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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
TRANSMITIDOS POR LA RADIO EN ESPAÑA
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Sábado 22 de enero de 1956

 

Amadísimos hijos, —españoles de toda condición y especialmente gente del campo— que, gracias a una iniciativa providencial, acabáis de hacer los Santos Ejercicios, para mejor participar en el IV Centenario de su gran autor, S. Ignacio de Loyola.

No es, ciertamente, la primera vez que Nos decimos unas palabras, como final de una tanda de Ejercicios. Pero aún así es evidente que casos como el actual pocas veces se Nos habrán ofrecido, es decir toda una nación, casi por entero, que de rodillas, purificadas las almas, bien recientes en el corazón los más altos afectos, firmes en la voluntad los recentísimos propósitos, e iluminados los ojos por una especie de fe renovada. Nos pide una Bendición, que sea luz y sea fuerza en el camino mejor que todos desean emprender.

Sí, hijos queridísimos, Nos, alabando lo primero de todo vuestra filial correspondencia a los deseos por Nos mismo expresados en la Carta con que Nos complacimos abrir este Año Centenario (31 de Julio de 1955), os bendecimos con toda la efusión de Nuestro afecto paternal, tanto más profundo y sentido, cuanto más singular Nos parece el caso vuestro.

En efecto, pocas aplicaciones más inteligentes de un órgano de difusión tan poderoso como la radio podrían hacerse. Los Ejercicios Espirituales, este gran medio de purificación, renovación y santificación, por las mismas condiciones que ellos requieren (vid. Ann. Ejerc. Esp. n. 1-20 podrían parecer casi inasequibles, sobre todo para vosotros, los buenos y sufridos labradores a quienes especialmente se han dirigido en el caso presente. ¿Cómo abandonar vuestras labranzas tanto tiempo; cómo desplazaros a las localidades donde suelen darse; cómo procurar sino tantos directores cuantos requeriría el llegar por lo menos a vuestros pueblos mayores, a vuestras villas más céntricas? Y he aquí que las ondas, para las que nada hay impenetrable, lo resuelven todo; y vosotros, terminada vuestra fatiga, arrinconados los aperos y encerrados los ganados, en la Iglesia o donde haya podido ser, os habéis reunido para escuchar la palabra que os recordaba las verdades eternas, que os proponía el ejemplo de Jesucristo Nuestro Señor, que os incitaba a ser cada vez mejores, acomodando vuestra vida a lo que Dios quiere de cada uno.

Y bien seguros estamos de que lo habréis hecho, porque conocemos y admiramos las recias virtudes de aquellos, que en contacto directo con la tierra, bajo las inclemencias del hielo y del sol, en la austeridad necesaria de quien sabe bien lo que vale un trozo de pan por haberlo sudado antes, conservan ordinariamente mejor ciertas cualidades que les permiten penetrar más profundamente en las verdades de los Ejercicios, sacar con más rigor sus consecuencias últimas y aplicarlas con vigor mayor en la propia vida. ¿No es verdad, hijos amadísimos, que habéis entendido perfectamente aquella fundamental dependencia que hay entre Dios por una parte y por la otra «el hombre... y las otras cosas sobre la haz de la tierra » (ibíd., n. 23), núcleo esencial del «Principio y Fundamento»; vosotros que sabéis lo que es vivir colgados del cielo, con los ojos puestos en las futuras cosechas? ¿No es cierto que habéis deseado aquella limpieza de alma, fruto de la primera semana (ibíd., n. 63), vosotros que estáis acostumbrados a leer en la limpieza de los horizontes el buen tempero para vuestras besanas? ¿Quién mejor que vuestros espíritus, nobles y rectos, para entender aquel «Llamamiento del Rey temporal » (ibíd., 11. 91), que estimula vuestra lealtad y vuestra hidalguía para lanzaros a las más altas conquistas del espíritu? ¿Quién más sensible que vuestros corazones para experimentar aquel «dolor con Cristo doloroso» (ibíd., n, 203). que os ha de animar a sufrir la mortificación que la vida cristiana necesariamente exige? ¿Quién mejor preparado para ingenuamente «alegrarse y gozar... de tanta gloria y gozo» (ibíd., n, 221), en la seguridad de que también un día ella ha de ser el premio de vuestros trabajos? Y por fin, si hay ojos capaces de ver tanto bien como el amor infinito de Dios ha derramado por toda la creación (ibíd., n. 235), estando El presente en ellos, reflejándose en ellos, esos serán los ojos de aquéllos que, lejos de ciertas humos y de ciertas nieblas, en la paz infinita de la montaña, en la majestad de los campos sin fin, lo mismo en los alegres amaneceres que en los melancólicos ocasos, sienten a su Dios tan presente y tan cercano que caen de hinojos para saludarle, mientras que la brisa mansa les trae desde la humilde espadaña de la aldea los toques suaves del Avemaría.

¡Enhorabuena, hijos amadísimos! El mejor fruto de los Ejercicios ha de ser siempre la reforma de vida; la mejor reforma de la vida consistirá siempre en aquel apartarse del mal y practicar el bien (cf Sal 36, 27), a que continuamente invita el Espíritu Santo; el mayor bien que vosotros podéis hacer tendrá como base la estricta observancia de vuestros más elementales deberes religiosos y morales, e irá avanzando siempre hacia aquella suprema meta, que consiste en «buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de (nuestra) vida» (ibíd., n.1)

Con gran satisfacción hemos venido a saber que en estos Ejercicios estaban interesadas nada menos que 18.000 parroquias rurales, a lo largo y a lo ancho de todo el territorio nacional; sabemos igualmente que todos los carísimos ejercitantes Nos están en estos momentos escuchando y esperando Nuestra Bendición.

A todos, pues, lo mismo a los que Nos oyen en algún risueño valle remoto de la vertiente pirenaica, que a los que Nos escuchan en las planicies interminables de la meseta, que a los que Nos siguen desde el rico litoral mediterráneo, desde las verdes huertas levantinas o desde las ubérrimas vegas andaluzas o extremeñas, a todos Nuestra Bendición más efusiva, que deseamos hacer extensiva a cuantos se han afanado en la preparación y realización de organización tan compleja, a las emisoras que tan generosa y amablemente han prestado su indispensable colaboración y a toda esa amadísima España que confiadamente colocamos una vez más bajo el poderoso patrocinio de su gran hijo, Ignacio de Loyola, para que con su corazón ardiente la encienda él en aquel fuego divino, en el que tanto deseó ver consumarse toda la tierra.


* Discorsi e Radiomessaggi, vol. XVII, págs. 493-495.



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