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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CALDEA PARTICIPANTES EN EL SÍNODO ESPECIAL


Sábado 12 de noviembre de 2005

 

Beatitud;
venerados y queridos hermanos: 

Al dirigiros un saludo cordial, os agradezco vuestra visita, que me permite hacer llegar, a través de vosotros, una palabra de ferviente aliento a vuestras comunidades y a todos los ciudadanos de Irak. La palabra de solidaridad va acompañada por la seguridad de mi recuerdo en la oración, para que vuestro amado país, aun en la difícil situación actual, no se desaliente y prosiga el camino hacia la reconciliación y la paz.

Durante vuestra estancia en Roma, habéis celebrado un Sínodo especial, en el que habéis ultimado el proyecto de revisión de los textos de la divina liturgia en rito siro-oriental, preparando una reforma que debería permitir un nuevo impulso de devoción en vuestras comunidades. Este trabajo ha requerido años de estudio y de decisiones no siempre fáciles, pero ha sido un período durante el cual la Iglesia caldea ha podido reflexionar más a fondo sobre el gran don de la Eucaristía.

Otro importante ámbito en el que se ha centrado vuestra atención ha sido el análisis del borrador del derecho particular, que debería regular la vida interna de vuestra comunidad. Es necesaria una adecuada disciplina canónica propia para el desarrollo ordenado de la misión que Cristo os ha confiado. Con el espíritu sinodal que caracteriza el gobierno de la Iglesia caldea, habéis experimentado un período de intensa comunión, teniendo siempre ante vosotros el bien supremo de la salus animarum.

Ahora, al volver a vuestras respectivas sedes, estáis fortalecidos por esta experiencia de comunión vivida ante las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Es una comunión que encuentra una expresión particular aquí, hoy, al elevar al Señor, junto con el Sucesor de Pedro, la oración común de acción de gracias.

Os exhorto, queridos hermanos, a proseguir vuestro compromiso pastoral y vuestro ministerio de esperanza para toda la nación iraquí. Al encomendar a cada una de vuestras comunidades a la dulce protección de la Madre de Dios, os imparto de buen grado a vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los fieles, la bendición apostólica, prenda de paz y de consuelo del cielo.

 



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