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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL 150º ANIVERSARIO
DE LA UNIFICACIÓN POLÍTICA DE ITALIA

 

Ilustrísimo señor
Giorgio Napolitano
Presidente de la República Italiana

El 150° aniversario de la unificación política de Italia me brinda la feliz ocasión de reflexionar sobre la historia de este amado país, cuya capital es Roma, ciudad en la que la divina Providencia puso la sede del Sucesor del apóstol san Pedro. Por tanto, al formularle a usted y a toda la nación, mi más cordial felicitación, me alegra compartir con usted estas consideraciones, como signo de los profundos vínculos de amistad y colaboración que unen a Italia y a la Santa Sede.

El proceso de unificación que tuvo lugar en Italia durante el siglo XIX y que ha pasado a la historia con el nombre de Risorgimento, constituyó el desenlace natural de un desarrollo de la identidad nacional comenzado mucho tiempo antes. En efecto, la nación italiana, como comunidad de personas unidas por la lengua, la cultura y los sentimientos de una misma pertenencia, aunque en la pluralidad de comunidades políticas articuladas en la península, comienza a formarse en la Edad Media. El cristianismo contribuyó de manera fundamental a la construcción de la identidad italiana a través de la obra de la Iglesia, de sus instituciones educativas y asistenciales, fijando modelos de comportamiento, configuraciones institucionales, relaciones sociales, pero también mediante una riquísima actividad artística: la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música. Dante, Giotto, Petrarca, Miguel Ángel, Rafael, Pierluigi de Palestrina, Caravaggio, Scarlatti, Bernini y Borromini son sólo algunos nombres de una lista de grandes artistas que, a lo largo de los siglos, han dado una aportación fundamental a la formación de la identidad italiana. También las experiencias de santidad, que han constelado la historia de Italia, han contribuido fuertemente a construir esta identidad, no sólo bajo el perfil específico de una realización peculiar del mensaje evangélico, que ha marcado en el tiempo la experiencia religiosa y la espiritualidad de los italianos (piénsese en las grandes y múltiples expresiones de la piedad popular), sino también bajo un perfil cultural e incluso político. San Francisco de Asís, por ejemplo, se distingue también por su contribución a forjar la lengua nacional; santa Catalina de Siena, a pesar de ser una sencilla mujer del pueblo, ofrece un estímulo formidable a la elaboración de un pensamiento político y jurídico italiano. La aportación de la Iglesia y de los creyentes al proceso de formación y de consolidación de la identidad nacional continúa en la edad moderna y contemporánea. Incluso cuando partes de la península fueron sometidas a la soberanía de potencias extranjeras, fue precisamente gracias a esta identidad ya clara y fuerte como, a pesar de la persistencia en el tiempo de la fragmentación geopolítica, la nación italiana pudo seguir subsistiendo y siendo consciente de sí misma. Por ello, la unidad de Italia, llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XIX, pudo tener lugar no como una construcción política artificiosa de identidades diversas, sino como el desenlace político natural de una identidad nacional fuerte y arraigada, subsistente desde hacía tiempo. La comunidad política unitaria que nació como conclusión del ciclo del Risorgimento, tuvo, en definitiva, como nexo que mantenía unidas las diferencias locales que aún subsistían, precisamente la identidad nacional preexistente, a cuyo moldeamiento el cristianismo y la Iglesia dieron una contribución fundamental.

Por razones históricas, culturales y políticas complejas, el Risorgimento ha pasado como un movimiento contrario a la Iglesia, al catolicismo, a veces incluso contrario a la religión en general. Sin negar el papel de tradiciones de pensamiento diferentes, algunas marcadas por trazos jurisdiccionalistas o laicistas, no se puede desconocer la aportación del pensamiento —e incluso de la acción— de los católicos en la formación del Estado unitario. Desde el punto de vista del pensamiento político bastaría recordar todas las vicisitudes del neogüelfismo, que tuvo en Vincenzo Gioberti un ilustre representante; o pensar en las orientaciones católico-liberales de Cesare Balbo, Massimo d'Azeglio y Raffaele Lambruschini. Por el pensamiento filosófico, político y también jurídico resalta la gran figura de Antonio Rosmini, cuya influencia se ha mantenido en el tiempo, hasta dar forma a puntos significativos de la Constitución italiana vigente. Y por la literatura que tanto contribuyó a «hacer a los italianos», es decir, a darles su sentido de pertenencia a la nueva comunidad política que el proceso del Risorgimento estaba plasmando, cómo no recordar a Alessandro Manzoni, fiel intérprete de la fe y de la moral católica; o a Silvio Pellico, que, con su obra autobiográfica sobre las dolorosas vicisitudes de un patriota, supo testimoniar la conciliabilidad del amor a la Patria con una fe inquebrantable. Y también figuras de santos, como san Juan Bosco, impulsado por la preocupación pedagógica a componer manuales de historia patria, que modeló la pertenencia al instituto por él fundado sobre un paradigma coherente con una sana concepción liberal: «ciudadanos ante el Estado y religiosos ante la Iglesia».

La construcción político-institucional del Estado unitario implicó a diversas personalidades del mundo político, diplomático y militar, entre ellas algunos exponentes del mundo católico. Este proceso, al tener que afrontar inevitablemente el problema de la soberanía temporal de los Papas (pero también porque llevaba a extender a los territorios adquiridos poco a poco una legislación en materia eclesiástica de orientación fuertemente laicista), tuvo efectos desgarradores en la conciencia individual y colectiva de los católicos italianos, divididos entre los sentimientos opuestos de fidelidades nacientes de la ciudadanía, por un lado, y la pertenencia eclesial por otro. Pero debe reconocerse que, si bien fue el proceso de unificación político-institucional el que produjo ese conflicto entre Estado e Iglesia que ha pasado a la historia con el nombre de «Cuestión romana», suscitando en consecuencia la expectativa de una «Conciliación» formal, no se produjo ningún conflicto en el cuerpo social, marcado por una profunda amistad entre la comunidad civil y la comunidad eclesial. La identidad nacional de los italianos, tan fuertemente arraigada en las tradiciones católicas, constituyó en verdad la base más sólida de la unidad política conquistada. En definitiva, la Conciliación debía producirse entre las instituciones, no en el cuerpo social, donde la fe y la ciudadanía no estaban en conflicto. Incluso en los años del desgarramiento, los católicos trabajaron por la unidad del país. La abstención de la vida política, que siguió al «non expedit», dirigió las realidades del mundo católico hacia una gran toma de responsabilidad en lo social: la educación, la instrucción, la asistencia, la salud, la cooperación, la economía social, fueron ámbitos de compromiso que hicieron crecer una sociedad solidaria y fuertemente unida. La controversia que se entabló entre Estado e Iglesia con la proclamación de Roma como capital de Italia y con el fin del Estado Pontificio, era particularmente compleja. Se trataba sin duda de un caso totalmente italiano, en la medida en que sólo Italia tiene la singularidad de hospedar la sede del Papado. Por otra parte, la cuestión tenía también indudable relevancia internacional. Debe observarse que, terminado el poder temporal, la Santa Sede, aun reclamando la más plena libertad y la soberanía que le corresponde en su orden, rechazó siempre la posibilidad de una solución de la «Cuestión romana» a través de imposiciones desde el exterior, confiando en los sentimientos del pueblo italiano y en el sentido de responsabilidad y de justicia del Estado italiano. La firma de los Pactos lateranenses, el 11 de febrero de 1929, marcó la solución definitiva del problema. A propósito del final de los Estados pontificios, en el recuerdo del beato Papa Pío IX y de sus sucesores, retomo las palabras del cardenal Giovanni Battista Montini, en el discurso que pronunció en el Campidoglio el 10 de octubre de 1962: «El papado retomó con inusitado vigor sus funciones de maestro de vida y de testimonio del Evangelio, hasta llegar a gran altura en el gobierno espiritual de la Iglesia y en la irradiación en el mundo, más que nunca».

La aportación fundamental de los católicos italianos a la elaboración de la Constitución republicana de 1947 es bien conocida. Aunque el texto constitucional fue el fruto positivo de un encuentro y una colaboración entre distintas tradiciones de pensamiento, no cabe ninguna duda de que sólo los constituyentes católicos se presentaron en la histórica cita con un proyecto preciso sobre la ley fundamental del nuevo Estado italiano; un proyecto madurado dentro de la Acción católica, en particular de la FUCI y del movimiento Laureati, y de la Universidad católica del Sagrado Corazón, y objeto de reflexión y de elaboración en el Código de Camaldoli de 1945 y en la XIX Semana social de los católicos italianos del mismo año, dedicada al tema «Constitución y Constituyente». De ahí derivó un compromiso muy significativo de los católicos italianos en la política, en la actividad sindical, en las instituciones públicas, en las realidades económicas, en las expresiones de la sociedad civil, dando así una contribución muy relevante al crecimiento del país, demostrando absoluta fidelidad al Estado y dedicación al bien común, y situando a Italia en proyección europea. Luego, en los dolorosos y oscuros años del terrorismo, los católicos dieron su testimonio de sangre: ¿cómo no recordar, entre las diversas figuras, las del honorable Aldo Moro y del profesor Vittorio Bachelet? Por su parte, la Iglesia, gracias a la amplia libertad que le aseguró el Concordato lateranense de 1929, siguió dando, con sus propias instituciones y actividades, una contribución efectiva al bien común, interviniendo de modo especial en apoyo de las personas más marginadas y sufrientes, y sobre todo alimentando el cuerpo social con los valores morales que son esenciales para la vida de una sociedad democrática, justa y ordenada. El bien del país, entendido en su integridad, siempre se ha perseguido y expresado particularmente en momentos muy significativos, como en la «gran oración por Italia» convocada por el venerable Juan Pablo II el 10 de enero de 1994.

La conclusión del Acuerdo de revisión del Concordato lateranense, firmado el 18 de febrero de 1984, marcó el paso a una nueva fase de las relaciones entre Iglesia y Estado en Italia. Ese paso fue claramente advertido por mi predecesor, el cual, en el discurso pronunciado el 3 de junio de 1985, en el acto de intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo, observó que, como «instrumento de concordia y colaboración, el Concordato se encuadra ahora en una sociedad caracterizada por la competición libre de ideas y el engranaje pluralista de los varios sectores sociales; y puede y debe constituir un factor de promoción y de crecimiento fomentando una profunda unidad de ideales y sentimientos mediante la que todos los italianos se vean como hermanos en una misma patria» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de agosto de 1985, p. 14). Y añadía que en el desempeño de su diaconía en favor del hombre, «la Iglesia se propone actuar con pleno respeto de la autonomía del orden político y de la soberanía del Estado. Igualmente, está atenta a que se salvaguarde la libertad de todos, condición indispensable para la construcción de un mundo digno del hombre; sólo dentro de la libertad puede este buscar plenamente la verdad y adherirse a ella sinceramente, sacando de la misma motivo e inspiración para comprometerse solidaria y unitariamente en favor del bien común» (ib.). El Acuerdo, que ha contribuido en gran medida a delinear la sana laicidad que denota al Estado italiano y su ordenamiento jurídico, ha puesto de manifiesto los dos principios supremos que están llamados a presidir las relaciones entre Iglesia y comunidad política: el de la distinción de ámbitos y el de la colaboración. Una colaboración motivada por el hecho de que, como enseñó el concilio Vaticano II, ambas, es decir, la Iglesia y la comunidad política, «aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres» (Gaudium et spes, 76). La experiencia madurada en los años de vigencia de las nuevas disposiciones de los pactos, ha mostrado una vez más a la Iglesia y a los católicos comprometidos de diversos modos en favor de la «promoción del hombre y del bien del país» que, respetando la independencia y la soberanía recíprocas, constituye un principio inspirador y orientador del Concordato en vigor (art. 1). La Iglesia es consciente no sólo de la contribución que ofrece a la sociedad civil para el bien común, sino también de lo que recibe de la sociedad civil, como afirma el concilio Vaticano II: «Quienes promueven la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económica y social, y de la vida política tanto nacional como internacional, aportan, según el designio de Dios, también una gran ayuda a la comunidad eclesial, en la medida en que esta depende de las realidades externas» (Gaudium et spes, 44).

Al repasar el largo desarrollo de la historia, hay que reconocer que la nación italiana siempre ha sentido la carga, pero al mismo tiempo el singular privilegio que supone la situación peculiar por la que la sede del sucesor de Pedro, y por tanto el centro de la cristiandad, se encuentra en Italia, en Roma. Y la comunidad nacional ha respondido siempre a esta conciencia expresando cercanía afectiva, solidaridad, ayuda a la Sede apostólica para su libertad y para secundar la realización de las condiciones favorables al ejercicio del ministerio espiritual en el mundo por parte del Sucesor de Pedro, que es Obispo de Roma y Primado de Italia. Pasadas las turbulencias causadas por la «Cuestión romana», y habiendo llegado a la anhelada Conciliación, también el Estado italiano ha ofrecido y sigue ofreciendo una valiosa colaboración, de la que la Santa Sede goza y que conscientemente agradece.

Al presentarle, señor presidente, estas reflexiones, invoco de corazón sobre el pueblo italiano la abundancia de los dones celestiales, para que siempre lo guíe la luz de la fe, fuente de esperanza y de compromiso perseverante por la libertad, la justicia y la paz.

Vaticano, 17 de marzo de 2011

 

BENEDICTO PP. XVI



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