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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL FRANCIS ARINZE
CON OCASIÓN DE LA JORNADA DE ESTUDIO ORGANIZADA
POR LA CONGREGACIÓN DEL CULTO DIVINO
Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

 

Al venerado hermano
Señor cardenal
FRANCIS ARINZE
Prefecto de la Congregación
para el culto divino
y la disciplina de los sacramentos

Me alegra enviarle mi cordial saludo a usted y a los participantes en la jornada de estudio organizada por ese dicasterio en el aniversario de la promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium. Después de reflexionar anteriormente sobre el Martirologio romano y sobre la música sacra, os disponéis ahora a profundizar el tema: "La misa dominical para la santificación del pueblo cristiano". Se trata de un tema de gran actualidad por sus implicaciones espirituales y pastorales.

El concilio Vaticano II enseña que "la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón "día del Señor" o domingo" (Sacrosanctum Concilium, 106). El domingo sigue siendo el fundamento germinal y, a la vez, el núcleo primordial del año litúrgico, que tiene su origen en la resurrección de Cristo, gracias a la cual han quedado impresos en el tiempo los rasgos de la eternidad. Por tanto, el domingo es, por decirlo así, un fragmento de tiempo impregnado de eternidad, porque en su alba el Crucificado resucitado entró victorioso en la vida eterna.

Con el acontecimiento de la Resurrección, la creación y la redención llegan a su plenitud. En el "primer día después del sábado", las mujeres y luego los discípulos, al encontrarse con el Resucitado, comprendieron que aquel era "el día que hizo el Señor" (Sal 117, 24), "su" día, el dies Domini. En efecto, así lo canta la liturgia: "Oh día primero y último, día radiante y espléndido del triunfo de Cristo".

Desde los orígenes, este ha sido un elemento estable en la percepción del misterio del domingo. "El Verbo —afirma Orígenes— trasladó la fiesta del sábado al día en el que surgió la luz y nos dio como imagen del verdadero descanso el día de la salvación, el domingo, primer día de la luz, en el que el Salvador del mundo, después de haber realizado todas sus obras en medio de los hombres, habiendo vencido la muerte, cruzó las puertas del cielo superando la creación de los seis días y recibiendo el sábado bienaventurado y el descanso beatífico" (Comentario al Salmo 91). San Ignacio de Antioquía, animado por esta certeza, llega a afirmar: "Ya no vivimos según el sábado, sino que pertenecemos al domingo" (Ad Magn. 9, 11).

Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: "Sine dominico non possumus", es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.

¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el pueblo de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para comprender cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano II, después de indicar el origen del domingo, prosigue así: "En este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (Sacrosanctum Concilium, 106).

El domingo no fue elegido por la comunidad cristiana, sino por los Apóstoles, más aún, por Cristo mismo, que en aquel día, "el primer día de la semana", resucitó y se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2), apareciéndose de nuevo "ocho días después" (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Por tanto, a la vez que aliento a profundizar cada vez más en la importancia del "día del Señor", deseo destacar la centralidad de la Eucaristía como pilar fundamental del domingo y de toda la vida eclesial. En efecto, en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas.

Desde esta perspectiva, expreso el deseo de que la jornada de estudio organizada por ese dicasterio sobre un tema de tan gran actualidad contribuya a la recuperación del sentido cristiano del domingo en el ámbito de la pastoral y en la vida de todo creyente. Ojalá que el "día del Señor", que podría llamarse también el "señor de los días", cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf. Presbyterorum ordinis, 6).

A la vez que aseguro mi recuerdo en la oración e invoco sobre cada uno la protección materna de María santísima, le imparto de corazón una especial bendición apostólica a usted, venerado hermano, a los colaboradores y a todos los participantes en ese significativo encuentro.

Vaticano, 27 de noviembre de 2006

BENEDICTO XVI



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