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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA


Viernes 3 de abril de 2009

 

Señor Embajador:

Le recibo con gran alegría en este solemne acto, en el que Vuestra Excelencia presenta las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede. Le agradezco las deferentes palabras que me ha dirigido, así como el amable saludo de parte del Doctor Leonel Antonio Fernández Reyna, Presidente de esa noble Nación. Le ruego que tenga la bondad de asegurarle que pido al Señor en mis oraciones por su Gobierno y el amado pueblo dominicano, tan cercano al corazón del Papa.

Vuestra Excelencia viene como Representante de un País de profundas raíces católicas y que, como acaba de señalar, evoca ya en su mismo nombre la adhesión al mensaje cristiano de la mayoría de sus gentes, al aludir a Santo Domingo de Guzmán, preclaro predicador de la Palabra de Dios. Hago votos para que las cordiales relaciones diplomáticas que su Nación mantiene con la Sede Apostólica se estrechen aún más en el porvenir.

Como Vuestra Excelencia ha recordado también, la comunidad católica dominicana se prepara para conmemorar el V centenario de la creación de la Arquidiócesis de Santo Domingo, erigida el 8 de agosto de 1511. Esta efeméride, unida a la Misión continental impulsada por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, está siendo motivo de un renovado dinamismo misionero y evangelizador, que favorecerá la promoción humana de todos los miembros de la sociedad.

La Iglesia, que nunca puede confundirse con la comunidad política, converge con el Estado en el fomento de la dignidad de la persona y en la búsqueda del bien común de la sociedad (cf. Gaudium et spes, 76). En este contexto de recíproca autonomía y sana cooperación, se insertan las iniciativas diplomáticas que, en palabras de mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, están al “servicio de la gran causa de la paz, del acercamiento y colaboración entre los pueblos y de un intercambio fructífero para lograr unas relaciones más humanas y más justas” (Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la República Dominicana, 11 octubre 1992, n. 1). Por eso, la Santa Sede tiene en alta consideración la labor que Vuestra Excelencia comienza hoy a desempeñar.

Su País ha ido forjando con el tiempo un rico patrimonio cultural, hondamente inscrito en el alma del pueblo, y en el que destacan significativas tradiciones y costumbres, muchas de las cuales tienen su origen y alimento en la doctrina católica, que promueve en quienes la profesan un anhelo de libertad y de conciencia crítica, de responsabilidad y solidaridad.

Hace ya más de cinco siglos, en el suelo de lo que hoy es la República Dominicana, se celebraba por primera vez la Santa Misa en el Continente americano. A partir de entonces, y gracias a una generosa y abnegada labor de evangelización, la fe en Cristo Jesús fue haciéndose cada vez más viva y operante, de modo que desde la Isla de La Española partieron los misioneros encargados de anunciar la Buena Noticia de la salvación en el Continente. De aquella primera simiente surgió posteriormente, como árbol frondoso, la Iglesia en Latinoamérica, que con el pasar de los años ha ido dando abundantes frutos de santidad, cultura y prosperidad de todos los miembros de la sociedad.

En este sentido, es justo reconocer la aportación de la Iglesia, a través de sus instituciones, en beneficio del progreso de su País, sobre todo en el campo educativo, con las diversas universidades, centros de formación técnica, institutos y escuelas parroquiales; y en el ámbito asistencial, con la atención a los numerosos inmigrantes, a los refugiados, discapacitados, enfermos, ancianos, huérfanos y menesterosos. A este respecto, me complace subrayar la fluida colaboración que hay entre las entidades católicas locales y los organismos del Estado en el desarrollo de programas que, buscando siempre el bien común de la sociedad, favorecen a los más necesitados e impulsan auténticos valores morales y espirituales.

Por otra parte, es de suma importancia que en los significativos cambios políticos y sociales en los que la República Dominicana está inmersa en los últimos tiempos, se implanten y prolonguen aquellos nobles principios que distinguen la rica historia dominicana desde la fundación de su Patria. Me refiero, ante todo, a la defensa y difusión de valores humanos tan básicos como el reconocimiento y la tutela de la dignidad de la persona, el respeto de la vida humana desde el momento de su concepción hasta su muerte natural y la salvaguardia de la institución familiar basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, ya que éstos son elementos insustituibles e irrenunciables del tejido social.

En los últimos tiempos, gracias al trabajo de las diversas instancias de su País, se han ido produciendo notables logros, tanto en el plano social como económico, que permiten auspiciar un futuro más luminoso y sereno. No obstante, queda aún un largo camino por recorrer para asegurar una vida digna a los dominicanos y erradicar las lacras de la pobreza, el narcotráfico, la marginación y la violencia. Así pues, todo aquello que se oriente al fortalecimiento de las instituciones es fundamental para el bienestar de la sociedad, que se apoya en pilares como el cultivo de la honestidad y la transparencia, la independencia jurídica, el cuidado y respeto del medio ambiente y la potenciación de los servicios sociales, asistenciales, sanitarios y educativos de toda la población. Estos pasos deben ir acompañados por una fuerte determinación para erradicar definitivamente la corrupción, que conlleva tanto sufrimiento, sobre todo para los miembros más pobres e indefensos de la sociedad. En la instauración de un clima de verdadera concordia y de búsqueda de respuestas y soluciones eficaces y estables para los problemas más acuciantes, las Autoridades dominicanas encontrarán siempre la mano tendida de la Iglesia, para la construcción de una civilización más libre, pacífica, justa y fraterna.

Señor Embajador, antes de concluir nuestro encuentro, quisiera renovarle mi cercanía espiritual, junto con mis fervientes deseos para que el importante cometido que le ha sido confiado redunde en beneficio de su Nación. Le ruego que se haga intérprete de esta esperanza ante el Señor Presidente y el Gobierno de la República Dominicana. Vuestra Excelencia, su familia y el personal de esa Misión Diplomática podrán contar siempre con la estima, la buena acogida y el apoyo de esta Sede Apostólica en el desempeño de su alta responsabilidad, para la que deseo copiosos frutos. Suplico al Señor, por intercesión de Nuestra Señora de Altagracia y de Santo Domingo de Guzmán, que colme de dones celestiales a todos los hijos e hijas de ese amado País, a los que imparto complacido la Bendición Apostólica.



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