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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UN CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR


Castelgandolfo
Domingo 24 de agosto de 2008

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos amigos:

Hemos vivido una hermosa velada, en la que hemos podido escuchar nuevamente algunos fragmentos musicales famosos, que han suscitado en nosotros emociones e impresiones espirituales profundas. Con sentimientos de sincera cordialidad, dirijo mi saludo a todos los que os habéis reunido aquí, y expreso viva gratitud a los que han promovido y organizado este acontecimiento musical.

Estoy seguro de que me hago intérprete de los sentimientos comunes al formular un agradecido y admirado aprecio a la señorita Yvonne Timoianu y al señor Christoph Cornaro, que han tocado respectivamente el violoncelo y el piano con extraordinario talento. Gracias a su magistral interpretación hemos podido gustar la riqueza multiforme del lenguaje musical que caracteriza las piezas tocadas. Me complace recordar que conozco al señor Cornaro desde que era embajador de Austria ante la Santa Sede. Me alegra volverlo a ver hoy actuando como pianista.

Este concierto nos ha brindado la ocasión de ver la feliz unión de la poesía de Wilhelm Müller con la música de Franz Schubert en un género melódico que amaba profundamente. En efecto, son más de seiscientos los lieder que Schubert nos dejó. Como es sabido, este gran compositor, no siempre comprendido por sus contemporáneos, fue el "príncipe de los lied". Como reza su epitafio, "hizo resonar la poesía y hablar la música".

Acabamos de gustar la obra maestra de los lieder de Schubert: "El viaje de invierno" (Die Winterreise). Se trata de veinticuatro lieder compuestos con líricas de Wilhelm Müller, en los que Schubert manifiesta un clima intenso de triste soledad, que él sentía particularmente dado el estado espiritual de postración que le produjo la larga enfermedad y la sucesión de muchos fracasos sentimentales y profesionales. Es un viaje totalmente interior, que el célebre compositor austríaco escribió en 1827, sólo un año antes de su muerte prematura, que le llegó a los treinta y un años.

Cuando Schubert introduce un texto poético en su universo sonoro, lo interpreta a través de una trama melódica que penetra en el alma con dulzura, llevando también a quienes lo escuchan a experimentar la misma intensa añoranza que sentía el músico, la misma llamada de las verdades del corazón que van más allá de todo raciocinio. Así surge un cuadro que habla de una sencilla cotidianidad, de nostalgia, de introspección, de futuro. Todo aflora a lo largo del recorrido: la nieve, el paisaje, los objetos, las personas, los acontecimientos, en un fluir angustioso de recuerdos. En particular, fue para mí una experiencia nueva y hermosa escuchar esta ópera en la versión que nos ha sido propuesta, es decir, con violoncelo en vez de voz humana. No escuchábamos las palabras de la poesía, pero su reflejo y los sentimientos en ellas contenidos se expresaban con la "voz" casi humana del violoncelo.

Al presentar El viaje de invierno a los amigos, Schubert dijo: "Os cantaré un ciclo de lieder con los que me he compenetrado más que nunca. Me agradan más que todos, y estoy seguro de que también a vosotros os agradarán". Son palabras en las que podemos estar plenamente de acuerdo también nosotros, después de haberlas escuchado con la luz de la esperanza de nuestra fe.

El joven Schubert, espontáneo y exuberante, ha logrado comunicarnos también a nosotros esta tarde lo que él vivió y experimentó. Por eso, merece el reconocimiento que universalmente se tributa a este ilustre genio de la música, que honra a la civilización europea y a la gran cultura y espiritualidad de la Austria cristiana y católica.

Confortados en nuestro interior por la espléndida experiencia musical de esta tarde, renovemos nuestra gratitud a los que la han organizado y a los que la han realizado magníficamente. Expreso una vez más mi saludo cordial a todos los presentes, e imparto a todos con afecto mi bendición.



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