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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL SÍNODO EXTRAORDINARIO DE LA IGLESIA DE ANTIOQUÍA
DE LOS SIRO-CATÓLICOS


Sábado 28 de abril de 2007

 

Beatitud;
venerados hermanos: 

"Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (1 Co 1, 3). Con estas palabras, que el Apóstol de los gentiles dirigió a los cristianos de la comunidad de Corinto, os acojo y os saludo a todos, al final de vuestro encuentro.

La solicitud por todas las Iglesias, conforme al mandato que Cristo confió al apóstol san Pedro y a sus Sucesores, me impulsó a convocar vuestro Sínodo extraordinario, que presidió en mi nombre el secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, al que saludo y doy las gracias cordialmente. Deseo agradecer igualmente a Su Beatitud y a cada uno de vosotros vuestra activa participación en los trabajos del Sínodo y vuestra aportación generosa a la solución de los problemas y las dificultades que encuentra desde hace algún tiempo la benemérita Iglesia siro-católica.

Al convocaros a esta asamblea extraordinaria, mi única intención era reavivar cada vez más intensamente los vínculos seculares que unen a vuestra Iglesia con la Sede apostólica y, al mismo tiempo, manifestaros la estima y la solicitud que alberga el Obispo de Roma por cada uno de vosotros, pastores de una porción del pueblo de Dios que no es grande, pero sí antigua y significativa. Mi saludo se dirige también a vuestros colaboradores, en primer lugar a los sacerdotes y a los diáconos, así como a todos los miembros de la Iglesia siro-católica.

La liturgia del tiempo pascual, que estamos viviendo, nos invita a dirigir la mirada y el corazón hacia el acontecimiento fundamental de la fe cristiana:  la muerte y la resurrección de Cristo. Los Hechos de los Apóstoles, que leemos durante estos días, nos presentan el camino de la Iglesia naciente, un camino que no siempre es fácil, pero que es rico en frutos apostólicos. Desde los orígenes, no han faltado ni la hostilidad ni las persecuciones provenientes de fuera, ni los riesgos de tensiones y de oposiciones en el interior mismo de las comunidades.

A pesar de estas sombras y de los diferentes tipos de dificultades que debieron afrontar los primeros cristianos, siempre ha brillado la luz resplandeciente de la fe de la Iglesia en Jesucristo. Desde sus primeros pasos, la Iglesia, guiada por los Apóstoles y por sus colaboradores, animada por una valentía extraordinaria y por una fuerza interior, ha sabido conservar y acrecentar el valioso tesoro de la unidad y de la comunión, por encima de las diferencias de personas, lenguas y culturas.

Venerados hermanos, al concluir el Sínodo extraordinario en el que habéis participado, consciente de las dificultades que os han preocupado durante todos estos años y que habéis tratado de superar, pienso con gratitud en mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II, que estuvo cerca de vosotros de muchas maneras. Os escuchó, se reunió con vosotros y os exhortó en repetidas ocasiones, sobre todo con su carta de agosto de 2003, a buscar la unidad y la reconciliación, con la participación de todos.

Yo, por mi parte, he continuado la obra emprendida por él, con mi carta de octubre de 2005, puesto que estoy profundamente convencido de que hoy, como en los albores del cristianismo, toda comunidad está llamada a dar un testimonio claro de fraternidad. Es conmovedor leer en los Hechos de los Apóstoles que "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). Aquí, en este amor compartido que es don del Espíritu Santo, se encuentra el secreto de la eficacia apostólica.

Durante estos días, queridos y venerados hermanos, habéis reflexionado sobre los medios para superar los obstáculos que impiden el desarrollo normal de vuestra vida eclesial. Sois muy conscientes de lo que es necesario e incluso indispensable. Lo exige el ministerio que el Señor os ha confiado en su grey; y lo exige el bien de la Iglesia siro-católica. Lo exigen también la situación particular que vive el Oriente Medio y el testimonio que pueden dar con su unidad las Iglesias católicas. Que resuene en vuestro corazón la exhortación de san Pablo, impregnada de tristeza, a los fieles de Corinto:  "Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estad unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio" (1 Co 1, 10).

En nuestra época las comunidades cristianas en todas las partes del mundo deben afrontar muchos desafíos, y son numerosos los peligros y asechanzas que amenazan con desvirtuar los valores del Evangelio. Por lo que concierne a vuestra Iglesia, la violencia y los conflictos que afligen a una parte de la grey encomendada a vosotros constituyen dificultades suplementarias que ponen aún más en peligro no sólo la convivencia pacífica, sino también la vida misma de las personas. En estas situaciones, es preciso que la comunidad eclesial siro-católica anuncie el Evangelio con vigor, promueva una pastoral adecuada a los desafíos de la era posmoderna y dé un ejemplo luminoso de unidad en un mundo fragmentado y dividido.

Venerados hermanos, el concilio ecuménico Vaticano II subraya que, para responder a la oración de Cristo ut unum sint, las Iglesias orientales católicas están llamadas a desempeñar un papel particular en la promoción del camino ecuménico, "principalmente con la oración, con el ejemplo de vida, con la religiosa fidelidad a las tradiciones orientales, con un mejor conocimiento mutuo, con la colaboración y estima fraterna de las instituciones y de las mentalidades" (Orientalium Ecclesiarum, 24). Este es un último elemento que, con las exigencias dictadas por el diálogo interreligioso, puede impulsaros a cumplir con confianza la misión apostólica que el Señor ha confiado a vuestra Iglesia.

Precisamente ayer, la liturgia latina nos presentó el conmovedor episodio de la conversión de san Pablo en el camino de Damasco. También vosotros estáis llamados hoy a continuar con entusiasmo, confianza y perseverancia, la acción misionera del apóstol san Pablo, siguiendo las huellas de san Ignacio de Antioquía, de san Efrén y de vuestros demás santos patronos.

María, a la que veneráis con el título de Nuestra Señora de la Liberación, interceda siempre por vosotros y os proteja. Con estos sentimientos, os aseguro mi pleno apoyo y el de mis colaboradores, y os imparto una bendición apostólica especial a vosotros, aquí presentes, al Patriarca y a los miembros de vuestro santo Sínodo, así como a todos los fieles de rito siro-católico.



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