para resplandecer de nuevo, como quien des­pierta de un sueño, con viva y luciente llama.

Una persona como Vuestra Excelencia que tiene con tanto relieve ante los ojos tan espléndido pasado, no puede dudarse que hará cuanto en su mano esté para ser fiel —con juicio recto y mirada segura— a los deberes concretos, y muchas veces urgentes, que el presente y el inmediato porvenir imponen.

Las grandes batallas espirituales, que son la nota dominante de nuestros días y de cuyo éxito podría depender para largo la fisonomía moral de la humanidad, exigen propósitos netos y decididos campeones. Una clara visión y una resolución firme son inseparables cuando se han de llevar a la práctica las eternas normas dadas por Dios a la creación.

La Iglesia de Cristo es la maestra competente e insustituible de esas normas; su radio de acción llega a todos los rincones del mundo sin excluir ninguna estirpe, ni depender de ninguna forma de gobierno. Pero el que ella pueda hacer su oficio con fecundidad y profundidad; el que este oficio sea de mayor o menor eficacia, hasta en la vida social y pública; y la abundancia de frutos pacíficos que de esta educación ha de seguirse dependen sustancialmente del grado de libertad y de la posibilidad de acción que por cada uno de los estados y de las formas de gobierno le sea concedida a su actividad. Por eso son condiciones indispensables para que ella desarrolle su labor de manera que corresponda a las necesidades presentes y futuras del mundo, la libertad de movimiento en el campo de la educación de la juventud; la disponibilidad de medios proporcionados para la formación de un clero capaz de proveer a las necesidades espirituales de los fieles con su amplio y franco apostolado; y aquellas condiciones materiales y espirituales que favorecen la tutela de la familia cristiana y la progresiva educación y perfeccionamiento de una selección seglar que, en las filas de la Acción Católica, aprenda a valorizar, en pacifica colaboración con sus conciudadanos y para el verdadero bien y ordenado progreso de su pueblo, las grandes verdades y los valores vitales de la santa fe.

Nuestros fieles y amados hijos de aquella isla de las Antillas, que Colón honró con el simbólico nombre de « Hispaniola » —Española—, sabrán con profunda alegría que el contacto vivo entre su amada patria y el Padre de la Cristiandad ha sido reforzado con el presente y solemne acto. Y por las palabras de Vuestra Excelencia llegarán a conocer que tienen aquí, ante esta Sede de Pedro, un válido patrono, identificado con sus deseos y esperanzas, dispuesto siempre a favorecer y promover todo lo que sea posible y deseable para el mutuo interés de la Iglesia y del Estado.

Con estos sentimientos rogamos a Vuestra Excelencia que transmita al Excelentísimo Señor Presidente de la República —que recientemente ha querido contribuir de modo generoso a la construcción del nuevo seminario—, a los miembros del Gobierno y a todo el amado pueblo dominicano la expresión de Nuestra benevolencia paternal, mientras que para todos imploramos las mejores, la más escogidas y abundantes gracias .del cielo.


* AAS 40 (1948) 73-75.

L’Osservatore Romano 9.1.1948, p.1.

Discorsi e radiomessaggi IX, p.417-419.

 



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