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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS
EN EL 40º ANIVERSARIO DE SU INSTITUCIÓN


Sala Clementina
Sábado 19 de diciembre de 2009

 

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo manifestaros a todos mi alegría por encontrarme con vosotros.

Saludo con gran cordialidad a los señores cardenales, a los arzobispos y a los obispos presentes. Saludo en particular al prefecto del dicasterio, el arzobispo Angelo Amato, y le agradezco las amables y afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo asimismo al secretario de la Congregación, al subsecretario, a los sacerdotes, a los religiosos, a los consultores historiadores y teólogos, a los postuladores, a los oficiales laicos y a los peritos médicos, con sus familiares, y a todos los colaboradores.

La circunstancia especial por la que os encontráis reunidos en torno al Sucesor de Pedro es la celebración del 40° aniversario de la institución de la Congregación para las causas de los santos, que ha conferido una forma más orgánica y moderna a la acción de discernimiento que la Iglesia, desde sus orígenes, ha llevado a cabo para reconocer la santidad de tantos de sus hijos. La creación de vuestro dicasterio fue preparada por las intervenciones de mis predecesores, especialmente Sixto V, Urbano VIII y Benedicto XIV, y fue realizada en 1969 por el siervo de Dios Pablo VI, gracias al cual un conjunto de experiencias, contribuciones científicas y normas procesales, se fue configurando en una síntesis inteligente y equilibrada, confluyendo en la erección de un nuevo dicasterio.

Conozco bien la actividad que, a lo largo de estos cuarenta años, ha llevado a cabo la Congregación, con competencia, al servicio de la edificación del pueblo de Dios, dando una contribución significativa a la obra de evangelización. De hecho, cuando la Iglesia venera a un santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad.

Además, para los cristianos, toda beatificación y canonización es un fuerte estímulo a vivir con intensidad y entusiasmo el seguimiento de Cristo, caminando hacia la plenitud de la existencia cristiana y la perfección de la caridad (cf. Lumen gentium, 40). A la luz de esos frutos, se comprende la importancia del papel desempeñado por el dicasterio al acompañar cada una de las etapas de un acontecimiento de tan singular profundidad y belleza, documentando con fidelidad el manifestarse del sensus fidelium que es un factor importante para el reconocimiento de la santidad.

Los santos, signo de la novedad radical que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha injertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe, no son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Los santos han realizado en plenitud la caritas in veritate que es el valor supremo de la vida cristiana, y son como las caras de un prisma, en las que, con diversos matices, se refleja la única luz que es Cristo.

La vida de estas extraordinarias figuras de creyentes, pertenecientes a todas las regiones de la tierra, presenta dos constantes significativas, que quisiera subrayar.

Ante todo, su relación con el Señor, incluso cuando recorre caminos tradicionales, nunca es fatigosa y repetitiva, sino que se expresa siempre con modalidades auténticas, vivas y originales, y brota de un intenso y comprometedor diálogo con el Señor, que valoriza y enriquece también las formas exteriores.

Además, en la vida de estos hermanos nuestros resalta la búsqueda continua de la perfección evangélica, el rechazo de la mediocridad y la tensión hacia la pertenencia total a Cristo. "Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo", es la exhortación, recogida en el libro del Levítico (19, 2), que Dios dirige a Moisés. Esta exhortación nos hace comprender que la santidad es tender constantemente a la alta medida de la vida cristiana, conquista ardua, búsqueda continua de la comunión con Dios, que lleva al creyente a esforzarse por "corresponder" con la máxima generosidad posible al designio de amor que el Padre tiene para él y para toda la humanidad.

Las principales etapas del reconocimiento de la santidad por parte de la Iglesia, es decir, la beatificación y la canonización, están unidas entre sí por un vínculo de gran coherencia. A ellas es preciso añadir, como fase preparatoria indispensable, la declaración de heroicidad de las virtudes o del martirio de un siervo de Dios y la verificación de algún don extraordinario, el milagro, que el Señor concede por intercesión de uno de sus siervos fieles.

¡Cuánta sabiduría pedagógica se manifiesta en este itinerario! En un primer momento, se invita al pueblo de Dios a mirar a los hermanos que, después de un primer discernimiento atento, son propuestos como modelos de vida cristiana; luego, se le exhorta a rendirles un culto de veneración y de invocación circunscrito al ámbito de las Iglesias locales o de Órdenes religiosas; y, por último, se le invita a exultar con toda la comunidad de los creyentes por la certeza de que, gracias a la solemne proclamación pontificia, uno de sus hijos o hijas ha alcanzado la gloria de Dios, donde participa en la perenne intercesión de Cristo en favor de los hermanos (cf. Hb 7, 25).

En este camino la Iglesia acoge con alegría y asombro los milagros que Dios, en su infinita bondad, le concede gratuitamente para confirmar la predicación evangélica (cf. Mc 16, 20). Asimismo, acoge el testimonio de los mártires como la forma más límpida e intensa de configuración con Cristo.

Esta manifestación progresiva de la santidad en los creyentes corresponde al estilo elegido por Dios al revelarse a los hombres y, al mismo tiempo, es parte del camino con el que el pueblo de Dios crece en la fe y en el conocimiento de la Verdad.

El acercamiento gradual a la "plenitud de la luz" emerge de modo singular en el paso de la beatificación a la canonización. De hecho, en este itinerario se realizan acontecimientos de gran vitalidad religiosa y cultural, en los que invocación litúrgica, devoción popular, imitación de las virtudes, estudio histórico y teológico, y atención a las "señales de lo alto" se entrelazan y se enriquecen mutuamente. En esta circunstancia se realiza una modalidad particular de la promesa de Jesús a los discípulos de todos los tiempos: "El Espíritu de verdad os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16, 13). En efecto, el testimonio de los santos pone de manifiesto y da a conocer aspectos siempre nuevos del mensaje evangélico.

Como subrayó en sus palabras el excelentísimo prefecto, en el itinerario para el reconocimiento de la santidad emerge una riqueza espiritual y pastoral que implica a toda la comunidad cristiana. La santidad, es decir, la transfiguración de las personas y de las realidades humanas a imagen de Cristo resucitado, representa el objetivo último del plan de salvación divina, como recuerda el apóstol san Pablo: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1 Ts 4, 3).

Queridos hermanos y hermanas, la solemnidad de la Navidad, para la que nos estamos preparando, hace resplandecer con plena luz la dignidad de todo hombre, llamado a convertirse en hijo de Dios. En la experiencia de los santos esta dignidad se realiza en las circunstancias históricas concretas, en los temperamentos personales, en las opciones libres y responsables, y en los carismas sobrenaturales.

Así pues, confortados por un número tan grande de testigos, apresuremos también nosotros el paso hacia el Señor que viene, elevando la espléndida invocación con la que culmina el himno del Te Deum: "Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari"; en tu venida gloriosa, acógenos, oh Verbo encarnado, en la asamblea de tus santos.

Con estos deseos, de buen grado expreso a cada uno mi más ferviente felicitación por las inminentes fiestas navideñas, y con afecto imparto la bendición apostólica.



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