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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO EMBAJADOR DE HUNGRÍA ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 2 de diciembre de 2010

 

Señor embajador:

Con alegría le doy la bienvenida en esta solemne ocasión de la entrega de las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Hungría ante la Santa Sede, y le doy las gracias por sus amables palabras. Le agradezco el cordial saludo que me ha transmitido de parte del señor presidente, Pál Schmitt, y del Gobierno, y al que correspondo de buen grado. Al mismo tiempo quiero pedirle que asegure a sus compatriotas mi sincero afecto y mi benevolencia.

Tras la reanudación de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la República de Hungría en 1990, se ha podido desarrollar una nueva confianza para un diálogo activo y constructivo con la Iglesia católica. Al mismo tiempo, albergo la esperanza de que las profundas heridas de la visión materialista del hombre que se había apoderado de los corazones y de la comunidad de los ciudadanos de su país durante casi 45 años, sigan cicatrizando en un clima de paz, libertad y respeto de la dignidad del hombre.

La fe católica, sin duda, forma parte de los pilares fundamentales de la historia de Hungría. Cuando, en el lejano año 1000, el joven príncipe húngaro Esteban recibió la corona real que le envió el Papa Silvestre II, a ello se unió el mandato de dar espacio y patria a la fe en Jesucristo en aquella tierra. La piedad personal, el sentido de justicia y las virtudes humanas de ese gran rey son un importante punto de referencia que sirve de estímulo e imperativo, hoy como entonces, a quienes se ha confiado un cargo de gobierno u otra responsabilidad análoga. Ciertamente, no se espera que el Estado imponga una religión determinada; más bien, debería garantizar la libertad de confesar y practicar la fe. Con todo, política y fe cristiana se tocan. Por supuesto, la fe tiene su naturaleza específica como encuentro con el Dios vivo que nos abre nuevos horizontes más allá del ámbito propio de la razón. Pero al mismo tiempo es una fuerza purificadora para la propia razón, permitiéndole llevar a cabo de la mejor forma su tarea y ver mejor lo que le es propio. No se trata de imponer normas o modos de comportamiento a quienes no comparten la fe. Se trata sencillamente de la purificación de la razón, que quiere ayudar a hacer que lo que es bueno y justo sea reconocido y también realizado aquí y ahora (cf. Deus caritas est, 28).

En los últimos años, poco más de veinte, desde la caída del telón de acero, acontecimiento en el que Hungría tuvo un papel relevante, su país ha ocupado un lugar importante en la comunidad de los pueblos. Desde hace ya seis años también Hungría es miembro de la Unión Europea. Así aporta una contribución importante al coro de más voces de los Estados de Europa. Al inicio del año próximo tocará a Hungría, por primera vez, asumir la presidencia del Consejo de la Unión Europea. Hungría está llamada de modo particular a ser mediadora entre Oriente y Occidente. Ya la sagrada corona, herencia del rey Esteban, al unir la corona graeca circular con la corona latina colocada en arco sobre ella —ambas llevan el rostro de Cristo y están rematadas por la cruz— muestra cómo Oriente y Occidente deberían apoyarse mutuamente y enriquecerse uno a otro a partir del patrimonio espiritual y cultural y de la viva profesión de fe. Podemos entender esto también como un leitmotiv para su país.

La Santa Sede toma nota con interés de los esfuerzos de las autoridades políticas por elaborar un cambio de la Constitución. Se ha manifestado la voluntad de hacer referencia, en el preámbulo, a la herencia del cristianismo. También es de desear que la nueva Constitución se inspire en los valores cristianos, de modo particular en lo que concierne a la posición del matrimonio y de la familia en la sociedad y la protección de la vida.

El matrimonio y la familia constituyen un fundamento decisivo para un sano desarrollo de la sociedad civil, de los países y de los pueblos. El matrimonio como forma de ordenamiento básico de la relación entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula básica de la comunidad estatal, ha ido plasmándose también a partir de la fe bíblica. De esta forma, el matrimonio ha dado a Europa su particular aspecto y su humanismo, también y precisamente porque ha debido aprender y conseguir continuamente la característica de fidelidad y de renuncia trazada por él. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de la construcción social desapareciese o se transformase sustancialmente. Todos conocemos el riesgo que corren el matrimonio y la familia hoy: por un lado, debido a la erosión de sus valores más íntimos de estabilidad e indisolubilidad, a causa de una creciente liberalización del derecho de divorcio y de la costumbre, cada vez más difundida, de la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica y la protección del matrimonio; y, por otro, a causa de los diversos tipos de unión que no tienen ningún fundamento en la historia de la cultura y del derecho en Europa. La Iglesia no puede aprobar iniciativas legislativas que impliquen una valoración de modelos alternativos de la vida de pareja y de la familia. Esos modelos contribuyen al debilitamiento de los principios del derecho natural y así a la relativización de toda la legislación, así como de la conciencia de los valores en la sociedad.

«La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos» (Caritas in veritate, 19). La razón es capaz de garantizar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica, pero en definitiva no logra fundar la fraternidad. Esta tiene su origen en una vocación sobrenatural de Dios, el cual ha creado a los hombres por amor y nos ha enseñado por medio de Jesucristo lo que es la caridad fraterna. La fraternidad es, en cierto sentido, el otro lado de la libertad y de la igualdad. Abre al hombre al altruismo, al sentido cívico, a la atención hacia el otro. De hecho, la persona humana sólo se encuentra a sí misma cuando supera la mentalidad centrada en sus propias pretensiones y se proyecta en la actitud del don gratuito y de la solidaridad auténtica, que responde mucho mejor a su vocación comunitaria.

La Iglesia católica, como las demás comunidades religiosas, tiene un papel significativo en la sociedad húngara. Está comprometida a gran escala con sus instituciones en el campo de la educación escolar y de la cultura, así como de la asistencia social y de este modo contribuye a la construcción moral, verdaderamente útil a su país. La Iglesia confía en poder seguir prestando e intensificando, con el apoyo del Estado, ese servicio para el bien de los hombres y para el desarrollo de su país. Que la colaboración entre Estado e Iglesia católica en este campo crezca también en el futuro y beneficie a todos.

Ilustre señor embajador, al inicio de su noble tarea le deseo una misión llena de éxito y, al mismo tiempo, le aseguro el apoyo y la ayuda de mis colaboradores. Que María santísima, la Magna Domina Hungarorum, extienda su mano protectora sobre su país. De corazón imploro para usted, señor embajador, para su familia, para sus colaboradores y colaboradoras en la embajada y para todo el pueblo húngaro la abundante bendición divina.



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