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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE EL FUNERAL POR EL CARDENAL GIUSEPPE CAPRIO


Basílica de San Pedro
Martes 18 de octubre de 2005

 

"No se turbe vuestro corazón... Voy a prepararos un lugar" (Jn 14, 1-2). Las palabras del Señor Jesús nos iluminan y nos confortan, queridos y venerados hermanos, en esta hora de oración triste, en que estamos reunidos en torno a los restos mortales del querido cardenal Giuseppe Caprio, al que damos nuestra despedida. Nos dejó el sábado pasado, al final de una larga peregrinación terrena, que lo condujo desde un pequeño pueblo de Hirpinia a varias partes del mundo, y especialmente aquí a Roma, al servicio de la Santa Sede, por la que gastó su vida. En su testamento encontramos la serena confianza a la que Cristo invita a sus discípulos. Precisamente al inicio, escribió:  "Doy gracias a la santísima Trinidad por haberme creado, redimido y hecho nacer en una familia pobre en medios materiales, pero rica en virtudes cristianas que, desde los primeros años de mi niñez, me enseñó a amar a Dios y a obedecer su santa ley".

"Doy gracias a la santísima Trinidad...". ¿No son estas palabras como la síntesis de la vida de un cristiano? Al final de la jornada terrena, el alma se recoge en una actitud de íntima y conmovida gratitud, reconociendo todo como don y preparándose para el abrazo definitivo con Dios Amor. Es el mismo sentimiento de íntima confianza en el Señor del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Sirácida:  "Los que teméis al Señor, aguardad su misericordia, (...) confiad en él, (...) esperad sus beneficios, la felicidad eterna y la misericordia" (Si 2, 7-9). El temor del Señor es el principio y la plenitud de la sabiduría (cf. Si 1, 12. 14). De aquí brota la paz (cf. Si 1, 16), sinónimo, a su vez, de la felicidad completa y eterna, que es fruto de la misericordia divina. Quien vive en el santo temor del Señor encuentra la verdadera paz y, como dice también el Sirácida, "en el día de su muerte será bendecido" (Si 1, 13). Que Dios, en su misericordia, perdone cualquier posible culpa del amado cardenal Caprio y lo acoja en su reino de luz y de paz, puesto que este hermano nuestro trató de servir fielmente a la santa Iglesia.

"Hijo, si te llegas a servir al Señor, (...) adhiérete a él, no te separes, para que seas exaltado en tus postrimerías" (Si 2, 1. 3). El joven Giuseppe Caprio, procedente de Lapio, se presentó en el seminario de Benevento para servir al Señor. Allí inició los estudios, que continuó en Roma, en la Universidad Gregoriana, consiguiendo la licenciatura en teología y el doctorado en derecho canónico, y en 1938 fue ordenado sacerdote. Leemos en su testamento:  "Doy gracias (a Dios) con el corazón lleno de confusión y gratitud, por haberme llamado al sacerdocio". También nosotros, en la oración, nos unimos en este momento a su acción de gracias, mientras nos preparamos para ofrecer por su alma el sacrificio eucarístico, centro y forma de la vida sacerdotal. Especialmente en estos días, durante los cuales toda la Iglesia está concentrada en el misterio eucarístico, me complace pensar que precisamente allí, en el altar, la vida y el ministerio del cardenal Caprio encontraron su punto de profunda unidad, en los diversos traslados que debió realizar por el servicio diplomático a la Santa Sede. De Roma a Nanquín, Bruselas, Saigón, Taipei, Nueva Delhi y, por último, nuevamente Roma. Ciertamente, la presencia de Cristo resucitado fue su consuelo en los momentos más difíciles, de forma especial durante el período de incomunicación en la nunciatura de Nanquín, en 1951, y la sucesiva expulsión de China. En su testamento anotó:  "Elevo mi pensamiento agradecido y devoto al Sumo Pontífice, que me ha concedido el insigne honor de representarlo en muchos países, y a quien siempre he servido con fidelidad y amor filial". De la Eucaristía sacaba el cardenal Caprio la fuerza espiritual para aceptar cada día la misión que le encomendaban sus superiores y cumplirla con amor hasta el fin.

"Pax in virtute":  el querido cardenal Caprio eligió este lema cuando, en 1961, el beato Papa Juan XXIII lo nombró arzobispo. Después de participar en el concilio Vaticano II, pasó aún un breve período como pro-nuncio en la India; y luego volvió a Roma, al servicio directo de la Sede apostólica en importantes cargos, entre los cuales el de sustituto de la Secretaría de Estado y presidente de la Administración del patrimonio. Era notable su visión de conjunto de los problemas de la Iglesia y su preocupación constante por considerar los aspectos administrativos en su relación con los intereses superiores, con plena adhesión al espíritu del Concilio.

"Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron" (1 Co 15, 20). La luz de Jesús resucitado ilumina las tinieblas de la muerte, "último enemigo" (1 Co 15, 26), al que debemos pagar la deuda contraída con el pecado original, pero que ya no tiene poder sobre los creyentes, puesto que el Señor la derrotó de una vez para siempre. En Cristo, todos recibirán la vida; cada uno en su rango:  primero Cristo, como primicia; luego, los de Cristo en su venida (cf. 1 Co 15, 22-23). La liturgia aplica este pasaje paulino a la Virgen María en la solemnidad de su Asunción al cielo. Me complace testimoniar aquí la devoción mariana del cardenal Giuseppe Caprio, tal como resalta en su testamento:  "Encomiendo —escribe— mi alma a la Virgen santísima de Pompeya, para que, presentándola a su Hijo Jesucristo, me obtenga perdón y misericordia". Hagamos nuestra su oración en este momento de dolor y viva esperanza.

Con afecto y gratitud acompañemos a este hermano nuestro en su último viaje hacia el verdadero Oriente, es decir, hacia Cristo, sol sin ocaso, con plena confianza en que Dios lo acoja con los brazos abiertos, reservándole el lugar preparado para sus amigos, fieles servidores del Evangelio y de la Iglesia.

 



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