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MISA DE FUNERAL EN SUFRAGIO
DEL CARDENAL ALFONS MARIA STICKLER

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Viernes 14 de diciembre de 2007

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas: 

Reunidos en oración en torno a los restos mortales del querido cardenal Alfons Maria Stickler, le damos la última despedida. Compartió con nosotros muchos años de trabajo en la viña del Señor. Ahora Dios lo ha llamado a sí después de una larga jornada terrena, para acogerlo entre sus brazos paternos y misericordiosos.

Uniéndonos con afecto a sus familiares, a la congregación salesiana, en la que emitió la primera profesión el 15 de agosto de 1928, y a todos los que lo conocieron y apreciaron, dirigimos con confianza la mirada hacia el cielo, de donde viene la única luz que puede iluminar el misterio de la vida y de la muerte.

El tiempo litúrgico de Adviento, a la vez que nos prepara para revivir el don del Nacimiento del Redentor, nos estimula también a proyectarnos con confianza hacia su venida última y definitiva. Para este hermano nuestro ya se ha cumplido la "feliz esperanza" que, como repetimos cada día en la celebración eucarística, esperamos vivir en nuestra peregrinación terrena "libres de pecado y protegidos de toda perturbación".

El Apóstol de los gentiles nos acaba de recordar que si morimos con Cristo "también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará" (2 Tm 2, 11-12). Todo el proyecto de vida del cristiano no puede menos de centrarse en Cristo:  todo con él, por él y en él, para gloria de Dios Padre.

Esta verdad fundamental fue la que orientó la existencia de este hermano nuestro. Había escogido como lema episcopal:  "Omnia et in omnibus Christus"; y en el ocaso de su vida explicaba que esas palabras lo guiaron en todas sus opciones y decisiones. "En la base de mi actividad —escribió hace algunos años— siempre ha estado el ideal de la fe y de la vida cristiana, que se centra en Cristo redentor y fundador de la Iglesia. Todos mis esfuerzos y mis estudios han servido sobre todo para profundizar el saber religioso con plena fidelidad al Papa". Y añadía:  "Como salesiano, sigo los tres ideales transmitidos por don Bosco:  el amor a la Eucaristía, la devoción a la Virgen y la fidelidad al Santo Padre".

Sabía bien que amar a Cristo es amar a su Iglesia, siempre santa, como anota en su testamento espiritual, "a pesar de la debilidad, a veces escandalosa, de nosotros sus representantes y miembros, en el pasado y en el presente". Conocía las contrariedades y los desafíos que afrontan los cristianos en nuestra época, y concluía que sólo un verdadero amor a Cristo puede infundirles valor y perseverancia para defender las verdades de la fe católica.

A este respecto, ¡cuántas veces el cardenal Alfons Maria Stickler habrá leído y meditado el pasaje evangélico que se ha proclamado también hoy en nuestra asamblea! El evangelista san Mateo, que nos acompañará a lo largo de todo este año litúrgico, a las ocho Bienaventuranzas que presenta al inicio del Sermón de la montaña añade la siguiente:  "Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa" y concluye:  "Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos" (Mt 5, 11-12).

Todos nosotros, queridos hermanos y hermanas, con el bautismo hemos sido llamados a seguir y servir a Jesús; sabemos que no podemos y no debemos esperar aplausos y reconocimientos en esta tierra. La verdadera recompensa del discípulo fiel está "en los cielos":  es Cristo mismo. No olvidemos nunca esta verdad. No cedamos nunca a la tentación de buscar éxitos y apoyos humanos, en vez de contar sólo y siempre con Aquel que vino al mundo para salvarnos y nos redimió en la cruz. Cualquiera que sea el servicio que Dios nos llama a desempeñar en su viña, debe estar siempre animado por una humilde adhesión a su voluntad.

Esta fue la orientación del querido cardenal Stickler, a pesar de las fragilidades y debilidades humanas, en todas las vicisitudes humanas, como se puede deducir de su testamento espiritual, en el que escribe:  "Toda mi vida ha sido un designio y una realización superior, a la que no he podido menos de adherirme, a menudo incluso sin pleno conocimiento de causa. Así, toda mi vida era y es obra de la divina Providencia".

Su existencia se consagró totalmente primero a la enseñanza y después al servicio de la Santa Sede. Alfons Maria nació en Neunkirchen, en Austria inferior, el 23 de agosto de 1910; ingresó muy joven en el noviciado de la congregación salesiana en Alemania. Terminados los estudios filosóficos y teológicos primero en Alemania, después en Austria, y sucesivamente en Turín y Roma, fue ordenado sacerdote hace setenta años, el 27 de marzo de 1937 en la archibasílica lateranense.

Después de concluir el curso académico en el Institutum utriusque iuris del Apolinar, comenzó a enseñar en la facultad de derecho canónico de la Universidad salesiana, en Turín y en Roma, a donde fue transferida. En esa universidad, desde 1953 hasta 1958, fue decano de la facultad de derecho canónico y luego rector magnífico (1958-1966) y director del recién fundado Institutum altioris latinitatis hasta 1968.

Para él fue una auténtica sorpresa el nombramiento, de parte del siervo de Dios Papa Pablo VI, en 1971, como prefecto de la Biblioteca apostólica vaticana, donde llevó a cabo una intensa actividad de estudioso, como lo atestiguan en concreto varios volúmenes y ensayos de historia del derecho canónico dirigidos por él. Formó parte de tres comisiones del concilio Vaticano II y fue consultor de Congregaciones romanas, así como miembro de la Comisión para el nuevo Código y del Comité pontificio de ciencias históricas, y también de muchas otras instituciones culturales internacionales.

El 8 de septiembre de 1983 fue llamado a ser pro-bibliotecario de la santa Iglesia romana, y el 1 de noviembre sucesivo, como anota en su testamento, tuvo "en edad avanzada la gran gracia de la plenitud del sacerdocio, que recibió de manos del mismo Santo Padre" Juan Pablo II, que al año siguiente le encomendó también el cargo de pro-archivero de la santa Iglesia romana, y el 25 de mayo de 1985 le confirió la dignidad cardenalicia.

Terminado su servicio activo a la Santa Sede, este amigo nuestro siguió realizando su acción cultural y pastoral, al mismo tiempo dedicándose aún más a la reflexión y a la oración. Cada día, como hacía desde su primer año de profesión religiosa, invocaba al Espíritu Santo con el himno Veni Sancte Spiritus; por eso, estaba convencido de que si había podido ser útil en algo a su congregación y a la Iglesia "se debe al Espíritu Santo". El miércoles pasado la muerte lo introdujo en el reino de la paz y de la luz eterna.

Nuestro deseo fraterno es que ya esté gozando de la merecida recompensa, contemplando el esplendor de la Verdad eterna. En la primera lectura, el profeta Daniel ha recordado que "los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas por toda la eternidad" (Dn 12, 3). Que así sea para este estimado hermano nuestro en el sacerdocio y en el episcopado.

Que lo acoja María santísima, de quien escribió:  "La Virgen será también en el momento de mi muerte la verdadera madre que da su amor y su misericordia incluso a los hijos menos fieles". Que lo acompañen san Juan Bosco y los santos y beatos salesianos.

Nosotros, con afecto y gratitud, nos unimos a la invocación con la que el cardenal Stickler concluye su testamento espiritual:  "Creo, espero, amo; perdona mi debilidad en la fe, en la esperanza y en la caridad, y llévame, Dios mío, al reino de tu amor. Amén".



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