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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA AL CENTRO DON ORIONE EN MONTE MARIO


Roma, jueves 24 de junio de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

En primer lugar, os quiero saludar cordialmente a todos, reunidos aquí para el significativo evento de hoy. La majestuosa estatua de la Virgen, que la furia del viento derribó hace algunos meses, ha vuelto a la cima de esta colina para velar sobre nuestra ciudad. Ante todo, saludo al cardenal vicario Agostino Vallini y a los obispos presentes. Dirijo un pensamiento especial a don Flavio Peloso, reelegido para la dirección de la Obra don Orione, y le agradezco las amables palabras que ha querido dirigirme. Extiendo este saludo a los religiosos participantes en el 13 capítulo general, a quienes trabajan en esta institución al servicio de los jóvenes y de los que sufren, y a toda la familia espiritual orionina. Dirijo mi deferente saludo al señor alcalde de Roma, Gianni Alemanno, que celebra hoy su onomástico: deseo manifestarle ya desde ahora mi aprecio por el concierto que el Capitolio me ofrecerá la tarde del 29 de junio; es un gesto que testimonia el afecto de toda la ciudad de Roma por el Papa. Saludo también a las demás autoridades civiles y militares. Por último, no puedo dejar de dar las gracias de corazón a todos aquellos que de distintas maneras han contribuido a restituir a la estatua de la Virgen su esplendor original.

Acepté de buena gana la invitación a unirme a vosotros para rendir homenaje a María Salus populi romani, representada en esta maravillosa estatua tan amada por el pueblo romano. Estatua que es memoria de acontecimientos dramáticos y providenciales, escritos en la historia y en la conciencia de la ciudad. En efecto, fue colocada en lo alto de la colina de Monte Mario en 1953, para cumplir un voto popular pronunciado durante la segunda guerra mundial, cuando las hostilidades y las armas hacían temer por la suerte de Roma. De las obras romanas de don Orione partió entonces la iniciativa de una recogida de firmas para un voto a la Virgen, a la que se adhirieron un millón de ciudadanos. El venerable Pío XII acogió la devota iniciativa del pueblo que se encomendaba a María y el 4 de junio de 1944 se pronunció el voto ante la imagen de la Virgen del Divino Amor. Justamente ese día tuvo lugar la liberación pacífica de Roma. ¿Cómo no renovar también hoy con vosotros, queridos amigos de Roma, ese gesto de devoción a María Salus populi romani bendiciendo esta hermosa estatua?

Los Orioninos quisieron que fuera grande y que fuera colocada en lo alto, dominando la ciudad, para rendir homenaje a la santidad excelsa de la Madre de Dios, la cual, humilde en la tierra, «fue exaltada, por encima de los coros angélicos, en el reino de los cielos» (Gregorio VII, A Adelaida de Hungría) y, al mismo tiempo, para tener un signo familiar de su presencia en la vida cotidiana. Que María, Madre de Dios y Madre nuestra, esté siempre en la cima de vuestros pensamientos y de vuestros afectos, amable consuelo de vuestras almas, guía segura de vuestras voluntades y sostén de vuestros pasos, inspiradora persuasiva de la imitación de Jesucristo. Que la Madonnina —como les gusta llamarla a los romanos— en el gesto de contemplar desde lo alto los lugares de la vida familiar, civil y religiosa de Roma, proteja a las familias, suscite propósitos de bien y sugiera a todos deseos de cielo. «Mirar al cielo, rezar y luego adelante con valentía y trabajar. Ave María y ¡adelante!», exhortaba san Luis Orione.

En su voto a la Virgen, los romanos, además de prometer oración y devoción, se comprometieron también en obras de caridad. Por su parte, los Orioninos, aun antes de la estatua, acogieron en este centro de Monte Mario a niños mutilados y huérfanos. El programa de san Luis Orione —«Sólo la caridad salvará el mundo»— tuvo aquí una concreción significativa y se convirtió en un signo de esperanza para Roma, junto con la Madonnina situada en la cima de la colina. Queridos hermanos y hermanas, herederos espirituales del santo de la caridad, Luis Orione, el capítulo general que acaba de concluir tuvo por tema esta expresión que tanto le gustaba a vuestro fundador, «Sólo la caridad salvará el mundo». Bendigo el propósito y las decisiones adoptadas para relanzar ese dinamismo espiritual y apostólico que siempre debe distinguiros.

Don Orione vivió lúcida y apasionadamente la tarea de la Iglesia de vivir el amor para que entre en el mundo la luz de Dios (cf. Deus caritas est, 39). Dejó esa misión a sus discípulos como camino espiritual y apostólico, convencido de que «la caridad abre los ojos a la fe y enciende los corazones de amor a Dios». Seguid esta línea carismática iniciada por él, queridos hijos de la Divina Providencia, porque, como él decía, «la caridad es la mejor apología de la fe católica», «la caridad arrastra, la caridad mueve, lleva a la fe y a la esperanza» (Verbali, 26 de noviembre de 1930, p. 95). Las obras de caridad, como actos personales o como servicios a las personas débiles prestados en las grandes instituciones, nunca pueden limitarse a ser un gesto filantrópico, sino que siempre deben ser expresión tangible del amor providente de Dios. Para hacer esto —recuerda don Orione— es preciso estar «llenos de la caridad dulcísima de nuestro Señor» (Escritos, 70, 231) mediante una vida espiritual auténtica y santa. Sólo así es posible pasar de las obras de caridad a la caridad de las obras, porque —añade vuestro fundador— «las obras sin la caridad de Dios que les infunda valor ante él, no valen nada» (Alle PSMC, 19 de junio de 1920, p. 141).

Queridos hermanos y hermanas, de nuevo gracias por haberme invitado y por vuestra acogida. Que cada día os acompañe la materna protección de María, a quien invocamos juntos por cuantos trabajan en este centro y por toda la población romana. Y, a la vez que aseguro a cada uno mi recuerdo en la oración, os bendigo a todos con afecto.



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