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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS PARTICIPANTES EN LA VIII ASAMBLEA
DE LA ASOCIACIÓN MÉDICA MUNDIAL
*

Jueves 30 de septiembre de 1954

 

Nos sentimos felices al encontrarnos una vez más entre los médicos, como tan frecuentemente ha sucedido en estos últimos años, y dirigirles algunas palabras.

Nos habéis informado de las finalidades de la Asociación Médica Mundial y de los resultados obtenidos durante los siete años de su existencia. Con gran interés hemos conocido Nos estos informes y el gran número de tareas a las que habéis consagrado vuestra atención y vuestros esfuerzos: ponerse en contacto y agruparse las asociaciones médicas nacionales; cambio mutuo de las experiencias de cada uno; examen de los problemas actuales en los distintos países; convenciones formales con una serie de organizaciones emparentadas; creación de un Secretariado general en Nueva York, fundación de una revista propia, World Medical Journal. Junto a estas realizaciones de orden más administrativo, la fijación y valorización de algunos puntos importantes de la profesión y del estado médico; defensa de la reputación y del honor de la corporación de los médicos; elaboración de un Código internacional de ética médica, admitido ya por cuarenta y dos naciones; aceptación de una nueva redacción del juramento de Hipócrates (juramento de Ginebra); condenación oficial de la eutanasia. Entre muchas otras cuestiones, las relativas a la transformación y al desarrollo de la enseñanza universitaria para la formación de los jóvenes médicos y más todavía para la investigación médica. No hemos mencionado aquí sino tan sólo algunos puntos. En el programa del actual Congreso VIII, habéis añadido todavía, por ejemplo: los deberes del médico en tiempo de guerra, singularmente de guerra bacteriológica; posición del médico con relación a la guerra química y atómica y a la experimentación en el hombre.

El aspecto médico, tanto el técnico como el administrativo, de estas cuestiones es materia vuestra; mas en lo que se refiere al aspecto moral y jurídico, querríamos Nos llamar vuestra atención sobre algunos puntos. Una serie de problemas, que os ocupan, también Nos han ocupado a Nos y formaron el objeto de especiales alocuciones. Así, el 14 de septiembre de 1952, a los participantes en el Primer Congreso Internacional de Histopatología del sistema nervioso, Nos hemos hablado (a petición de ellos mismos) sobre los límites morales de los métodos modernos de investigación y de tratamiento. Nos hemos referido Nuestras explicaciones al examen de los tres principios de donde la Medicina deduce la justificación de estos métodos de investigación y de tratamiento: el interés científico de la medicina, el interés del paciente, el interés de la comunidad o, como se dice, el bien común, «bonum commune»[1]. En una alocución a los miembros del XVI Congreso Internacional de Medicina Militar, Nos hemos expuesto los principios esenciales de la moral y del derecho médico, su origen, su contenido y su aplicación[2]. El XXVI Congreso de la Asociación Italiana de Urología Nos había propuesto la discutida cuestión: ¿está permitido moralmente extirpar un órgano sano para impedir el progreso de un mal que amenaza a la vida? Hemos respondido Nos a ella en una alocución del 8 de octubre del año pasado[3]. Finalmente, Nos hemos tocado las cuestiones que os ocupan durante el actual Congreso, las de la apreciación moral de la guerra moderna y de sus procedimientos, en una alocución del 3 de octubre de 1953 a los participantes en el VI Congreso Internacional de Derecho Penal[4].

Si ahora Nos no hacemos sino mencionar brevemente algunos de estos puntos, a pesar de su importancia y de su alcance, Nos esperamos que las explicaciones dadas anteriormente puedan servir de complemento; y por no alargar demasiado este discurso, las presentaremos cada vez íntegramente en nota.

LA GUERRA Y LA PAZ

Que el médico tiene durante la guerra un papel, y un papel privilegiado, es una evidencia. En ningún otro momento hay tantos que cuidar y curar, así entre soldados como entre civiles, entre amigos como entre enemigos. Necesario es conceder al médico, sin restricciones, el derecho natural de intervenir allí donde se requiera su ayuda, y garantizárselo también mediante convenciones internacionales. Aberración de juicio y de corazón sería querer negar al enemigo el socorro médico y dejarle perecer.

¿Tiene el médico un papel que jugar en la elaboración, perfeccionamiento, acrecentamiento de los medios de la guerra moderna, singularmente de los medios de la guerra A.B.C.**? Imposible responder a esta cuestión sin haber resuelto antes esta otra: "La guerra total" moderna, singularmente la guerra A.B.C., ¿está permitida en principio? No puede subsistir duda alguna, sobre todo a causa de los horrores y de los inmensos sufrimientos provocados por la guerra moderna, que desatar ésta sin justo motivo (es decir, sin que se halle impuesta por una injusticia evidente y extremadamente grave, inevitable de otro modo), constituye un "delito" digno de las sanciones nacionales e internacionales más severas. Ni siquiera en principio se puede proponer la cuestión de la licitud de la guerra atómica, química y bacteriológica, sino en el caso en que se la juzgue indispensable para defenderse en las condiciones indicadas. Y aun entonces es preciso empeñarse por todos los medios en evitarla mediante acuerdos internacionales o señalar a su empleo límites muy claros y precisos para que sus efectos queden circunscritos a las exigencias estrictas de la defensa. Cuando, sin embargo, el empleo de este medio lleva consigo una tal extensión del mal que se escapa totalmente al control del hombre, su utilización debe rechazarse como inmoral. Aquí ya no se trataría de la "defensa" contra la injusticia y de la necesaria "salvaguardia" de posesiones legítimas, sino de la aniquilación pura y simple de toda vida humana en el interior del radio de acción. Esto no se halla permitido por ninguna razón.

Volvamos al médico. Si alguna vez, en el cuadro de los límites indicados, una guerra moderna (A.B.C.) puede justificarse y se justifica de hecho, la cuestión de la colaboración moral lícita del médico puede entonces plantearse. Pero estaréis de acuerdo con Nos: preferible es no ver al médico ocupado en una tarea de este género; ella contradice demasiado a su deber primordial: llevar socorro y curar, pero no hacer daño ni matar.

Esto os hará comprensibles el sentido y la justificación de Nuestras anteriores explicaciones; lo que Nos hemos dicho sobre la condenación de la guerra en general y sobre la situación y el papel del médico en tiempo de guerra[5] y [6].

LA EXPERIMENTACIÓN EN EL HOMBRE

Según informaciones que Nos han llegado de parte vuestra, al programa primitivo de vuestro actual Congreso habéis añadido la cuestión de la experimentación en el hombre vivo.

Qué extensión pueda tener esta experimentación y a qué abusos puede conducir, lo han demostrado los procesos de los médicos de la posguerra.

Nos no permitimos el remitir, sobre esta materia, a un pasaje de uno de Nuestros discursos precedentes[7].

Fácilmente se comprende que la investigación y la práctica médica no pueden prescindir de toda experimentación en el hombre vivo. Pero se trata de saber cuáles son las condiciones necesarias de la experimentación, sus límites, sus obstáculos, sus decisivos principios básicos. En los casos desesperados, cuando el enfermo está perdido si no se interviene y cuando existe un medicamento, un medio, una operación que, sin excluir todo peligro, guardan todavía cierta posibilidad de éxito, un espíritu recto y reflexivo admite sin más que el médico puede con el consentimiento explícito o tácito del paciente, proceder a la aplicación de este tratamiento. Pero la investigación, la vida y la práctica, no se limitan a tales casos; los desbordan y van más lejos. Aun entre médicos serios y concienzudos, se oye formular la idea de que si no se corre el peligro con nuevas vías, si no se ensayan nuevos métodos, se detiene el progreso, si es que no se le paraliza por completo. Sobre todo, en el terreno de las intervenciones quirúrgicas, se hace resaltar cómo muchas operaciones, que hoy no llevan consigo ningún peligro especial, tienen tras de sí un largo pasado y una larga experiencia —el tiempo necesario al médico para aprender y ejercitarse— y que un número más o menos grande de casos mortales señalan los comienzos de estos procedimientos.

A vuestra competencia profesional pertenece responder a las cuestiones que se refieren a las condiciones médicas y a las indicaciones de la experimentación en el hombre vivo. Sin embargo, la dificultad de una precisión moral y jurídica hace aparecer como necesarias algunas indicaciones.

En Nuestra alocución a los médicos militares, brevemente hemos formulado Nos las directrices esenciales sobre esta materia[8].

Para tratar y resolver estos problemas, se recurre, como se puede ver en el texto citado, a una serie de principios morales de la más fundamental importancia; la cuestión de las relaciones entre el individuo y la comunidad, la del contenido y límites del derecho a utilizar la propiedad de otro, la cuestión de las condiciones y de la extensión del principio de totalidad, la de las relaciones entre la finalidad individual y social del hombre, y otras semejantes. Aunque estas cuestiones no pertenecen al dominio específico de la medicina, ésta, en todo caso, las debe tener en cuenta, como cualquier otra de las actividades humanas.

Lo que vale para el médico con relación al paciente, vale también para el médico con relación a sí mismo. Está sometido a los mismos grandes principios morales y jurídicos. Tampoco él puede tomarse a sí mismo como objeto de experiencias científicas o prácticas, que lleven consigo un daño serio o que amenacen a su salud; mucho menos aún está autorizado para intentar una intervención experimental que, según una opinión autorizada, pueda producir la mutilación o el suicidio. Además, preciso es decir otro tanto sobre los enfermeros y enfermeras y sobre todo el que esté dispuesto a prestarse para investigaciones terapéuticas. No pueden entregarse a tales experiencias. Esta negación, en principio, no se refiere al motivo personal de quien se obliga, se sacrifica y se entrega en beneficio de un enfermo, ni al deseo de colaborar al progreso de una ciencia seria, que quiere ayudar y servir. Si de esto se tratara, sería obligada la respuesta afirmativa. En ninguna profesión, y en particular en la de médico y enfermero, faltan personas dispuestas a consagrarse totalmente a los demás y al bien común. Pero no se trata de aquel motivo ni de esta decisión personal; en tal actuación se trata, en fin de cuentas, de disponer de un bien no personal, sin tener derecho a ello. El hombre no es sino el usufructuario, no el poseedor independiente y el propietario de su cuerpo, de su vida y de todo cuanto el Creador le ha dado para que lo use, y esto en conformidad con los fines de la naturaleza. El principio fundamental: "Sólo el que tiene derecho a disponer está habilitado para usarlo, pero aun ello, tan sólo en los límites que le han sido fijados", es una de las últimas y más universales normas de acción, a las cuales se atiene inquebrantablemente el juicio espontáneo y sano, y sin las cuales el orden jurídico y el de la vida común de los hombres en el conjunto de la sociedad es imposible.

En lo que se refiere a extraer partes del cuerpo de un difunto para fines terapéuticos, no se puede permitir al médico que trate el cadáver como le plazca. Establecer las reglas convenientes pertenece a la autoridad pública. Pero tampoco ésta puede proceder arbitrariamente. Hay textos de ley, contra los cuales pueden suscitarse serias objeciones. Una norma, como la que permite al médico, en un sanatorio, sacar partes del cuerpo para fines terapéuticos, aunque esté excluido todo afán de lucro, no es admisible, siquiera por la posibilidad de que se la interprete demasiado libremente. Preciso es también tomar en consideración los derechos y los deberes de aquellos a quienes incumbe el encargarse del cuerpo del difunto. Finalmente, es necesario respetar las exigencias de la moral natural que prohíbe considerar y tratar el cadáver de un hombre simplemente como una cosa o como el de un animal.

MORAL Y DERECHO DE LOS MÉDICOS

Comprenderéis que, ante la lista de los resultados ya obtenidos en el curso de los siete años de existencia, la elaboración de un código internacional de moral médica, ya aceptado por cuarenta y dos países, haya suscitado muy particularmente Nuestro interés.

Podría creerse que fuera fácil crear una moral médica y un derecho médico mundial uniformes. Sin duda que la naturaleza humana es la misma sobre toda la tierra, en sus leyes y en sus rasgos fundamentales; la finalidad de la ciencia médica y, por consiguiente, la del médico serio, son también doquier las mismas: ayudar, curar y prevenir, no hacer daño ni matar. Afirmado esto, hay ciertas cosas que ningún médico hace, que ningún médico sostiene ni justifica, antes las condena. Asimismo hay cosas que ningún médico omite, sino que, por lo contrario, las exige y las ejecuta. Es, si así lo queréis, el código de honor del médico y el de sus deberes.

Sin embargo, en realidad, la moral médica actual todavía se halla muy lejos de constituir una moral mundial uniforme y completa. Relativamente son pocos los principios aceptados en todas partes. Pero este número relativamente pequeño es a su vez digno de consideración y merece ser apreciado alta y positivamente como el punto de partida de un desarrollo ulterior.

A propósito de la moral médica, querríamos Nos proponer a vuestra consideración las tres ideas básicas siguientes:

1.- La moral médica debe basarse en el ser y en la naturaleza

Y esto porque ella debe responder a la esencia de la naturaleza humana y a sus leyes y relaciones inmanentes. Todas las normas morales, también las de la medicina, proceden necesariamente de los correspondientes principios ontológicos. De ahí viene la máxima: "Serás lo que tú eres". He ahí por qué una moral médica puramente positivista se niega a sí misma.

2.- La moral médica debe ser conforme a la razón, a la finalidad, y orientarse según los valores

La moral médica no vive en las cosas, sino en los hombres, en las personas, entre los médicos, en su juicio, su personalidad, su concepción y su realización de los valores. La moral médica en el médico son las cuestiones de conciencia personales: "¿Qué es su justificación?" (es decir, ¿qué finalidad persigue y se propone ella?). "¿Qué valor expresa ella por sí misma, en sus relaciones personales, en su estructura social?". Dicho de otro modo: "¿De qué se trata?" "¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué es lo que esto vale?". Los hombres morales no pueden ser superficiales; y si lo son, no pueden permanecer tales.

3.- La moral médica debe estar arraigada en lo trascendente

Lo que, en última instancia, se halla establecido por un hombre, puede un hombre, en última instancia, suprimirlo y en consecuencia (si ello es necesario o así le place) puede no cumplirlo. Esto contradice a la constancia de la naturaleza humana, constancia de su destino y de su finalidad, y contradice también al carácter absoluto e imprescriptible de sus exigencias esenciales. Porque éstas no dicen: "Si, como médico, tú quieres juzgar bien y obrar bien, obra así", sino que se manifiestan ellas en lo más profundo de la conciencia personal, bajo una forma completamente distinta: "Tú debes obrar bien, cueste lo que cueste. Por lo tanto, tú debes obrar así y no de otro modo". Este carácter absoluto de las exigencias morales se mantiene, tanto si el hombre las escucha como si no. El deber moral no depende del capricho del hombre: la acción moral es su único deber. Este fenómeno, admitido en todos tiempos, del carácter absoluto del orden moral, obliga a reconocer que la moral médica posee, en último análisis, un fundamento y una regla trascendente. En Nuestra alocución al Congreso de medicina militar, Nos hemos desarrollado estas consideraciones y hemos hablado sobre el control de la moral médica[9].

Añadamos una palabra sobre el derecho médico, del que Nos hemos tratado otras veces con más detalle.

La vida de los hombres en comunidad exige normas determinadas y firmemente delimitadas, pero no más numerosas de lo que el bien común exige. Por lo contrario, las normas morales se extienden mucho más lejos, son mucho más numerosas y, en muchos aspectos, menos netamente delimitadas, a fin de permitir la adaptación necesaria a las exigencias justificadas de los casos particulares. El médico penetra profundamente en la vida del individuo y de la comunidad, a causa de la profesión que él ejerce. En la sociedad tiene él necesidad de un apoyo jurídico amplio; y también de una singular seguridad para su persona y su acción médica. Por otra parte, la sociedad quiere una garantía de la capacidad y de la competencia de los que se presentan y actúan como médicos. Todo esto demuestra la necesidad de un derecho médico, nacional y, hasta donde posible sea, internacional. No en el sentido de un detallado reglamento, fijado por leyes; al contrario, que el Estado abandone, en lo que sea posible, la elaboración de este reglamento a los colegios de médicos (nacionales e internacionales), otorgándoles los necesarios poderes y sanciones. Resérvese él la alta vigilancia, las últimas sanciones, la integración del orden y de los colegios de médicos en el conjunto de la vida nacional.

El derecho médico en su contenido debe ser expresión de la moral médica, por lo menos en cuanto que no contenga nada opuesto a la moral. Llegue él a proponer todo lo que debería, para satisfacer las exigencias de la ética natural; según las experiencias hechas hasta el presente, se trata de un deseo cuya realización todavía se halla muy alejada.

En resumen: la moral médica está, en su último fundamento, basada en el ser, en la razón y en Dios: el derecho médico depende, además, de los hombres.

Nos hemos puesto de relieve tres puntos en el amplio programa de vuestro Congreso y Nos hemos dicho una palabra sobre la guerra y sobre la paz, sobre la experimentación en el hombre, sobre los esfuerzos para constituir una moral médica mundial y un derecho médico mundial.

Así queríamos Nos estimular y orientar vuestro juicio personal y contribuir, por Nuestra parte, a los progresos fructuosos y a la profundización de vuestro trabajo.


* AAS 46 (1954) 587-598.

ORe (Buenos Aires), año III, n°154, p.1-4.

 

[1] Disc. e Rad., vol. 14, págs.319-330.

[2] 19 oct. 1953, ibid., vol. 15, págs. 417-428.

[3] Ibid. 15, 373-375.

[4] Ibid. 15, 337-353.

** [Guerra A.B.C. = atómica, bacteriológica, química (chimica)].

[5] Figura en primer lugar el crimen de una guerra moderna, no exigida por la necesidad incondicionada de defenderse, y que lleva consigo —podemos decirlo Nos sin titubear— ruinas, sufrimientos y horrores inimaginables. La comunidad de los pueblos debe contar con los criminales sin conciencia que, para realizar sus ambiciosos planes, no temen desatar la guerra total. Por ello, si los otros pueblos desean proteger su existencia y sus bienes más preciosos, y, si no quieren dejar franco el paso a los malhechores internacionales, no les queda sino prepararse para el día en que deberán defenderse. Este derecho de mantenerse a la defensiva, no se puede negarlo, aun hoy, a Estado alguno. Por lo demás, esto no cambia absolutamente nada el hecho de que la guerra injusta debe colocarse en el primer rango de los delitos más graves, que el derecho penal internacional condena, que sanciona con las penas máximas, y cuyos autores quedan en todo caso como culpables y obligados al castigo previsto. (Alloc. aux particip. du VIe. Congres Intern. de droit penal, 3 oct. 1953; Disc. e Rad., vol.6, págs. 340-341).

[6] Este punto es decisivo para la posición del médico frente a la guerra en general, y a la guerra moderna en particular. El médico es adversario de la guerra y promotor de la paz. Tanto como está dispuesto a curar las heridas de la guerra, cuando éstas existen ya, otro tanto debe emplearse él, en la medida de lo posible, en evitarlas. La buena voluntad recíproca permite siempre evitar la guerra como último medio de regular las diferencias entre los Estados. Hace pocos días, Nos hemos todavía expresado el deseo de que se castigue en el plano internacional toda guerra que no se halle exigida por la necesidad absoluta de defenderse contra una injusticia muy grave referente a la comunidad, cuando no se la puede impedir por otros medios y, sin embargo, es preciso hacerla, so pena de dejar libre el campo en las relaciones internacionales a la violencia brutal y a la falta de conciencia. No basta, pues, tener que defenderse contra no importa qué injusticia para utilizar el método violento de la guerra. Cuando los daños producidos por ésta no son comparables a los de la "injusticia tolerada", se puede tener la obligación de "soportar la injusticia". Lo que acabamos de desarrollar vale, en principio, para la guerra A.B.C., atómica, biológica y química. La cuestión de saber si ella puede llegar a ser simplemente necesaria para defenderse contra una guerra A.B.C., que Nos baste el haberla planteado aquí. La respuesta se deducirá de los mismos principios, que son decisivos hoy para permitir la guerra en general. En todo caso, otra cuestión se plantea desde el primer momento: ¿no es posible por acuerdos internacionales el proscribir y apartar eficazmente la guerra A.B.C.? Después de los horrores de los dos conflictos mundiales, no tenemos Nos necesidad de recordar que toda apoteosis de la guerra se debe condenar como una aberración del espíritu y del corazón. Ciertamente, la fuerza del alma y el heroísmo hasta la entrega de la vida, cuando el deber lo exige, son grandes virtudes; pero querer provocar la guerra porque ella sea la escuela de las grandes virtudes y una ocasión para practicarlas, debería calificarse como crimen y como locura. Lo que Nos hemos dicho muestra la dirección, en la cual se encontrará la respuesta a esta otra cuestión: ¿puede el médico poner su ciencia y su actividad al servicio de la guerra A.B.C.? La "injusticia", jamás puede él sostenerla, ni siquiera en servicio de su propio país; y cuando este tipo de guerra constituye una injusticia, el médico no puede colaborar a ella. (Alloc. aux membres du XVIe. Congres Intern. de medecine militaire; Disc. e Rad., vol. 15, págs. 321-322)

[7] No obstante, por tercera vez vuelve la cuestión: ¿el "interés médico de la comunidad" no está, en su contenido y en su extensión, limitado por ninguna barrera moral? ¿Da él "plenos poderes" para cualquier experiencia médica seria en el hombre viviente? ¿Suprime él las barreras que todavía valen para el interés de la ciencia o del individuo? O bajo otra fórmula: ¿la autoridad pública —a la que precisamente incumbe el cuidado del bien común— puede dar al médico el poder de intentar ensayos en el individuo por el interés mismo de la ciencia y de la comunidad a fin de inventar y experimentar métodos y procedimientos nuevos, cuando estos ensayos sobrepasan el derecho del individuo a disponer de sí mismo; puede realmente la autoridad pública, por interés de la comunidad, limitar o suprimir hasta el derecho del individuo sobre su cuerpo y su vida, su integridad corporal y psicológica? Para prevenir una objeción: siempre se supone que se trata de investigaciones serias, de esfuerzos honestos para promover la medicina teórica y práctica; pero no de cualquier maniobra que sirva de pretexto científico para encubrir otros fines y realizarlos impunemente. En lo que se refiere a las cuestiones planteadas, muchos han estimado, y aun lo estiman hoy, que es preciso responderlas afirmativamente. Para defender su tesis invocan ellos el hecho de que el individuo está subordinado a la comunidad, y que el bien del individuo debe dejar paso al bien común y serle sacrificado. Añaden que el sacrificio de un individuo a los fines de la investigación y de la exploración científica aprovecha finalmente al individuo mismo. Los grandes procesos de la posguerra han descubierto una cantidad tremenda de documentos que comprueban el sacrificio del individuo "al interés médico de la comunidad". En los documentos se encuentran testimonios e informes que muestran cómo, con el asentimiento y a veces hasta por una orden formal de la autoridad pública, ciertos centros de investigación exigían sistemáticamente que se les suministraran hombres de los campos de concentración para sus experiencias médicas, y cómo los entregaban a tales centros: tantos hombres, tantas mujeres, tantos para tal experiencia, tantos para tal otra. Hay informes sobre el desarrollo y el resultado de las experiencias, sobre los síntomas objetivos y subjetivos observados en los interesados durante las diferentes fases de la experimentación. No pueden leerse esas notas sin sentirse embargado por una profunda compasión hacia aquellas víctimas, muchas de las cuales fueron a la muerte, y sin asustarse ante semejante aberración del espíritu y del corazón humano. Pero Nos podemos también añadir: los responsables de estos hechos atroces no han hecho sino responder afirmativamente a las cuestiones que Nos hemos planteado, y sacar las consecuencias prácticas de esta afirmación. ¿El interés del individuo hállase, en este punto, subordinado al interés médico común, o se violan aquí, tal vez de buena fe, las exigencias más elementales del derecho natural, violación que ninguna investigación médica puede permitirse? Necesario sería cerrar los ojos a la realidad para creer que, en la hora actual, ya no se encuentra nadie en el mundo de la medicina para mantener y defender las ideas que están en el origen de los hechos que Nos hemos citado. Basta seguir durante algún tiempo los informes sobre los ensayos y las experiencias médicas, para convencerse de lo contrario. Involuntariamente se pregunta qué es lo que ha autorizado a tal médico para atreverse a tal intervención, y lo que podría alguna vez autorizarla. Con una objetividad tranquila, la experiencia está descrita en su desarrollo y en sus efectos; se anota lo que se verifica y lo que no se verifica. Sobre la cuestión de la licitud moral, ni una palabra. Y, sin embargo, existe esta cuestión; y no se la puede suprimir pasándola en silencio. En el caso de que, en los hechos mencionados, la justificación moral de la intervención se deduzca del mandato de la autoridad pública, y consiguientemente de la subordinación del individuo a la comunidad, del bien individual al bien social, descansa ella en una explicación errónea de este principio. Preciso es observar que el hombre en su ser personal no está ordenado, en fin de cuentas, para la utilidad de la sociedad; antes al contrario, la comunidad lo está para el hombre. La comunidad es el gran medio querido por la naturaleza y por Dios para regular los cambios en que se completan las necesidades recíprocas, para ayudar a cada uno a desarrollar por completo su personalidad según sus aptitudes individuales y sociales. La comunidad, considerada como un todo, no es una unidad física que subsiste en sí, y sus miembros individuales no son partes integrantes suyas. El organismo físico de los seres vivos, de las plantas, de los animales o del hombre posee, como tal todo, una unidad que subsiste en sí; cada uno de los miembros, por ejemplo, la mano, el pie, el corazón, el ojo es una parte integrante, destinada por todo su ser a insertarse en el conjunto del organismo. Fuera del organismo no tiene, por su propia naturaleza, ningún sentido, ninguna finalidad; está enteramente absorbido por el conjunto del organismo, al cual se halla unido. De otro modo sucede en la comunidad moral y en cada organismo de carácter puramente moral. Aquí el todo no tiene unidad que subsista en sí, sino una simple unidad de finalidad y de acción. En la comunidad, los individuos no son sino colaboradores e instrumentos para la realización de la finalidad comunitaria. ¿Qué se deduce para el organismo físico? El dueño y el usufructuario de este organismo, que posee una unidad subsistente, puede disponer directa e inmediatamente de las partes integrantes, de los miembros y órganos, en el cuadro de su finalidad natural; puede igualmente intervenir, con tanta frecuencia y en la medida en que lo exija el bien del conjunto, para paralizar, destruir, mutilar, separar sus miembros. Pero, por lo contrario, cuando el todo no posee sino una unidad de finalidad y de acción, su cabeza, es decir, en el caso presente, la autoridad pública, posee sin duda una autoridad directa y el derecho de plantear exigencias a la actividad de las partes, pero en ningún caso puede disponer directamente de su ser físico. Y así todo ataque directo a su esencia constituye un abuso de competencia por parte de la autoridad. (Alloc. au Premier Congres Intern. d'Histopathologie du Systeme Nerveux, 14 sept. 1952; Disc. e Rad., vol.14, págs. 325-328).

[8] ... el médico justificaba sus decisiones por el interés de la ciencia, el del paciente y el del bien común. Del interés de la ciencia ya se ha hablado. En cuanto al del paciente, el médico no tiene otro derecho para intervenir sino el concedido por el enfermo. El paciente, por su parte, el individuo mismo, no tiene derecho a disponer de su existencia, de la integridad de su organismo, de los órganos particulares y de su capacidad de funcionamiento sino en la medida exigida por el bien de todo el organismo. Esto da la clave de la respuesta a la cuestión de que os habéis ocupado: ¿Puede el médico aplicar un remedio peligroso, emprender intervenciones probable o ciertamente mortales, tan sólo porque el paciente lo quiera o consienta en ello? Asimismo, a la cuestión en sí comprensible para el médico que trabaje precisamente detrás del frente o en el hospital militar: ¿en el caso de sufrimientos insoportables o incurables y de heridas horribles, puede administrar, por petición expresa del enfermo, inyecciones que equivalen a una eutanasia? En relación con el interés de la comunidad, la autoridad pública no tiene, en general, derecho alguno directo a disponer de la existencia y de la integridad de los órganos de sus súbditos inocentes. —La cuestión de las penas corporales y de la pena de muerte, Nos no la examinamos aquí, porque Nos hablamos del médico, no del verdugo—. Y como el Estado no posee este derecho directo de disposición, tampoco puede comunicarlo al médico por ninguna razón ni finalidad. La comunidad política no es un ser físico como el organismo corporal, sino un todo que no posee sino una unidad de finalidad y de acción; no existe el hombre para el Estado, sino el Estado para el hombre. Cuando se trata de seres sin razón, plantas o animales, el hombre es libre para disponer de su existencia y de su vida (lo cual no suprime la obligación que tiene, ante Dios y su propia dignidad, de evitar las brutalidades y las crueldades injustificadas), pero no de la de otros hombres o subordinados. El médico de guerra saca de ahí una orientación segura que, sin quitarle la responsabilidad de su decisión, es susceptible de defenderle contra errores de juicio, ofreciéndole una clara norma objetiva. (Alloc. aux membres du XVIe. Congres Intern. de medecine militaire;Disc. e Rad. , vol.15, págs.420-421).

[9] El control último y el más elevado es el Creador mismo: Dios. Nos no haríamos justicia a los principios fundamentales de vuestro programa y a las consecuencias de ahí derivadas, si Nos quisiéramos caracterizarlos tan sólo como exigencias de la humanidad, como finalidades humanitarias. También lo son; pero son esencialmente mucho más aún. La última fuente, de donde derivan su fuerza y su dignidad, es el Creador de la naturaleza humana. Si se tratase de principios elaborados tan sólo por la voluntad del hombre, entonces su obligación no tendría sino la fuerza de los hombres; podrían aplicarse hoy, y ser sobrepasados mañana un país podría aceptarlos, otro rechazarlos. Pero sucede muy de otro modo, si interviene la autoridad del Creador. Y los principios fundamentales de la moral médica son parte de la ley divina. He aquí el motivo que autoriza al médico a poner una confianza incondicionada en estos fundamentos de la moral médica (Ibid., Disc. e Rad., vol. 15, págs. 422-423).



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