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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS FIELES PRESENTES EN ROMA
PARA LA BEATIFICACIÓN DE LA SIERVA DE DIOS
RAFAELA MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
*

Lunes 19 de mayo de 1952

 

Desde muchas regiones del mundo, pero sobre todo desde esa España, siempre pródiga en héroes y en santos, habéis venido a la Ciudad Eterna, amadísimos hijos e hijas, para asistir al triunfo de Rafaela María Porras y Ayllón, o, mejor todavía, de aquella Madre Sagrado Corazón, que, acaso desde la infancia, habéis aprendido a amar en sus obras y en sus hijas. Y Nos, al daros la más cordial bienvenida, sentimos casi la necesidad de evocar su dulce recuerdo, como quien piensa en alta voz y repasa sin querer los amables recuerdos de una madre, al verse rodeado de la que hoy es su generosa y esforzada progenie.

Las obras de Dios son siempre admirables. «Magna et mirabilia sunt opera tua, Domine» (Ap 15, 3); pero mucho más todavía cuando se actúan en materia más noble y con finalidad más alta. Por eso, si hemos de expresarnos así, nunca más admirables que en la preparación y formación de sus Santos. Tres etapas, para admirarlo en la vida de Rafaela María: una preparación providencial, una actividad querida sólo por Dios y un largo ocaso en la cruz.

Pocos nombres tan sugestivos como el de la vetusta Córdoba, donde tantas estirpes y civilizaciones, atraídas por su riqueza y su encanto, han ido depositando ese sedimento de cultura y de siglos que forman el alma de sus hijos, en la que parecen hermanarse la leve gracia andaluza, y la sesuda gravedad romana, la típica austeridad ibérica y la riqueza imaginativa y ornamental del árabe invasor.

Hija legítima de esta tierra luminosa fue Rafaela María, pero enriquecida además con el crisma cristiano recibido en la escuela de una madre ejemplar y profundizado después por la mano ungida de santos ministros del Señor. Porque en esto comenzará a manifestarse que Dios la ha elegido para algo: en que nunca le faltará, en los trances decisivos de su vida, quien, en nombre de Dios, le señale la ruta.

Una infancia inocente, una juventud casta, aun en medio de los peligros de aquel mundo que, por su alcurnia, podría creerla suya; después, una orfandad cada vez más retirada, más consagrada a la caridad y a la devoción; finalmente, el fruto natural de la piedad cristiana concretado en un deseo : el de consumirse como llama silenciosa ante un Tabernáculo escondido; y junto a todo, lo que nunca le faltará: la contradicción de quienes, para ella y para su hermana, soñaban otra cosa, las críticas por su género de vida y hasta el escándalo al conocer que el primer paso estaba dado y el nido familiar había quedado vacío.

En las manos del artífice divino, siempre paternales, el martillo y el escoplo han empezado a trabajar; ya está destacado el diamante y deja escapar algunos reflejos; pero ¡cuánto le queda por andar, sin que lo sepa! Había nacido exactamente en medio del siglo y estamos solamente en 1874, en el año en que la Providencia le hará encontrar aquel sacerdote, insigne por muchas razones, de altas miras y de decisiones enérgicas, que fue Don José Antonio Ortiz Urruela.

¿Para qué detallar ahora aquel agitadísimo bienio, cuando los hechos exteriores son lo de menos? A la luz de Dios y con la perspectiva del tiempo, los seres humanos con sus deseos y actividades, con sus movimientos y sus ansias, hasta con sus posibles errores y excesos, parecen hormiguitas que juegan a cambiar de sitio las chinitas del hormiguero, o gotitas de agua perdidas en el potente e irrefrenable flujo y reflujo de las olas del mar. Lo que importa es mirar la mano de Dios, que se prepara un diamante, un alma según el Corazón Divino de su Hijo, y esa alma es la de Rafaela María, con sus pocos años —apenas veintisiete—, con un ideal claro —la santidad por medio de la Reparación—, y con una obra en las manos, que ella no ha buscado —aquel Noviciado aislado y peregrino, cuyo centro natural va siendo sin querer—. Luego dirá : «Yo no quiero ser fundadora»: pero es inútil, porque lo quiere Dios, como quiere una planta: nueva cuando deja que el céfiro arranque una semilla y la transporte lejos.

Es el último tercio del siglo XIX y son muchas las cosas que experimentan una profunda transformación. ¿Porqué no habría de notarse también en lo que la vida religiosa tiene de contingente, enriqueciéndola con formas nuevas, más en consonancia con su tiempo y más capaces para producir en él frutos de santidad y apostolado? En el clásico apego a lo tradicional, que caracteriza el alma española, no se haría sin superar algunas dificultades. Y allí mismo, donde la línea se quiebra por el roce, la Providencia había puesto a Rafaela María, la que anhelando quietud y soledad había venido a encontrarse errante y fundadora.

De nuevo los hombres y los sucesos pasan por su historia, como la lanzadera por los hilos de la trama, que, sin saber lo que hace, va formando un precioso tejido. Morirá su guía principal, pero hallará, otros; de ciudad en ciudad, de residencia en residencia, de sufrimiento en sufrimiento, superando hoy un obstáculo y otro mañana. Rafaela María o, si queréis ya, María del Sagrado Corazón, fiel a su espíritu, no alzará altiva la frente, pero tampoco cejará. Año 1877; y un ilustre Príncipe de la Iglesia, el Card. Moreno, concederá al Instituto su primera. aprobación. Todavía otros siete años de actividad exterior, porque la planta es tierna y su mismo rápido crecimiento podría perjudicarla sin la que Dios tiene escogida para que, consolidándola, avance en el camino de la santidad, poniendo como fundamento de todo un amor sin límites al sacrificio, una delicadísima observancia regular, una devoción tiernísima al Sacramento de los altares y aquel no sabemos qué de sólido, equilibrado y fuerte, que en ella resplandecerá siempre y que ella iba a aprender en las lecciones de un gran patriarca de la vida religiosa, en San Ignacio de Loyola, a cuyos escritos —Ejercicios, Constituciones— acudirá. infaliblemente como a la fuente de su espiritualidad.

Ahora la planta tiene ya vida propia. ¿Se habrán completado en Rafaela María los designios de Dios? De ninguna manera; falta lo principal, pues la Providencia, que había dispuesto iniciar su santidad haciéndola fundadora, la quiere completar sacrificándola como víctima. Su papel se redujo a aceptarlo todo con amor y con esa especie de gracia natural del que parece que no hace nada. En sus repetidos y fervorosos Ejercicios había hecho muchas veces sus «oblaciones de mayor estima y mayor momento» (Ejercicios [97]), había pedido repetidamente aquella « humildad perfectísima... (queriendo y eligiendo) más... oprobios con Cristo lleno de ellos que honores..., (deseando) más de ser estimada por vana y loca por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabia y prudente en este mundo»(Ejercicios [167]). Y el Señor le había cogido la palabra. El artista divino deja el martillo y el escoplo y acerca el diamante a la rueda de la vida, que gira vertiginosamente. En lontananza, surge el perfil de una Cruz.

Tampoco aquí, hijos e hijas amadísimos, hemos de detenernos en los hechos puramente externos que, siendo humanos, tienen que participar de aquellos contrastes —tierra y cielo— capaces de desorientar a quien se olvidase de una Providencia, que busca sus fines consintiendo que las criaturas humanas se muevan libremente e incluso sirviéndose de las buenas intenciones de todos, como cuando deja que el viento se desate, arrastre las pesadas nubes y las haga correr por el cielo descargando de sus negras entrañas granizos y truenos. Y ¡cómo se debieron acumular en el cielo de la Madre Sagrado Corazón hasta llegar a aquella renuncia de 1893, aquí en Roma! Y ¡qué dolorosas debieron resultar para su espíritu delicadísimo aquellas incomprensiones, aquellas dudas, aquellas desconfianzas que, poco a poco, iban aislándola de los hombres, rodeándola de sombras e impulsándola, lenta pero inexorablemente, hacia aquella Cruz donde la esperaba su amado de siempre, el que la estaba haciendo su «víctima de amor»!

Tiene solamente cuarenta y tres años y una naturaleza riquísima; le quedan de vida otros treinta y dos que van a ser más de seis lustros interminables de aniquilación progresiva y de martirio en la sombra. Y, consciente de su vocación, en la sombra entra, con la grandeza de las almas que van al sacrificio con los ojos abiertos; que, en lo alto de la Cruz, no despliegan los labios para dejar oír un gemido; que saben paladear, día por día, el amargo de una inmolación más dolorosa cuanto más lenta, más ignorada y más larga. En la sombra, para obedecer, para negarse a sí misma, para trabajar sin que por ella sienta que las nieblas, que la rodeaban, se hayan disipado. En la sombra, no para olvidar, que sería demasiado dulce, pero sí para ser olvidada, que es la corona máxima del sacrificio. En la sombra, para hacerse notar solamente por una vida más austera, una penitencia más rígida, una humildad más profunda. « El Amigo que lleva en el corazón no la deja reposar »; y a este Corazón Divino, al que atribuye todo, —su fundación, su vida—, al que ha ofrecido todo, a ese mismo se ofrece todos los días desde su sombra, en espíritu de reparación, por los pecados del mundo, para gloria del Padre y santificación de las almas.

El 24 de Diciembre de 1924 Nuestro gran Predecesor, de santa memoria, abría la Puerta Santa del año jubilar 1925. Trece días después se abrían las puertas del cielo para la Madre María del Sagrado Corazón.

El artista divino ha terminado su labor y el diamante, bien pulido en todas sus caras, es una obra maravillosa y perfecta: ¿quién pensará, viéndolo brillar en el cielo, engastado en la corona de los Santos; quién pensará, contemplándolo tan hermoso y acabado, en las vueltas que hubo que darle para pulimentarlo, en las infinitas partículas que hubo que arrancarle a golpe vivo, o en los instrumentos de que la Providencia se sirvió?

Hoy, las Religiosas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, con sus colegios y escuelas, sus casas de Ejercicios, residencias, Asociaciones y Obras de todas clases, hacen un bien inmenso desde la España nativa hasta el remoto Japón, donde con tanto placer hemos sabido el fruto que recogen. Pero la raíz de todo, está en el sacrificio y en la santidad de un alma, que se dejó gobernar por la Providencia divina.

Su suavidad, su humildad, su estricta observancia, su amor a la abnegación y al sacrificio, su fidelidad a un espíritu seguro, equilibrado y firme, su adhesión incondicional y filial a esta Sede de Pedro, su devoción a aquel Corazón Divino, escondido bajo los velos eucarísticos, son el ejemplo que ha dejado a todos y especialmente a vosotras, sus hijas, que ella tanto amó. Por ese camino el Señor jamás os negará sus gracias. Prenda de ellas y testimonio de Nuestra especial benevolencia es la Bendición Apostólica, que con paternal amor os queremos dar, primero al amadísimo Instituto con todas sus casas, personas, obras y proyectos; luego a todos los que se benefician de su apostolado; y, por fin, de modo particular, a los presentes, con todas sus intenciones y todas aquellas personas que ellos llevan en estos momentos en la mente o en el corazón.


* AAS 44 (1952) 473-477.

   



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