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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXVI CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD


Sala Clementina
Sábado 26 de noviembre de 2011

 

Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de la XXVI Conferencia internacional, organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud y que ha querido reflexionar sobre el tema: «La pastoral sanitaria al servicio de la vida a la luz del magisterio del beato Juan Pablo II». Me complace saludar a los obispos encargados de la pastoral de la salud, que se han reunido por primera vez ante la tumba del apóstol Pedro para verificar los modos de una acción colegial en este ámbito tan delicado e importante de la misión de la Iglesia. Expreso mi gratitud al dicasterio por su valioso servicio, comenzando por su presidente, monseñor Zygmunt Zimowski, al que agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido, con las que ha ilustrado también los trabajos y las iniciativas de estos días. Saludo asimismo al secretario y al subsecretario, ambos recién nombrados, a los oficiales y al personal, así como a los relatores y a los expertos, a los responsables de los institutos de salud, a los agentes sanitarios, a todos los presentes y a cuantos han colaborado en la realización de la Conferencia.

Estoy seguro de que vuestras reflexiones han contribuido a profundizar el «Evangelio de la vida», valiosa herencia del magisterio del beato Juan Pablo II. En 1985, instituyó este Consejo pontificio para dar testimonio concreto de él en el vasto y articulado ámbito de la salud; hace ahora veinte años, estableció la celebración de la Jornada mundial del enfermo; y, por último, constituyó la Fundación «El Buen Samaritano», como instrumento de una nueva acción caritativa dirigida a los enfermos más pobres en muchos países. Y hago un llamamiento a un renovado compromiso para sostener esta Fundación.

En los largos e intensos años de su pontificado, el beato Juan Pablo II proclamó que el servicio a la persona enferma en el cuerpo y en el espíritu constituye un compromiso constante de atención y evangelización para toda la comunidad eclesial, según el mandato de Jesús a los Doce de curar a los enfermos (cf. Lc 9, 2). En particular, en la carta apostólica Salvifici doloris, del 11 de febrero de 1984, mi venerado predecesor afirma: «El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo» (n. 2). El misterio del dolor parece ofuscar el rostro de Dios, convirtiéndolo casi en un extraño o, incluso, indicándolo como responsable del sufrimiento humano, pero los ojos de la fe son capaces de ver en profundidad este misterio. Dios se encarnó, se hizo cercano al hombre, incluso en sus situaciones más difíciles; no eliminó el sufrimiento, pero en el Crucificado resucitado, en el Hijo de Dios que padeció hasta la muerte y una muerte de cruz, revela que su amor desciende incluso al abismo más profundo del hombre para darle esperanza. El Crucificado ha resucitado, la muerte ha sido iluminada por la mañana de Pascua: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En el Hijo «entregado» para la salvación de la humanidad, la verdad del amor se prueba, en cierto sentido, mediante la verdad del sufrimiento; y la Iglesia, nacida del misterio de la redención en la cruz de Cristo, «está obligada a buscar el encuentro con el hombre de modo particular en el camino de su sufrimiento. En ese encuentro el hombre “se convierte en el camino de la Iglesia”, y es este uno de los caminos más importantes» (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 3).

Queridos amigos, el servicio de acompañamiento, de cercanía y de cuidado de los hermanos enfermos, solos, a menudo probados por heridas no sólo físicas sino también espirituales y morales, os sitúa en una posición privilegiada para testimoniar la acción salvífica de Dios, su amor al hombre y al mundo, que abraza también las situaciones más dolorosas y terribles. El rostro del Salvador moribundo en la cruz, del Hijo consustancial con el Padre que sufre como hombre por nosotros (cf. ib., 17), nos enseña a custodiar y a promover la vida, en cualquier estadio y en cualquier condición que se encuentre, reconociendo la dignidad y el valor de cada ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27) y llamado a la vida eterna.

Esta visión del dolor y del sufrimiento, iluminada por la muerte y la resurrección de Cristo, nos fue testimoniada por el lento calvario que marcó los últimos años de vida del beato Juan Pablo II, al cual se pueden aplicar las palabras de san Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). La fe firme y segura sostuvo su debilidad física, haciendo de su enfermedad, vivida por amor a Dios, a la Iglesia y al mundo, una participación concreta en el camino de Cristo hasta el Calvario.

La sequela Christi no dispensó al beato Juan Pablo II de llevar su propia cruz cada día hasta el final, para ser como su único Maestro y Señor, que desde la cruz se convirtió en punto de atracción y de salvación para la humanidad (cf. Jn 12, 32; 19, 37) y manifestó su gloria (cf. Mc 15, 39). En la homilía de la santa misa de beatificación de mi venerado predecesor recordé que «el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una “roca”, como Cristo lo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo» (Homilía, 1 de mayo de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de 2011, p. 7).

Queridos amigos, atesorando el testamento vivido por el beato Juan Pablo II en carne propia, os deseo que también vosotros, en el ejercicio del ministerio pastoral y en la actividad profesional, descubráis en el árbol glorioso de la cruz de Cristo «el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida» (Evangelium vitae, 50). En el servicio que prestáis en los diversos ámbitos de la pastoral de la salud, experimentad que «sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama» (Deus caritas est, 18).

Os encomiendo a cada uno de vosotros, a los enfermos, a las familias y a todos los agentes sanitarios a la protección materna de María, y de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica.



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