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ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS PREGUNTAS DE LOS PÁRROCOS ROMANOS


Sala de las Bendiciones
Jueves 26 de febrero de 2009

 

Santo Padre, soy don Gianpiero Palmieri, párroco de la parroquia de San Frumencio en los Prati Fiscali. Quiero hacerle una pregunta sobre la misión evangelizadora de la comunidad cristiana, y en particular sobre el papel y la formación de los presbíteros dentro de esta misión evangelizadora.

Para explicarme, parto de un episodio personal. Cuando, joven presbítero, comencé mi servicio pastoral en la parroquia y en la escuela, me sentía fuerte por el bagaje de los estudios y por la formación recibida, bien afirmado en el mundo de mis convicciones de los sistemas de pensamiento. Una mujer creyente y sabia, al verme en acción, meneó la cabeza sonriendo y me dijo: "Don Gianpiero, ¿cuándo te vas a poner los pantalones largos?, ¿cuándo vas a llegar a ser hombre?". Es un episodio que se me grabó en el corazón. Aquella mujer sabia intentaba explicarme que la vida, el mundo real, Dios mismo, son más grandes y sorprendentes que los conceptos que nosotros elaboramos. Me invitaba a ponerme a la escucha de lo humano para intentar entender, para comprender, sin tener prisa en juzgar. Me pedía que aprendiera a entrar en relación con la realidad, sin temores, porque en la realidad se encuentra Cristo mismo, que actúa misteriosamente en su Espíritu.

Hoy los presbíteros no nos sentimos preparados o adecuados para la misión evangelizadora, andamos todavía con los pantalones cortos, tanto en el aspecto cultural —no conocemos las grandes directrices del pensamiento contemporáneo, en sus características positivas y en sus límites— como, sobre todo, en el aspecto humano. Siempre corremos el riesgo de ser demasiado esquemáticos, incapaces de comprender de modo adecuado el corazón de los hombres de hoy. El anuncio de la salvación en Jesús ¿no es también el anuncio del hombre nuevo Jesús, el Hijo de Dios, en el que nuestra pobre humanidad es redimida, hecha auténtica, transformada por Dios? Entonces mi pregunta es esta: ¿Comparte usted estos pensamientos? A nuestras comunidades cristianas viene mucha gente herida por la vida. ¿Qué lugares y formas podemos inventar para ayudar a los demás al encuentro con Jesús? ¿Y cómo construir en nosotros, sacerdotes, una humanidad hermosa y fecunda? Gracias, Santidad.

Benedicto XVI:

Gracias. Queridos hermanos, ante todo quiero expresar mi gran alegría de estar con vosotros, párrocos de Roma, mis párrocos; estamos en familia. El cardenal vicario nos ha dicho bien que es un momento de descanso espiritual. Y en este sentido también agradezco el hecho de poder comenzar la Cuaresma con un momento de descanso espiritual, de respiro espiritual, en contacto con vosotros. Asimismo, ha dicho: estamos juntos para que vosotros podáis contarme vuestras experiencias, vuestros sufrimientos y también vuestros éxitos y alegrías. Por tanto, yo no diría que aquí habla un oráculo, al que vosotros preguntáis. Estamos, más bien, en un intercambio familiar, en el que para mí es muy importante conocer, a través de vosotros, la vida en las parroquias, vuestras experiencias con la Palabra de Dios en el contexto del mundo actual.

Yo también quiero aprender, acercarme a la realidad de la que aquí, en el palacio apostólico, se está un poco alejado. Y este es también el límite de mis respuestas. Vosotros vivís en contacto directo, día a día, con el mundo de hoy; yo vivo en contactos esporádicos, que son muy útiles. Por ejemplo, ahora he tenido la visita "ad limina" de los obispos de Nigeria. Así he podido ver, a través de las personas, la vida de la Iglesia en un país importante de África, el más grande, con 140 millones de habitantes, gran número de católicos, y tocar las alegrías y también los sufrimientos de la Iglesia.

Pero para mí, obviamente, este es un descanso espiritual, porque es una Iglesia como la vemos en los Hechos de los Apóstoles. Una Iglesia donde reina la alegría lozana de haber encontrado a Cristo, de haber encontrado al Mesías de Dios. Una Iglesia que vive y crece cada día. La gente está contenta de encontrar a Cristo. Tienen vocaciones, y así pueden dar sacerdotes fidei donum a los distintos países del mundo. Y, ciertamente, ver que no es una Iglesia cansada, como se encuentra a menudo en Europa, sino una Iglesia joven, llena de alegría del Espíritu Santo, es un refresco espiritual. Pero, con todas estas experiencias universales, para mí también es importante ver mi diócesis, los problemas y todas las realidades que viven en esta diócesis.

En este sentido, estoy de acuerdo con usted en lo fundamental: no basta predicar o hacer pastoral con el valioso bagaje adquirido en los estudios de teología. Esto es importante y fundamental, pero se debe personalizar: de conocimiento académico, que hemos aprendido y también reflexionado, debe convertirse en visión personal de mi vida, para llegar a otras personas. En este sentido, quiero decir que en el encuentro con nuestros parroquianos es importante, por una parte, concretar con nuestra experiencia personal de fe la gran palabra de la fe, pero también no perder su sencillez. Naturalmente, palabras grandes de la tradición —como sacrificio de expiación, redención del sacrificio de Cristo, pecado original— hoy son incomprensibles como tales. No podemos trabajar sólo con grandes fórmulas, verdaderas, pero que ya no se entienden en el contexto del mundo de hoy. A través del estudio, de lo que nos dicen los maestros de teología, y de nuestra experiencia personal con Dios, debemos concretar, traducir esas grandes palabras, de forma que entren en el anuncio de Dios al hombre de hoy.

Y, por otra parte, yo diría que no debemos cubrir la sencillez de la Palabra de Dios en valoraciones demasiado pesadas de consideraciones humanas. Recuerdo que un amigo, tras haber escuchado predicaciones con largas reflexiones antropológicas para llegar juntos al Evangelio, decía: A mí no me interesan estas consideraciones; yo quiero entender lo que dice el Evangelio. Y me parece que, a menudo, en lugar de largas reflexiones, sería mejor decir —yo lo hice cuando estaba aún en mi vida normal—: este Evangelio no nos gusta, somos contrarios a lo que dice el Señor. ¿Pero qué quiere decir? Si yo digo sinceramente que a primera vista no estoy de acuerdo, ya hemos puesto atención: se ve que yo quisiera, como hombre de hoy, entender lo que dice el Señor. Así podemos entrar de lleno en el núcleo de la Palabra, sin largos rodeos.

También debemos tener presente, sin falsas simplificaciones, que los doce apóstoles eran pescadores, artesanos, de una provincia, Galilea, sin preparación particular, sin conocimiento del gran mundo griego o latino. Y sin embargo fueron a todos los lugares del Imperio, incluso fuera de él, hasta la India, y anunciaron a Cristo con sencillez y con la fuerza de la sencillez de lo que es verdadero. Y también esto me parece importante: no perdamos la sencillez de la verdad. Dios existe y no es un ser hipotético, lejano, sino cercano; ha hablado con nosotros, ha hablado conmigo. Así digamos sencillamente qué es y cómo se puede y se debe explicar y desarrollar naturalmente. Pero no perdamos el hecho de que no proponemos reflexiones, no proponemos una filosofía, sino el anuncio sencillo del Dios que ha actuado. Y que ha actuado también conmigo.

Y, después, para la contextualización cultural, romana —que es absolutamente necesaria—, yo diría que la primera ayuda es nuestra experiencia personal. No vivimos en la luna. Soy un hombre de este tiempo si vivo sinceramente mi fe en la cultura de hoy, siendo uno que vive con los medios de comunicación de hoy, con los diálogos, con las realidades de la economía, con todo, si yo mismo tomo en serio mi propia experiencia e intento personalizar en mí esta realidad. Así estamos en el camino de hacer que también los demás nos entiendan. San Bernardo de Claraval, en su libro de reflexiones a su discípulo el Papa Eugenio, dijo: intenta beber de tu propia fuente, es decir, de tu propia humanidad. Si eres sincero contigo mismo y empiezas a ver en ti qué es la fe, con tu experiencia humana en este tiempo, bebiendo de tu propio pozo, como dice san Bernardo, también puedes decir a los demás lo que hay que decir. En este sentido, me parece importante estar realmente atentos al mundo de hoy, pero también al Señor presente en mí mismo: ser un hombre de este tiempo y a la vez un creyente de Cristo, que en sí transforma el mensaje eterno en mensaje actual.

¿Y quién conoce a los hombres de hoy mejor que el párroco? La casa parroquial no está en el mundo, sino en la parroquia. Y allí a menudo los hombres acuden normalmente al párroco sin máscara, sin otros pretextos, sino en situación de sufrimiento, de enfermedad, de muerte, de cuestiones familiares. Vienen al confesonario sin máscara, con su propio ser. Ninguna otra profesión —me parece— da esta posibilidad de conocer al hombre como es en su humanidad y no en el papel que desempeña en la sociedad. En este sentido, podemos estudiar realmente al hombre tal como es en su profundidad, cuando no desempeña papeles; podemos conocer también nosotros mismos al ser humano, al hombre siempre en la escuela de Cristo. En este sentido, yo diría que es absolutamente importante conocer al hombre, al hombre de hoy, en nosotros y con los demás, pero siempre en la escucha atenta al Señor y aceptando en mí la semilla de la Palabra, porque en mí se transforma en trigo y se hace comunicable a los demás.

Soy don Fabio Rosini, párroco de Santa Francisca Romana en el Ardeatino. Ante el actual proceso de secularización y sus evidentes consecuencias sociales y existenciales, muy oportunamente, en muchas ocasiones, hemos recibido de su magisterio, en admirable continuidad con el de su venerado predecesor, la exhortación a la urgencia del primer anuncio, al celo pastoral por la evangelización o nueva evangelización, a tener una mentalidad misionera. Hemos comprendido que es muy importante la conversión de la acción pastoral ordinaria, sin presuponer ya la fe de la masa y sin contentarnos con atender a la porción de creyentes que persevera, gracias a Dios, en la vida cristiana, sino interesándonos más decidida y orgánicamente por las muchas ovejas perdidas o, al menos, desorientadas. Muchos presbíteros romanos, con diversos enfoques, hemos intentado responder a esta urgencia objetiva de refundar o con frecuencia incluso de fundar la fe. Se están multiplicando las experiencias de primer anuncio y no faltan resultados muy esperanzadores. Personalmente puedo constatar que el Evangelio, anunciado con alegría y franqueza, no tarda en ganarse el corazón de los hombres y mujeres de esta ciudad, precisamente porque es la verdad y corresponde a la necesidad más íntima de la persona humana.

En efecto, la belleza del Evangelio y de la fe, si se presenta con amorosa autenticidad, es evidente por sí misma. Pero los números, a veces sorprendentemente altos, no garantizan por sí mismos la bondad de una iniciativa. En la historia de la Iglesia, incluso la reciente, no faltan ejemplos. Un éxito pastoral, paradójicamente, puede esconder un error, un defecto en su planteamiento, que quizás no se vea inmediatamente. Por eso quiero preguntarle: ¿Cuáles deben ser los criterios imprescindibles de esta urgente acción de evangelización? ¿Cuáles son, según usted, los elementos que garantizan que no se corre en vano en la labor pastoral del anuncio a esta generación contemporánea a nosotros? Le pido humildemente que nos señale, en su prudente discernimiento, los parámetros que hay que respetar y valorar para poder decir que realizamos una obra evangelizadora que sea genuinamente católica y que produzca frutos para la Iglesia. Le agradezco de corazón su iluminado magisterio. Bendíganos.

Benedicto XVI:

Me alegra oír que se hace realmente este primer anuncio, que se va más allá de los límites de la comunidad fiel, de la parroquia, buscando las ovejas perdidas; que se intenta ir hacia el hombre de hoy que vive sin Cristo, que ha olvidado a Cristo, para anunciarle el Evangelio. Y me alegra oír que no sólo se hace esto, sino que de ahí se consiguen incluso éxitos numéricamente confortantes. Así pues, veo que vosotros sois capaces de hablar a aquellas personas en las que se debe refundar, o incluso fundar, la fe.

Para este trabajo concreto yo no puedo dar recetas, porque se pueden seguir distintos caminos, según las personas, según sus profesiones, según las diversas situaciones. El catecismo indica la esencia de lo que hay que anunciar. Pero quien conoce las situaciones es quien debe aplicar las indicaciones, encontrar un método para abrir los corazones e invitar a ponerse en camino con el Señor y con la Iglesia.

Usted habla de los criterios de discernimiento para no correr en vano. Ante todo quiero decir que las dos partes son importantes. La comunidad de los fieles es muy importante y no debemos subestimar —incluso mirando a las numerosas personas que están alejadas— la realidad positiva y hermosa que constituyen estos fieles, los cuales dicen sí al Señor en la Iglesia, intentando vivir la fe, intentando seguir las huellas del Señor. Como he dicho hace un momento al responder a la primera pregunta, debemos ayudar a estos fieles a ver la presencia de la fe, a entender que no es algo del pasado, sino que hoy muestra el camino, enseña a vivir como hombre. Es muy importante que en su párroco encuentren realmente al pastor que los ama y les ayuda a escuchar hoy la Palabra de Dios; a entender que es una Palabra para ellos y no sólo para las personas del pasado o del futuro; que les ayuda también en la vida sacramental, en la experiencia de la oración, en la escucha de la Palabra de Dios y en la vida de la justicia y de la caridad, porque los cristianos deberían ser fermento en nuestra sociedad, en la que existen tantos problemas, tantos peligros y tanta corrupción.

Así, creo que pueden desempeñar también un papel misionero "sin palabras", ya que se trata de personas que viven realmente una vida recta. Dan testimonio de que es posible vivir bien en los caminos indicados por el Señor. Nuestra sociedad necesita precisamente estas comunidades capaces de vivir hoy la justicia no sólo para sí mismas sino también para los demás. Personas que, como hemos oído en la primera lectura, sepan vivir la vida. Esta lectura al principio dice: "Elige la vida": es fácil decir sí. Pero luego prosigue: "Tu vida es Dios". Por tanto, elegir la vida es elegir la opción por la vida, porque es la opción por Dios. Si hay personas o comunidades que hacen esta opción completa por la vida y hacen visible el hecho de que la vida que han escogido es realmente vida, dan un testimonio de grandísimo valor.

Y paso a una segunda reflexión. Para el anuncio necesitamos dos elementos: la Palabra y el testimonio. Como nos dice el Señor mismo, es necesaria la Palabra que dice lo que él nos ha dicho, que hace aparecer la verdad de Dios, la presencia de Dios en Cristo, el camino que se abre delante de nosotros. Por tanto, como usted ha dicho, se trata de un anuncio en el presente, que traduce las palabras del pasado al mundo de nuestra experiencia. Es absolutamente indispensable, fundamental, dar credibilidad a esta Palabra con el testimonio, para que no aparezca sólo como una filosofía bonita, o como una utopía bonita, sino más bien como una realidad. Una realidad con la que se puede vivir; y no sólo eso: una realidad que también hace vivir. En este sentido me parece que el testimonio de la comunidad creyente, como telón de fondo de la Palabra, del anuncio, es sumamente importante. Con la Palabra debemos abrir lugares de experiencia de la fe a aquellos que buscan a Dios. Así lo hizo la Iglesia antigua con el catecumenado, que no era simplemente una catequesis, algo doctrinal, sino un lugar de experiencia progresiva de la vida de la fe, en la cual se revela también la Palabra, que sólo se hace comprensible si se interpreta con la vida, si se realiza con la vida.

Por tanto, junto con la Palabra, me parece importante la presencia de un lugar de hospitalidad de la fe, un lugar en el que se hace una experiencia progresiva de la fe. Y aquí veo también una de las tareas de la parroquia: ofrecer hospitalidad a quienes no conocen esta vida típica de la comunidad parroquial. No debemos ser un círculo cerrado en nosotros mismos. Tenemos nuestras costumbres, pero de cualquier modo debemos abrirnos e intentar crear también vestíbulos, es decir, espacios de acercamiento. Uno que estaba alejado no puede entrar inmediatamente en la vida formada de una parroquia, que ya tiene sus costumbres. Para él, de momento, todo es muy sorprendente, lejano de su vida. Por tanto, debemos tratar de crear, con ayuda de la Palabra, lo que la Iglesia antigua creó con los catecumenados: espacios donde se pueda empezar a vivir la Palabra, a seguir la Palabra, a hacerla comprensible y realista, correspondiendo a formas de experiencia real. En este sentido me parece muy importante lo que usted ha señalado, es decir, la necesidad de unir la Palabra con el testimonio de una vida recta, de ser para los demás, de abrirse a los pobres, a los necesitados, pero también a los ricos, que necesitan abrir su corazón, necesitan que alguien llame a su corazón. Así pues, se trata de espacios diversos, según la situación.

Me parece que en teoría se puede decir poco, pero la experiencia concreta mostrará los caminos que conviene seguir. Y naturalmente —un criterio que siempre es importante seguir— es necesario estar en la gran comunión de la Iglesia, aunque quizás en un espacio aún algo lejano, es decir, en comunión con el obispo, con el Papa, y así en comunión con el gran pasado y con el gran futuro de la Iglesia. En efecto, estar en la Iglesia católica no implica sólo estar en un gran camino que nos precede; significa también estar en la perspectiva de una gran apertura al futuro. Un futuro que se abre sólo de esta forma. Quizás podría proseguir hablando de los contenidos, pero podemos encontrar otra ocasión para hacerlo.

Santo Padre, soy don Giuseppe Forlai, vicario parroquial en la parroquia de San Juan Crisóstomo, en el sector norte de nuestra diócesis. La emergencia educativa, de la que usted, Santidad, ha hablado autorizadamente, también es, como todos sabemos, una emergencia de educadores, de modo especial en dos aspectos. Ante todo, es necesario prestar más atención a la continuidad de la presencia del educador-sacerdote. Un joven no hace un pacto de crecimiento con quien se va después de dos o tres años, entre otras razones porque ya está comprometido emotivamente a gestionar sus relaciones con unos padres que abandonan la casa, con nuevos compañeros de la madre o del padre, con profesores precarios que cada año cambian. Para educar hace falta estabilidad. La primera necesidad que siento es, por tanto, la de cierta estabilidad del educador-sacerdote en el lugar.

Segundo aspecto: creo que el segundo campo donde está en juego la pastoral juvenil es el de la cultura. La cultura entendida como competencia emotivo-relacional y como dominio de las palabras que contienen los conceptos. Un joven sin esta cultura, el día de mañana puede ser un pobre hombre, corre el peligro de fracasar afectivamente y de naufragar en el mundo del trabajo. Un joven sin esta cultura corre el peligro de ser un no creyente o, peor aún, un practicante sin fe, porque la incompetencia en las relaciones deforma la relación con Dios, y la ignorancia de las palabras bloquea la comprensión de la excelencia de la palabra del Evangelio.

No basta que los jóvenes llenen físicamente los locales de nuestros oratorios para pasar un rato de su tiempo libre. Yo quisiera que el oratorio fuera un lugar donde se aprenda a desarrollar competencias relacionales y donde a uno se le escucha y se le apoya en sus estudios. Un lugar que no sea el refugio constante de quienes no tienen ganas de estudiar o de comprometerse, sino una comunidad de personas que planteen los interrogantes adecuados para abrir al sentido religioso y donde se haga la gran caridad de ayudar a pensar.

Y aquí se debería abrir también una reflexión seria sobre la colaboración entre oratorios y profesores de religión. Santidad, diríjanos de nuevo una palabra autorizada sobre estos dos aspectos de la emergencia educativa: la necesaria estabilidad de los agentes y la urgencia de tener educadores-sacerdotes culturalmente capaces. Muchas gracias.

Benedicto XVI:

Bien, comencemos por el segundo punto, que es más amplio y, en cierto sentido, también más fácil. Ciertamente, un oratorio en el que sólo se realizan juegos y se toman bebidas sería completamente superfluo. En realidad, el sentido de un oratorio debe ser una formación cultural, humana y cristiana de la personalidad, que debe llegar a ser una personalidad madura. En esto estamos totalmente de acuerdo y, a mi parecer, precisamente hoy existe una pobreza cultural, pues se saben muchas cosas, pero sin corazón, sin una conexión interior, ya que falta una visión común del mundo.

Por eso, una solución cultural inspirada por la fe de la Iglesia, por el conocimiento de Dios que nos ha dado, es absolutamente necesaria. Yo diría que la función de un oratorio es precisamente que uno no sólo encuentre posibilidades para su tiempo libre, sino sobre todo que encuentre formación humana integral que le lleve a forjarse una personalidad completa.

Desde luego, el mismo sacerdote como educador debe estar bien formado y debe estar inmerso en la cultura actual, debe tener una gran cultura, para ayudar también a los jóvenes a entrar en una cultura inspirada por la fe. Yo añadiría, naturalmente, que al final el punto de orientación de toda cultura es Dios, el Dios presente en Cristo. Hoy vemos cómo hay personas con muchos conocimientos, pero sin orientación interior. Así la ciencia puede ser incluso peligrosa para el hombre, porque sin orientaciones éticas más profundas, deja al hombre a merced de la arbitrariedad y, por tanto, sin las orientaciones necesarias para llegar a ser realmente hombre.

En este sentido, el corazón de toda formación cultural, tan necesaria, debe ser sin duda la fe: conocer el rostro de Dios que se manifestó en Cristo y así tener el punto de orientación para toda la otra cultura, que de lo contrario queda desorientada y desorienta. Una cultura sin conocimiento personal de Dios y sin conocimiento del rostro de Dios en Cristo, es una cultura que podría ser incluso destructiva, porque no conoce las orientaciones éticas necesarias. En este sentido, a mi parecer, tenemos realmente una misión de formación cultural y humana profunda, que se abre a todas las riquezas de la cultura de nuestro tiempo, pero también da el criterio, el discernimiento para probar hasta qué punto es cultura verdadera y hasta qué punto podría ser una anti-cultura.

Para mí es mucho más difícil la primera pregunta —esta pregunta se dirige también a su eminencia—, es decir, la permanencia del joven sacerdote para dar orientación a los jóvenes. Sin duda, una relación personal con el educador es importante y debe tener también la posibilidad de cierto período para orientarse juntos. Y, en este sentido, estoy de acuerdo en que el sacerdote, punto de orientación para los jóvenes, no puede cambiar cada día, pues así pierde precisamente esta orientación.

Por otra parte, el sacerdote joven también debe hacer experiencias diversas en contextos culturales diferentes, precisamente para llegar a adquirir, al final, el bagaje cultural necesario para ser, como párroco, punto de referencia durante largo tiempo en la parroquia. Y yo diría que en la vida del joven las dimensiones del tiempo son diferentes de las de la vida de un adulto. Los tres años que van desde los 16 hasta los 19, son al menos tan largos e importantes como los que van de los 40 a los 50. En efecto, precisamente en ellos se forja la personalidad; es un camino interior de gran importancia, de gran alcance existencial.

En este sentido, yo diría que tres años para un vicario parroquial es tiempo suficiente para formar a una generación de jóvenes. Por otra parte, así también puede conocer otros contextos, aprender en otras parroquias situaciones diferentes y enriquecer su bagaje humano. Este tiempo siempre basta para mantener cierta continuidad, un camino educativo de experiencia común, para aprender a ser hombre. Por lo demás, como ya he dicho, en la juventud tres años son un tiempo decisivo y muy largo, porque en ellos se forja realmente la personalidad futura.

Así pues, me parece que se podrían conciliar las dos exigencias: por una parte, que el sacerdote joven tenga la posibilidad de hacer experiencias diferentes a fin de enriquecer su bagaje de experiencia humana; y, por otra, la necesidad de estar un tiempo determinado con los jóvenes para introducirlos realmente en la vida, para enseñarles a ser personas humanas. En este sentido, creo que se pueden conciliar estos dos aspectos: experiencias diversas para un sacerdote joven, y continuidad en el acompañamiento de los jóvenes para guiarlos en la vida. Pero no sé lo que pueda decir el cardenal vicario en este sentido.

Cardenal Vallini:

Santo Padre, naturalmente comparto estas dos exigencias, la conciliación de las dos exigencias. A mi parecer, en Roma, por lo poco que he podido conocer, de algún modo se conserva cierta estabilidad de los sacerdotes jóvenes en las parroquias al menos durante algunos años, salvo excepciones. Siempre puede haber excepciones. Pero el verdadero problema surge a veces de graves exigencias o de situaciones concretas, sobre todo en las relaciones entre el párroco y el vicario parroquial —y aquí toco un nervio muy sensible—, así como también de la escasez de sacerdotes jóvenes.

Como ya le he dicho en otras ocasiones, cuando me ha recibido en audiencia, uno de los problemas más graves de nuestra diócesis es precisamente el número de las vocaciones al sacerdocio. Yo estoy convencido de que el Señor llama, de que sigue llamando. Tal vez deberíamos hacer algo más. Roma puede dar vocaciones; estoy convencido de que las dará. Pero en esta materia tan compleja interfieren muchos aspectos. Yo creo que se está garantizando cierta estabilidad y también yo, en la medida de mis posibilidades, seguiré las líneas que nos ha indicado usted, Santo Padre.

Santidad, soy don Giampiero Ialongo, uno de los muchos párrocos que desempeñamos nuestro ministerio en la periferia de Roma, concretamente en Torre Angela, en el confín con Torbellamonaca, Borghesiana, Borgata Finocchio y Colle Prenestino. Estas periferias, como muchas otras, a menudo están olvidadas y descuidadas por parte de las instituciones. Me alegra que nos haya convocado esta tarde el presidente del municipio. Veremos qué sale de este encuentro con las autoridades municipales.

En nuestras periferias, quizá más que en otras zonas de nuestra ciudad, existe un fuerte malestar como consecuencia de la crisis económica internacional que comienza a gravar sobre las condiciones concretas de vida de numerosas familias. Como Cáritas parroquial, y sobre todo como Cáritas diocesana, hemos puesto en marcha muchas iniciativas encaminadas ante todo a la escucha, pero también a una ayuda material, concreta, a todas las personas que se dirigen a nosotros, sin distinción de raza, cultura o religión.

A pesar de ello, somos conscientes de que cada vez más se trata de una auténtica emergencia. Me parece que muchas, demasiadas personas —no sólo jubilados, sino también personas que tienen un empleo regular, un contrato a tiempo indeterminado— encuentran grandes dificultades para cuadrar las cuentas familiares. Regalamos paquetes de víveres o ropa; a veces damos ayuda económica concreta para pagar los recibos o el alquiler. Eso puede constituir una ayuda, pero creo que no es la solución. Estoy convencido de que como Iglesia deberíamos preguntarnos qué más podemos hacer, y sobre todo qué motivos han llevado a esta situación generalizada de crisis.

Deberíamos tener la valentía de denunciar un sistema económico y financiero injusto en sus raíces. Yo creo que, ante los desequilibrios introducidos por este sistema, no basta un poco de optimismo. Hace falta una palabra autorizada, una palabra libre, que ayude a los cristianos, como la que usted ya ha pronunciado, Santo Padre, para administrar con sabiduría evangélica y con responsabilidad los bienes que Dios ha dado para todos y no sólo para unos pocos. Aunque ya en otras ocasiones hemos escuchado su palabra sobre esto, me gustaría escucharla una vez más, en este contexto. Gracias, Santidad.

Benedicto XVI:

Ante todo, quiero dar las gracias al cardenal vicario por sus palabras de confianza: Roma puede dar más candidatos para la mies del Señor. Sobre todo debemos orar al Señor de la mies, pero también debemos hacer lo que está de nuestra parte para animar a los jóvenes a decir sí al Señor. Desde luego, son precisamente los sacerdotes jóvenes quienes deben dar ejemplo a la juventud de que es hermoso trabajar para el Señor. En este sentido, estamos llenos de esperanza. Oremos al Señor y hagamos lo que esté de nuestra parte.

Ahora afrontemos esta cuestión, que toca el nervio de los problemas de nuestro tiempo. Yo distinguiría dos niveles. El primero, es el de la macroeconomía, que luego se realiza y afecta incluso al último ciudadano, el cual siente las consecuencias de una construcción equivocada. Naturalmente, denunciar esto es un deber de la Iglesia. Como sabéis, desde hace mucho tiempo estoy preparando una encíclica sobre estos puntos. Y, en este largo camino, veo que es difícil hablar con competencia, porque, si no se afrontan con competencia ciertas cuestiones económicas, no podemos ser creíbles. Por otra parte, también es preciso hablar con razonamientos éticos, fundados y suscitados por una conciencia formada según el Evangelio.

Así pues, hay que denunciar esos errores fundamentales que ahora se manifiestan en el hundimiento de los grandes bancos estadounidenses; son errores en el fondo. En definitiva, se trata de la avaricia humana como pecado o, como dice la carta a los Colosenses, la avaricia como idolatría. Debemos denunciar esta idolatría que va contra el verdadero Dios, que es la falsificación de la imagen de Dios, suplantándola con otro dios, "mammona". Debemos hacerlo con valentía, pero también de forma concreta, porque los grandes moralismos no ayudan si no se apoyan en conocimientos de las realidades, los cuales ayudan también a comprender qué se puede hacer en concreto para cambiar poco a poco la situación. Y, para poder hacerlo, naturalmente es necesario el conocimiento de esta verdad y la buena voluntad de todos.

Aquí llegamos al punto principal: ¿existe realmente el pecado original? Si no existiera, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos accesibles a cada uno e irrefutables, y a la buena voluntad que existiría en todos. Sólo de este modo podríamos seguir adelante y reformar la humanidad. Pero no es así. La razón, incluida la nuestra, está oscurecida, como constatamos cada día, puesto que el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en quererme a mí mismo por encima de todo y en considerar que el mundo existe para mí. Este egoísmo lo llevamos todos. Este es el oscurecimiento de la razón: puede ser muy docta, con argumentos científicos estupendos, y a pesar de ello sigue oscurecida por falsas premisas. De este modo, avanza con gran inteligencia, a grandes pasos, pero por un camino equivocado.

También la voluntad, como dicen los santos Padres, está inclinada. El hombre sencillamente no está dispuesto a hacer el bien, sino que se busca sobre todo a sí mismo, o busca el bien de su propio grupo. Por eso, encontrar realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, ya no resulta fácil, y en el diálogo se desarrolla con dificultad. Sin la luz de la fe, que entra en las tinieblas del pecado original, la razón no puede salir adelante. Y la fe luego encuentra precisamente la resistencia de nuestra voluntad. Esta no quiere ver el camino, que también sería un camino de renuncia a sí mismo y de corrección de la propia voluntad en favor de los demás y no de sí mismo.

Por eso, hay que hacer una denuncia razonable y razonada de los errores, no con grandes moralismos, sino con razones concretas, que resulten comprensibles en el mundo de la economía de hoy. Esta denuncia es importante; para la Iglesia es un mandato desde siempre. Sabemos que en la nueva situación que se ha creado en el mundo industrial, la doctrina social de la Iglesia, comenzando por León XIII trata de hacer estas denuncias —y no sólo las denuncias, que resultan insuficientes—, sino también de mostrar los caminos difíciles donde, paso a paso, se exige el asentimiento de la razón y el asentimiento de la voluntad, juntamente con la corrección de mi conciencia, con la voluntad de renunciar en cierto sentido a mí mismo para colaborar en lo que es la verdadera finalidad de la vida humana, de la humanidad.

Dicho esto, la Iglesia tiene siempre la misión de estar vigilante, de hacer todo lo posible por conocer las razones del mundo económico, de entrar en ese razonamiento y de iluminar ese razonamiento con la fe que nos libra del egoísmo del pecado original. La Iglesia tiene la misión de entrar en este discernimiento, en este razonamiento; de hacerse escuchar, incluso en los diversos niveles nacionales e internacionales, para ayudar a corregir. Y esto no resulta fácil, porque muchos intereses personales y de grupos nacionales se oponen a una corrección radical. Quizá sea pesimismo, pero a mí me parece realismo, pues mientras exista el pecado original no llegaremos nunca a una corrección radical y total. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para lograr al menos correcciones provisionales, suficientes para ayudar a la humanidad a vivir y para poner freno al dominio del egoísmo, que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía nacional e internacional.

Este es el primer nivel. El segundo es ser realistas y ver que estas grandes finalidades de la macro-ciencia no se realizan en la micro-ciencia, la macroeconomía en la microeconomía, sin la conversión de los corazones. Si no hay justos, tampoco hay justicia. Debemos aceptar esto. Por eso, la educación en orden a la justicia es un objetivo prioritario; podríamos decir también que es la prioridad. San Pablo dice que la justificación es efecto de la obra de Cristo. No es un concepto abstracto, que se refiera a pecados que hoy no nos interesan, sino que se refiere precisamente a la justicia integral. Sólo Dios puede dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación en diversos niveles, en todos los niveles posibles.

No se puede crear la justicia en el mundo sólo con modelos económicos buenos, aunque son necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos. Y no hay justos si no existe el trabajo humilde, diario, de convertir los corazones, y de crear justicia en los corazones. Sólo así se extiende también la justicia correctiva. Por eso, el trabajo del párroco es tan fundamental, no sólo para la parroquia, sino también para toda la humanidad. Porque, como he dicho, si no hay justos, la justicia sería sólo abstracta. Y las estructuras buenas no se realizan si se opone el egoísmo incluso de personas competentes.

Nuestro trabajo humilde, diario, es fundamental para conseguir las grandes finalidades de la humanidad. Y debemos trabajar juntos en todos los niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar qué se puede hacer y cómo se puede hacer. Las Conferencias episcopales y los obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en orden a la justicia. Me parece que sigue siendo verdadero y realista el diálogo de Abraham con Dios (cf. Gn 18, 22-23), cuando el primero dice: ¿En verdad vas a destruir la ciudad? Tal vez haya cincuenta justos, o tal vez diez. Y diez justos bastan para que la ciudad sobreviva. Ahora bien, si no hay diez justos, la ciudad no sobrevivirá, a pesar de toda la doctrina económica. Por eso, debemos hacer lo necesario para educar y garantizar al menos diez justos y, si es posible, muchos más. Con nuestro anuncio hacemos precisamente que haya muchos justos, que esté realmente presente la justicia en el mundo.

Como efecto, los dos niveles son inseparables. Por una parte, si no anunciamos la macro-justicia, no crecerá la micro-justicia. Pero, por otra, si no hacemos el trabajo muy humilde de la micro-justicia, tampoco crecerá la macro-justicia. Y, como dije ya en mi primera encíclica, siempre, con todos los sistemas que puedan existir en el mundo, además de la justicia que buscamos, es necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a la caridad es educar en la fe, es llevar a Dios.

Santo Padre, soy don Marco Valentini, vicario en la parroquia de San Ambrosio. Durante mi etapa de formación no veía tan claramente como ahora la importancia de la liturgia. Ciertamente, no faltaban las celebraciones, pero no comprendía bien que "la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium, 10). Más bien, la consideraba un hecho técnico para el éxito de una celebración, o una práctica piadosa, y no un contacto con el misterio que salva, un dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología, un medio para realizar la tan anhelada integración entre lo que se estudia y la vida espiritual.

Por otra parte, yo creía que la liturgia no era estrictamente necesaria para ser cristiano, o para la salvación, sino que bastaba esforzarse por cumplir las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la liturgia. Pienso que sin la liturgia nuestra fe se reduciría a una moral, a una idea, a una doctrina, a un hecho del pasado, y los sacerdotes pareceríamos profesores o consejeros, más que mistagogos que introducen a las personas en el misterio. La Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la liturgia y que mantiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum Concilium, 6; y Prefacio del Leccionario, 4 y 10.

Pienso también en el pasaje de los discípulos de Emaús o en el del funcionario etíope (cf. Hch 8). Por eso, pregunto: sin quitar nada de la formación humana, filosófica, psicológica, en las universidades y en los seminarios, ¿nuestra misión específica no requiere una formación litúrgica más profunda? En el actual ordenamiento y estructura de los estudios, ¿se está aplicando suficientemente la constitución Sacrosanctum Concilium, n. 16, cuando dice que la liturgia se debe considerar una de las materias necesarias, de las más importantes, de las principales; que se ha de enseñar bajo los aspectos teológico, histórico, espiritual, pastoral y jurídico; y que los profesores de las demás materias deben cuidar de que se vea claro su nexo con la liturgia?

Hago esta pregunta porque, tomando como punto de partida el prefacio del decreto Optatam totius, me parece que las múltiples acciones de la Iglesia en el mundo e incluso nuestra eficacia pastoral dependen en gran parte de la autoconciencia que tengamos del inagotable misterio de ser bautizados, confirmados y sacerdotes.

Benedicto XVI:

Si he entendido bien, se trata de la cuestión: ¿cuál es, en el conjunto de nuestro trabajo pastoral, múltiple y con muchas dimensiones, el espacio y el lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del misterio? En este sentido, me parece que también es una cuestión sobre la unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene muchas dimensiones. Debemos tratar de encontrar un punto de unificación, para que nuestras diversas ocupaciones sean todas juntas un trabajo de pastor. Si entendí bien, usted está convencido de que el punto de unificación, el que crea la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe, podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y, por consiguiente, la mistagogia, que nos enseña a celebrar.

Para mí realmente es importante que los sacramentos, la celebración eucarística, no sean algo extraño al lado de trabajos más contemporáneos, como la educación moral, económica, o todas las cosas que ya hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no totalmente insertada en la totalidad de nuestro ser humano.

Gracias por la pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a las personas a ser hombres. Debemos enseñar este gran arte: cómo ser hombre. Como hemos visto, esto exige muchas cosas: desde denunciar el pecado original que está en las raíces de nuestra economía y en las numerosas ramas de nuestra vida, hasta guiar concretamente a la justicia y anunciar el Evangelio a los no creyentes. Pero los misterios no son algo exótico en el universo de las realidades más prácticas. El misterio es el corazón del que procede nuestra fuerza y al que volvemos para encontrar este centro. Por eso, yo creo que la catequesis que llamamos mistagógica es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre no tiene en sí su medida —lo que es justo y lo que no lo es—, sino que encuentra su medida fuera de sí mismo, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano, sino que sea reconocible, que sea concreto, que entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podamos hablar y que habla con nosotros.

Debemos aprender a celebrar la Eucaristía, aprender a conocer de cerca a Jesucristo, el Dios con rostro humano; entrar realmente en contacto con él, aprender a escucharlo; aprender a dejarlo entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta inter-penetración entre dos personas. No tomo un pedazo de pan o de carne; tomo o abro mi corazón para que entre el Resucitado en el contexto de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí; para que así hable dentro de mí y transforme mi ser; para que me dé el sentido de la justicia, el dinamismo de la justicia, el celo por el Evangelio.

Esta celebración, en la que Dios no sólo se acerca a nosotros, sino que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder vivir realmente con Dios y para Dios, y llevar la luz de Dios a este mundo. No podemos entrar ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico —donde acaban las palabras y los razonamientos—, la catequesis es totalmente realista, porque me lleva a Dios y Dios a mí. Me lleva al otro porque el otro recibe al mismo Cristo, igual que yo. Así pues, si en él y en mí está el mismo Cristo, nosotros dos ya no somos individuos separados. Aquí nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque todos estamos incorporados si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo.

Por tanto, el prójimo es realmente próximo: ya no somos dos "yo" separados, sino que estamos unidos en el "yo" mismo de Cristo. Con otras palabras, la catequesis eucarística y sacramental debe llegar realmente a lo más vivo de mi existencia, me debe llevar precisamente a abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para que rompa este pecado original del egoísmo y sea una apertura de mi existencia en profundidad, de modo que pueda llegar a ser un hombre justo. En este sentido, me parece que todos debemos aprender cada vez mejor la liturgia, no como algo exótico, sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se abre fácilmente a un hombre distante, sino que, por otra parte, es precisamente la apertura al otro, al mundo.

Todos debemos colaborar para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito, sino también como proceso existencial que me afecta en lo más íntimo, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y, transformándome, también da inicio a la transformación del mundo que el Señor desea y para la cual quiere que seamos sus instrumentos.

Santo Padre, soy el padre Lucio Maria Zappatore, carmelita, párroco de la parroquia de Santa María, Regina Mundi, en Torrespaccata.

Para justificar mi intervención, me remito a lo que dijo usted el domingo pasado, en la alocución antes del rezo del Ángelus, a propósito del ministerio petrino. Habló usted del ministerio singular y específico del Obispo de Roma, el cual preside en la comunión universal de la caridad. Le pido que prosiga esta reflexión, ampliándola a la Iglesia universal: ¿Cuál es el carisma singular de la Iglesia de Roma y cuáles son las características que la hacen única en el mundo, por un don misterioso de la Providencia? Tener como obispo al Pastor de la Iglesia universal, ¿qué implica en su misión, en particular hoy? No queremos conocer nuestros privilegios. Antes se decía: "parochus in urbe, episcopus in orbe". Lo que queremos saber es cómo vivir este carisma, este don de vivir como sacerdotes en Roma y qué es lo que usted espera de nosotros, los párrocos romanos.

Dentro de pocos días usted irá al Capitolio para encontrarse con las autoridades civiles de Roma y hablará de los problemas materiales de nuestra ciudad. Hoy le pedimos que nos hable a nosotros de los problemas espirituales de Roma y de su Iglesia. Y, a propósito de su visita al Capitolio, me he tomado la licencia de dedicarle un soneto en romanesco, pidiéndole que lo escuche:

"El Papa que sube al Capitolio / es un hecho que te deja atónito / porque esta vez sale de su sede / por afecto de buen vecino. / El alcalde y el concejo con orgullo / le han hecho una invitación muy cordial / porque Roma, como sabemos, se quiera o no se quiera/ no puede prescindir del papado. / Roma, tú has tenido en el pecho / la fuerza para llevar la civilización. / Cuando Pedro te puso el solideo / Dios te convirtió en eterna. / Acoge, pues, al Papa Benedicto / que sube a bendecirte y agradecerte.

Benedicto XVI:

Gracias. Hemos escuchado hablar al corazón romano, que es un corazón de poesía. Es muy hermoso escuchar de vez en cuando a alguien que habla en romanesco, y constatar cómo la poesía está profundamente arraigada en el corazón romano. Esto, quizá, es un privilegio natural que el Señor dio a los romanos. Es un carisma natural, que precede a los eclesiales.

Su pregunta, si entendí bien, tiene dos partes. Ante todo, cuál es la responsabilidad concreta del Obispo de Roma hoy. Aunque luego usted extiende, con razón, el privilegio petrino a toda la Iglesia de Roma —así era considerado en la Iglesia antigua— y pregunta cuáles son las obligaciones de la Iglesia de Roma para responder a esta vocación suya.

No es necesario desarrollar aquí la doctrina del primado; todos la conocéis muy bien. Es importante destacar el hecho de que realmente el Sucesor de Pedro, el ministerio de Pedro, garantiza la universalidad de la Iglesia; así se superan los nacionalismos y otras fronteras que existen en la humanidad de hoy, para ser realmente una Iglesia en la diversidad y en la riqueza de las numerosas culturas.

Vemos cómo también las demás comunidades eclesiales, las demás Iglesias, sienten la necesidad de un punto de unificación para no caer en el nacionalismo, en la identificación con una cultura determinada, para estar realmente abiertos, todos para todos, y para sentirse casi obligados a abrirse siempre a todos los demás. Me parece que el ministerio fundamental del Sucesor de Pedro consiste en garantizar esta catolicidad, que implica multiplicidad, diversidad, riqueza de culturas, respeto de las diferencias; y que, al mismo tiempo, excluye la absolutización y une a todos, les obliga a abrirse, a salir de la absolutización de lo propio para encontrarse en la unidad de la familia de Dios, que el Señor ha querido y por la que garantiza el Sucesor de Pedro, como unidad en la diversidad.

Naturalmente, la Iglesia del Sucesor de Pedro debe llevar juntamente con su obispo este peso, esta alegría del don de su responsabilidad. En el Apocalipsis el obispo aparece como ángel de su Iglesia, es decir, en cierto sentido como la incorporación de su Iglesia, a la que debe responder el ser de la Iglesia misma. Por tanto, la Iglesia de Roma, juntamente con el Sucesor de Pedro y como su Iglesia particular, debe garantizar precisamente esta universalidad, esta apertura, esta responsabilidad por la trascendencia del amor, este presidir en el amor que excluye los particularismos.

También debe garantizar la fidelidad a la Palabra del Señor, al don de la fe, que no hemos inventado nosotros, sino que es realmente un don que sólo podía venir de Dios mismo. Este es y será siempre el deber, pero también el privilegio, de la Iglesia de Roma, contra las modas, contra los particularismos, contra la absolutización de algunos aspectos, contra las herejías, que siempre son absolutizaciones de un aspecto. Asimismo, es el deber de garantizar la universalidad y la fidelidad a la integridad, a la riqueza de su fe, de su camino en la historia que siempre se abre al futuro. Y, juntamente con este testimonio de fe y de universalidad, naturalmente debe dar el ejemplo de la caridad.

Así nos dice san Ignacio, identificando en esta palabra un poco enigmática, el sacramento de la Eucaristía, la acción de amar a los demás. Y, volviendo al punto anterior, es muy importante esta identificación con la Eucaristía, que es ágape, es caridad, es la presencia de la caridad, que nos ha sido donada en Cristo. Debe ser siempre caridad, signo y causa de caridad al abrirse a los demás, de este darse a los demás, de esta responsabilidad con respecto a los necesitados, a los pobres, a los olvidados. Esta es una gran responsabilidad.

Al presidir en la Eucaristía sigue el presidir en la caridad, que sólo puede testimoniar la comunidad misma. Esta es la gran tarea, el gran deber de la Iglesia de Roma: ser realmente ejemplo y punto de partida de la caridad. En este sentido es baluarte de la caridad.

En el presbiterio de Roma somos de todos los continentes, de todas las razas, de todas la filosofías y de todas las culturas. Me alegra que precisamente el presbiterio de Roma manifieste la universalidad, que en la unidad de la pequeña Iglesia local manifieste la presencia de la Iglesia universal. Es más difícil y exigente ser también y realmente portadores del testimonio, de la caridad, de estar entre los demás con nuestro Señor. Sólo nos queda orar al Señor para que nos ayude en cada una de las parroquias, en cada una de las comunidades, a fin de que todos juntos podamos ser realmente fieles a este don, a este mandato: presidir la caridad.

Santo Padre, soy el padre Guillermo M. Cassone, de la comunidad de los padres de Schönstatt en Roma, vicario parroquial en la parroquia de los santos patronos de Italia, San Francisco y Santa Catalina, en el Trastévere.

Después del Sínodo sobre la Palabra de Dios, reflexionando sobre la proposición 55: "María Mater Dei et Mater fidei", me pregunté cómo mejorar la relación entre la Palabra de Dios y la piedad mariana, tanto en la vida espiritual sacerdotal como en la acción pastoral. Me ayudan dos imágenes: la Anunciación, para la escucha; y la Visitación, para el anuncio. Santidad, le pido que nos ilumine con su enseñanza sobre este tema. Gracias por este don.

Benedicto XVI:

Me parece que usted mismo ha dado también la respuesta a su pregunta. En realidad, María es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés, cuando estaba en medio de los Apóstoles precisamente para acoger al Espíritu Santo. Es el símbolo de la apertura, de la Iglesia que espera la venida del Espíritu Santo.

En el momento del anuncio del ángel podemos ver ya la actitud de escucha, una escucha verdadera, una escucha dispuesta a interiorizar: no dice simplemente "sí", sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra. Y después sigue la verdadera obediencia, como una Palabra ya interiorizada, es decir, transformada en Palabra en mí y para mí, como forma de mi vida. Es algo muy hermoso ver esta escucha activa, o sea, una escucha que atrae la Palabra de modo que entre y se transformé en Palabra en mí, reflexionándola y aceptándola hasta lo más íntimo del corazón. Así la Palabra se convierte en encarnación.

Lo mismo vemos en el Magníficat. Sabemos que es un texto entretejido con palabras del Antiguo Testamento. Vemos que María es realmente una mujer de escucha, que en el corazón conocía la Escritura. No sólo conocía algunos textos; estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida, transformándose luego de nuevo en Palabra de alabanza y de anuncio de la grandeza de Dios.

Me parece que san Lucas, refiriéndose a María, dice al menos tres veces, o tal vez cuatro, que asimiló y conservó las Palabras en su corazón. Para los Padres, era el modelo de la Iglesia, el modelo del creyente que conserva la Palabra, que lleva en sí la Palabra, y no sólo la ley; que la interpreta con la inteligencia, para saber qué significaba en aquel tiempo, cuáles son los problemas filológicos. Todo esto es interesante, importante, pero más importante aún es escuchar la Palabra que se ha de conservar y que se hace Palabra en mí, vida en mí y presencia del Señor. Por eso me parece importante el nexo entre mariología y teología de la Palabra, del que hablaron también los padres sinodales y del que hablaremos en el documento postsinodal.

Es evidente que la Virgen es palabra de la escucha, palabra silenciosa, pero también palabra de alabanza, de anuncio, porque en la escucha la Palabra se hace de nuevo carne, y así se transforma en presencia de la grandeza de Dios.

Santo Padre, soy Pietro Riggi, salesiano, y trabajo en el "Borgo ragazzi don Bosco". Mi pregunta es la siguiente: el concilio Vaticano II aportó muchas novedades importantísimas a la Iglesia, pero no abolió las cosas que ya existían. Me parece que algunos sacerdotes o teólogos quisieran hacer creer que es espíritu del Concilio algo que en realidad no tiene nada que ver con el Concilio mismo. Por ejemplo, las indulgencias. Tenemos el Manual de las indulgencias de la Penitenciaría apostólica. A través de las indulgencias se acude al tesoro de la Iglesia y se puede ayudar con sufragios a las almas del Purgatorio. Tenemos un calendario litúrgico en el que se dice cuándo y cómo se pueden lucrar las indulgencias plenarias, pero muchos sacerdotes ya no hablan de ellas, impidiendo que lleguen sufragios importantísimos a las almas del Purgatorio. Y luego están las bendiciones. Tenemos el Manual de las bendiciones, en el que se prevé la bendición de personas, locales, objetos e incluso alimentos. Pero muchos sacerdotes las ignoran; otros las consideran preconciliares. De esta forma rechazan a los fieles que piden lo que por derecho deberían tener.

Y lo mismo sucede con algunas prácticas de piedad muy conocidas. Los primeros viernes de mes no fueron abolidos por el concilio Vaticano ii, pero muchos sacerdotes ya no hablan o incluso hablan mal de esta práctica. Hoy existe una especie de aversión a estas prácticas, porque las ven como cosas antiguas o perjudiciales, como cosas viejas y preconciliares, y a mí me parece que todas estas oraciones y prácticas cristianas son muy actuales y muy importantes. Creo que se deberían promover, explicándolas de modo adecuado al pueblo de Dios, con sano equilibrio y con verdad, para respetar la doctrina completa del Vaticano II.

También quiero preguntarle lo siguiente: en cierta ocasión, usted, hablando de Fátima, dijo que existe un nexo entre Fátima y Akita, la Virgen que lloró sangre en Japón. Tanto Pablo VI como Juan Pablo II celebraron en Fátima una misa solemne y utilizaron el mismo pasaje de la Sagrada Escritura, Apocalipsis 12, la mujer vestida de sol que libra un combate decisivo contra la serpiente antigua, el diablo, satanás. ¿Hay afinidad entre Fátima y Apocalipsis 12?

Concluyo: el año pasado, un sacerdote le regaló un cuadro. Yo no sé pintar, pero quiero hacerle un regalo. Por eso, he pensado en regalarle tres libros que he escrito recientemente. Espero que le gusten.

Benedicto XVI:

Son realidades de las que el Concilio no habló, pero que supone como realidades en la Iglesia. Viven en la Iglesia y se desarrollan. Ahora no es el momento de entrar en el gran tema de las indulgencias. Pablo vi reorganizó este tema y nos indicó las líneas para comprenderlo. Yo diría que se trata sencillamente de un intercambio de dones, es decir: los bienes que hay en la Iglesia son para todos. Con esta clave de la indulgencia podemos entrar en esta comunión de los bienes en la Iglesia.

Los protestantes se oponen, afirmando que el único tesoro es Cristo. Pero para mí lo maravilloso es que Cristo —el cual realmente es más que suficiente en su amor infinito, en su divinidad y su humanidad— quiso añadir a lo que él hizo también nuestra pobreza. No nos considera sólo como objetos de su misericordia, sino que nos hace sujetos de la misericordia y del amor, juntamente con él, como si nos quisiera añadir —si bien no cuantitativamente, al menos en sentido mistérico— al gran tesoro del Cuerpo de Cristo. Quería ser la Cabeza con el cuerpo. Y quería que con el cuerpo se completara el misterio de su redención. Jesús quería tener a la Iglesia como su cuerpo, en el que se realiza toda la riqueza de lo que él hizo. Este misterio nos muestra precisamente que existe un thesaurus Ecclesiae; que el cuerpo, al igual que la Cabeza, da mucho; que nosotros podemos recibir unos de otros, y podemos dar unos a otros.

Esto mismo vale para las demás cosas. Por ejemplo, los viernes del Sagrado Corazón constituyen una práctica muy hermosa en la Iglesia. No son cosas necesarias, pero se han desarrollado en la riqueza de la meditación del misterio. Así el Señor nos ofrece en la Iglesia estas posibilidades. Creo que ahora no es el momento de entrar en todos los detalles. Cada uno puede comprender, más o menos, qué cosa es menos importante que otra, pero nadie debería despreciar esta riqueza, que ha crecido a lo largo de los siglos como ofrecimiento y como multiplicación de las luces en la Iglesia. La luz de Cristo es única. Se manifiesta en todos sus colores y ofrece el conocimiento de la riqueza de su don, la interacción entre Cabeza y cuerpo, la interacción entre los miembros, a fin de que todos juntos podamos ser de verdad un organismo vivo, en el que cada uno da a todos, y todos dan al Señor, el cual se nos ha dado totalmente a nosotros.



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