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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL II CONGRESO EUCARÍSTICO BOLIVARIANO
*

Domingo 16 de diciembre de 1956

 

Venerables Hermanos y amados hijos que, en la espléndida Caracas, clausuráis vuestro segundo Congreso Eucarístico Bolivariano:

¡Qué consuelo, tan profundo y tan sobrenatural, el que en estos momentos experimentamos al poder acceder a vuestros filiales deseos, poniéndonos en comunicación con esa magnífica Asamblea y gozando del espectáculo que ofrecéis, parecido a un rayo de sol que, en medio del cielo más plúmbeo y más amenazador, rasga inesperadamente las nubes y deja caer sobre la tierra, silenciosa y amedrentada, una lluvia de paz, de suave fraternidad y de inefable contento, hasta hacer subir a los labios la palabra del Salmo : «Ecce quam bonum et quam iucundum, habitare fratres in unum» Ved cuán bueno y deleitoso es habitar en uno los hermanos! (Sal 132, 1)

Pero no vayáis por eso a imaginar, hijos amadísimos, que consideramos vuestra reunión como algo sorprendente por lo inesperado. Los dos Congresos Eucarísticos nacionales venezolanos de 1907 y 1925 y, sobre todo, el Primer Congreso Eucarístico Bolivariano, de 1949, aparecen, a la luz del actual momento, como una preparación providencial, y la recristianización de la familia por medio de la Eucaristía, que fue el tema estudiado en las inolvidables jornadas de Cali, como la introducción natural para pasar al problema, que habéis examinado estos días; porque del tronco familiar consolidado por la vida eucarística es de donde han de brotar luego esas ramas, esas flores y esos frutos que serán finalmente las vocaciones sacerdotales.

Es cierto que el Sacramento del altar es el medio principal para conocer a Jesucristo, compenetrarse con la grandeza de su misión y sentir el impulso de ofrecerse a continuarla por los caminos del sacerdocio; es verdad que la intensa vida de piedad, sostenida y alimentada sobre todo con el Pan de los cielos, deberá ser la que, como consecuencia natural, lleve al aumento de las vocaciones para el servicio del santuario; es indudable que ante el Cordero, que continuamente se sacrifica en el ara santa, las almas consagradas a una perpetua inmolación podrán obtener, con sus lágrimas y sus suspiros, las gracias necesarias para que por fin descienda el rocío sobre la tierra reseca y haga germinar la flor de la vocación. Pero, reduciéndose al orden práctico, todos estos dones divinos vendrán a las almas ordinariamente, para decirlo así, por los caminos de un hogar cristiano y puro, de una sana y religiosa educación familiar, de un espíritu sobrenatural presente siempre entre los muros domésticos, hasta el punto de que, no raramente, todos los esfuerzos de los mejores educadores se pueden ver malogrados, si falta esta cooperación familiar y, mucho más, si su influencia hubiera de dejarse notar más bien en sentido contrario. ¡Y qué grande error sería esto; qué falta de espíritu de fe denotaría! No es este el momento, hijos amadísimos, de cantar las excelencias del sacerdocio, especialmente ante quienes, como vosotros, saben bien lo que supone haber sido escogido de entre los hombres e instituido, en favor suyo, para las cosas que se refieren a Dios, presentando ofertas y sacrificios por los pecados (cf. He 5, 1). Pero, al clausurar un Congreso Eucarístico y con los ojos puestos en esa Hostia Santa, permítasenos por lo menos recordar la intrínseca unión que existe entre Sacerdocio y Eucaristía, puesto que «ad sacerdotem pertinet dispensatio Corporis Christi», toca al sacerdote distribuir el Cuerpo del Señor[1], y si en la Iglesia todas las sagradas órdenes están encaminadas principalmente al Sacramento de la Eucaristía[2], mucho más lo estará el sacerdocio, cuyo oficio principal consiste en consagrar el Pan de los ángeles, custodiarlo amorosamente y distribuirlo, como nuevo Moisés, a un pueblo que tiene necesidad de este maná venido del cielo, para no morir de hambre en el desierto.

Recorred vuestras ciudades, las grandes y las pequeñas; salid a los campos por las pistas modernas o por los viejos senderos; subid a las montañas más altas, bajad a las playas más remotas, perdeos en los valles más sombríos, ¿no es verdad que en todas partes os parece hallar una ventana abierta al cielo, un rinconcito para descansar en paz, una fuente para refrigeraros al descubrir la torre enhiesta o la humilde espadaña que os anuncian la presencia, de un sagrario? Que no lleguen a faltar nunca en medio de vosotros y, para ello, que no escaseen las manos consagradas, que lo han de cuidar, que lo han de abrir y cerrar, que han de administrar en puro provecho vuestro este tesoro divino, en cuya comparación nada valen todas las demás riquezas y maravillas de la tierra.

No es una voz de alarma, porque Nuestra confianza en la divina misericordia va mucho más allá de todas la previsiones humanas; no es un grito de angustia, porque Nuestra esperanza descansa en motivos más sólidos que todos los puramente naturales; es una palabra de Padre, ansioso siempre por el bien de sus hijos, de Padre que mira al porvenir, que precisamente de estos mismos hijos espera tanto para provecho de ellos y de toda la gran familia católica; es, y quiere ser, en estas solemnes circunstancias, una oración ferventísima: Llama, oh Señor, al sacerdocio, desde esa Eucaristía, a muchos hijos de esos pueblos amadísimos, para que, en medio de ellos, sean misioneros de tu palabra, de tu perdón y de tu Cuerpo Sacramentado, y así no les llegue nunca a faltar ese sagrario, donde Tú velas de día y de noche, para hacerles felices primero en esta vida y luego en la eternidad[3].

Ha correspondido esta vez a la insigne Caracas el honor singular de procurar un marco digno a tan grandes solemnidades. Reposando en su altura con aires de vieja y antañona nobleza, gozando de su perpetua primavera, la que un día fue «corazón de la América naciente», podría impresionar hoy por su vertiginoso progreso hasta el punto de hacer casi olvidar sus glorias pretéritas. Pero Nos no olvidamos que el viejo «Santiago de León de Caracas», la «Ciudad Mariana», se merecía no menos este honor como ciudad eucarística, donde existe la «Adoración perpetua del Santísimo Sacramento» desde el año 1882 y precisamente en esa Santa Capilla, edificada sobre la primera ermita, que un día erigió Diego de Losada. ¡Como si la pequeña semilla, al caer en tierra fértil, hubiera producido hoy el ciento por uno en esta maravillosa primavera !

Con vosotros están vuestros hermanos venezolanos: los de las montañas del norte de cimas nevadas, arboledas tupidas y pastos abundantes; los que en las bajas regiones del litoral gozan de los beneficios que el mar les ofrece; los de la tierra llana, que divide, domina y fecunda el potente Orinoco; los que saben los secretos de los bosques misteriosos de la Guayana y conocen la voz de sus cascadas y de sus torrenteras, hijos todos de un país de recursos inagotables, de juventud pujante y de un gran porvenir, que dependerá no poco de la parte que en su organización política, intelectual, económica y social se conceda a los eternos principios de la verdad cristiana, siempre presentes en todos los momentos de vuestra historia.

Y con Nuestros amadísimos hijos venezolanos, los de Colombia y Perú, los de Bolivia, Ecuador y Panamá, en ejemplar hermandad de naciones que tienen un vínculo común; y con vosotras, las naciones bolivarianas, los representantes de otras muchas europeas y americanas, de la vieja Madre Patria, unidos todos ante un altar como si quisierais proclamar que solamente ahí es posible una auténtica fraternidad, madre de la tranquilidad y de la paz ; mientras que cuanto más lejos de ahí las almas se apartan, más reviven en ellas las incomprensiones y las enemistades, los celos y las soberbias, los odios y las codicias, cuyo efecto natural tienen que ser esas dolorosas catástrofes que hemos lamentado, que ahora mismo vemos con dolor y que, mirando al futuro, continuamente tememos.

¡Alzad los ojos, hijos amadísimos! ¿No es verdad que ese altar que veis os hace la impresión del techo de una casa grandiosa, por todas partes abierta, como si quisiera invitar a todos los pueblos para que viniesen a morar a la sombra de la Cruz, en esa paz, en esa felicidad, que se respira ahí, de rodillas ante el Dios humanado escondido bajo las especies sacramentales? Pedídselo vosotros así, por intercesión especialísima de vuestra Madre, la Virgen de Coromoto, a cuyas poderosas plegarias queremos confiar todas vuestras intenciones, y muy en particular la que ha formado el centro de este Congreso : «Mitte, quaesumus, (Domine), operarios in messem tuam» ¡Señor, manda obreros a tu viña!

Con estos deseos y estos afectos os bendecimos a todos los ahí presentes : a ti, amadísimo Hijo, Legado Nuestro, que con tanta dignidad Nos has representado; a todos Nuestros Hermanos en el Episcopado con su clero; a los religiosos y religiosas; a las autoridades civiles y militares, especialmente a las que han contribuido a la organización y buen éxito del Congreso; a todos los que se han sacrificado en la preparación de tan importante Asamblea; a cuantos han tomado parte en las reuniones de la Unión Católica Internacional de servicio social y en las Jornadas preparatorias del Segundo Congreso Mundial de Apostolado Seglar; a las personalidades de diversas naciones que, con su presencia, han cooperado al esplendor de todos los actos; a todos los fieles y a quienes escuchen Nuestra voz, que quiere ser siempre portadora de paz.


* AAS 49 (1957) 68-72.

[1] Cf. S. Th., 3 p. q. 82, a. 3 in c.

[2] S. Th. Suppl. q. 37, a. 2 ad 3um.

[3] Cf. Oración del Congreso.

   



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