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CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL IX CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN ANSELMO

 

Al señor cardenal
Giacomo Biffi
Enviado especial a las celebraciones
del IX centenario
de la muerte de san Anselmo

Con ocasión de las celebraciones en las que usted, venerado hermano, participará como mi legado en la ilustre ciudad de Aosta para el IX centenario de la muerte de san Anselmo, que tuvo lugar en Canterbury el 21 de abril de 1109, me complace encomendarle un mensaje especial, en el que deseo subrayar los aspectos destacados de este gran monje, teólogo y pastor de almas, cuya obra ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia.

Este aniversario constituye una oportunidad, que no se debe desaprovechar, para renovar el recuerdo de una de las figuras más luminosas de la tradición de la Iglesia e incluso de la historia del pensamiento occidental europeo. La ejemplar experiencia monástica de san Anselmo, su método original al considerar el misterio cristiano, su sutil doctrina teológica y filosófica, su enseñanza sobre el valor inviolable de la conciencia y sobre la libertad como adhesión responsable a la verdad y al bien, su apasionada obra de pastor de almas, dedicado con todas sus fuerzas a la promoción de la "libertad de la Iglesia", nunca han dejado de suscitar en el pasado el más vivo interés, que el recuerdo de su muerte está felizmente volviendo a encender y favoreciendo de diversos modos y en muchos lugares.

En esta memoria del "Doctor magnífico" —como se suele llamar a san Anselmo— no puede menos de destacar de modo particular la Iglesia de Aosta, en la que nació y que con razón se complace en considerarlo su hijo más ilustre. Aunque salió de Aosta en su juventud, siguió llevando en su memoria y en su corazón un conjunto de recuerdos que afloraron siempre en su conciencia en los momentos más importantes de su vida. Entre estos recuerdos, ciertamente ocupaban un lugar particular la imagen dulcísima de su madre y la majestuosa de los montes de su valle, con sus cumbres altísimas y perennemente cubiertas de nieve, en las que veía reflejada, como un símbolo fascinante y sugestivo, la sublimidad de Dios.

Anselmo —"un muchacho que creció entre las montañas", como lo define su biógrafo Eadmero (Vita Sancti Anselmi, I, 2)— considera que Dios es aquello de lo cual no es posible pensar en algo más grande: quizás en esta intuición influyó la mirada que dirigía desde su infancia a aquellas cumbres inaccesibles. Ya de niño creía que para encontrar a Dios era necesario "subir a la cumbre de la montaña" (ib.). De hecho, cada vez tomaba mayor conciencia de que Dios se encuentra a una altura inaccesible, situada más allá de las metas que el hombre puede alcanzar, puesto que Dios está más allá de lo que se puede pensar. Por eso el viaje en busca de Dios, al menos en esta tierra, no terminará nunca; será siempre pensamiento y anhelo, procedimiento riguroso del intelecto y petición implorante del corazón.

El intenso afán de saber y la innata propensión a la claridad y al rigor lógico impulsaron a san Anselmo a las scholae de su tiempo. Por eso se dirigió al monasterio de Bec, donde pudo satisfacer su inclinación a la dialéctica, y sobre todo se despertó en él la vocación claustral. Detenerse en los años de la vida monástica de san Anselmo significa encontrar a un religioso fiel, "constantemente ocupado sólo en Dios y en las disciplinas celestes" —como escribe su biógrafo— hasta el punto de que alcanzó "tal altura en la especulación divina, que fue capaz de penetrar por la senda abierta por Dios y, después de haber penetrado por ella, de explicar las cuestiones más oscuras, antes insolubles, sobre la divinidad de Dios y nuestra fe, y de probar con razones claras que lo que afirmaba pertenecía a la doctrina católica segura" (ib., I, 7).

Con estas palabras su biógrafo explica el método teológico de san Anselmo, cuyo pensamiento se encendía e iluminaba en la oración. Él mismo, en una de sus obras más famosas, confesó que la inteligencia de la fe es acercarse a la visión, a la que todos anhelamos y de la que esperamos gozar al final de nuestra peregrinación terrena: "Quoniam inter fidem et speciem intellectum quem in hac vita capimus esse medium intelligo: quanto aliquis ad illum proficit, tanto eum propinquare speciei, ad quam omnes anhelamus, existimo" (Cur Deus homo, Commendatio).

El Santo aspiraba a alcanzar la visión de los nexos lógicos que existían en el interior del misterio, a percibir la "claridad de la verdad" y, por ello, a captar la evidencia de las "razones necesarias", que subyacen en lo más profundo del misterio. Un intento ciertamente audaz, cuyo éxito siguen analizando los que estudian a san Anselmo. En realidad, su búsqueda del "intelecto" (intellectus) situado entre la "fe" (fides) y la "visión" (species) proviene, como fuente, de la misma fe y está sostenida por la confianza en la razón, mediante la cual la fe en cierta medida se ilumina.

El propósito de san Anselmo es claro:"elevar la mente a la contemplación de Dios" (Proslogion, Proemio). En cualquier caso, siguen siendo programáticas para toda investigación teológica sus palabras: "No intento, Señor, penetrar en tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi intelecto; pero deseo comprender, aunque sea imperfectamente, tu verdad, que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para comprender —Non quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam—" (Proslogion, 1).

En san Anselmo, prior y abad de Bec, descubrimos algunas características que definen ulteriormente su perfil personal. En él impresiona, ante todo, el carisma de maestro experto de vida espiritual, que conoce y explica sabiamente las sendas de la perfección monástica. Al mismo tiempo, fascina su genialidad educativa, que se manifiesta en el método del discernimiento —él lo llamaba via discretionis (Ep. 61)— que en cierto modo es el estilo de toda su vida, un estilo en que se aúnan la misericordia y la firmeza. Por último, es peculiar la capacidad que demuestra al iniciar a los discípulos en la experiencia de la auténtica oración: en particular, sus Orationes sive Meditationes, muy solicitadas y utilizadas, contribuyeron a convertir a numerosas personas de su tiempo en "almas orantes"; del mismo modo, sus demás obras se han revelado como un precioso coeficiente para hacer de la Edad Media una época "pensante" y, podemos añadir, "concienzuda".

Se diría que el Anselmo más auténtico se encuentra en Bec, donde vivió treinta y tres años, y donde fue muy apreciado. Gracias a la maduración adquirida en ese ambiente de reflexión y oración, pudo declarar, incluso en medio de las sucesivas tribulaciones episcopales: "No conservaré en el corazón rencor alguno contra nadie" (Ep. 321).

La nostalgia del monasterio lo acompañó durante el resto de su vida. Lo confesó él mismo cuando se vio obligado a dejar el monasterio, con vivísimo dolor suyo y de sus monjes, para asumir el ministerio episcopal para el que no se sentía adecuado: "Es notorio a muchos —escribió al Papa Urbano II— que cuando fui nombrado obispo en Inglaterra, me vi obligado a aceptar, pues yo era reacio y contrario, y que expuse las razones de naturaleza, edad, debilidad e ignorancia que se oponían a este cargo y que rechazan y detestan absolutamente los compromisos seculares, que no puedo desempeñar sin poner en peligro la salvación de mi alma" (Ep. 206).

A sus monjes les dijo en confianza: "He vivido durante treinta y tres años como monje —tres años sin cargos, quince como prior y otros tantos como abad— de manera que todos los buenos que me han conocido me querían, ciertamente no por mérito mío sino por la gracia de Dios, y me querían más los que me conocían mas íntimamente y con mayor familiaridad" (Ep. 156). Y añadía: "Habéis venido muchos a Bec... Por muchos de vosotros sentía un afecto tan tierno y delicado que cada uno podía tener la impresión de que a nadie amaba de igual modo" (ib.).

Al ser nombrado arzobispo de Canterbury y comenzar así su camino más doloroso, se manifestaron muy claramente su "amor a la verdad" (Ep. 327), su rectitud, su rigurosa fidelidad a la conciencia, su "libertad episcopal" (Ep. 206), su "honradez episcopal" (Ep. 314), su trabajo incansable por librar a la Iglesia de los condicionantes temporales y de las servidumbres de cálculos incompatibles con su naturaleza espiritual.

Al respecto, son ejemplares sus palabras al rey Enrique: "Respondo que ni en el bautismo ni en ninguna otra ordenación mía he prometido observar la ley o la costumbre de vuestro padre o del arzobispo Lanfranco, sino la ley de Dios y de todas las órdenes recibidas" (Ep. 319). Para san Anselmo, primado de la Iglesia de Inglaterra, vale el principio: "Soy cristiano, soy monje, soy obispo; por tanto, quiero ser fiel a todos, según la deuda que tengo con cada uno" (Ep. 314). Desde este punto de vista no duda en afirmar: "Prefiero estar en desacuerdo con los hombres, antes que, por estar de acuerdo con ellos, estar en desacuerdo con Dios" (Ep. 314). Precisamente por eso se siente dispuesto incluso al sacrificio supremo: "No tengo miedo de derramar mi sangre; no temo ninguna herida en el cuerpo ni la pérdida de los bienes" (Ep. 311).

Por todas estas razones se comprende por qué san Anselmo conserva aún una gran actualidad y una fuerte fascinación, y cuán provechoso es volver a leer y publicar sus escritos, así como meditar sobre su vida. Por eso, me ha alegrado saber que Aosta, con motivo del IX centenario de su muerte, se está distinguiendo por un conjunto de oportunas e inteligentes iniciativas —especialmente con la esmerada edición de sus obras— intentando hacer que se conozcan y amen las enseñanzas y los ejemplos de este ilustre hijo suyo.

Le encomiendo a usted, venerado hermano, la tarea de llevar a los fieles de esa antigua y querida ciudad de Aosta la exhortación a mirar con admiración y afecto a este gran conciudadano suyo, cuya luz sigue brillando en toda la Iglesia, de modo especial donde se han cultivado el amor a las verdades de la fe y el gusto por su profundización mediante la razón. De hecho, la fe y la razón —fides et ratio— se encuentran admirablemente unidas en san Anselmo.

Con estos sentimientos, a través de usted, venerado hermano, envío de corazón al obispo, monseñor Giuseppe Anfossi, al clero, a los religiosos y a los fieles de Aosta y a cuantos participen en las celebraciones en honor del "Doctor magnífico", una bendición apostólica especial, prenda de abundantes favores celestiales.

Vaticano, 15 de abril de 2009

BENEDICTO XVI



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