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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Aula del Sínodo
Jueves 24 de mayo de 2012

 

Venerados y queridos hermanos:

Vuestra reunión anual en asamblea es un momento de gracia, en el que vivís una profunda experiencia de confrontación, de comunión y de discernimiento por el camino común, animado por el Espíritu del Señor resucitado; es un momento de gracia que manifiesta la naturaleza de la Iglesia. Agradezco al cardenal Angelo Bagnasco las cordiales palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos: a usted, eminencia, le expreso mi felicitación por la confirmación en la guía de la Conferencia episcopal italiana. Que el afecto colegial que os anima alimente cada vez más vuestra colaboración al servicio de la comunión eclesial y del bien común de la nación italiana, en diálogo fructuoso con sus instituciones civiles. En este nuevo quinquenio proseguid juntos la renovación eclesial que nos ha encomendado el concilio ecuménico Vaticano II. Que el 50° aniversario de su inicio, que celebraremos en otoño, sea motivo para profundizar en los textos, condición de una recepción dinámica y fiel. «Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz», afirmaba el beato Papa Juan XXIII en el discurso de apertura. Y vale la pena meditar y leer estas palabras. El Papa comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia: «Transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones», sino de un manera nueva, «como exige nuestro tiempo» (Discurso en la apertura solemne del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Con esta clave de lectura y de aplicación —no en la perspectiva de una inaceptable hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de una hermenéutica de la continuidad y de la reforma— escuchar el Concilio y hacer nuestras sus indicaciones autorizadas, constituye el camino para descubrir las modalidades con que la Iglesia puede dar una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que también tienen consecuencias visibles sobre la dimensión religiosa.

De hecho, la racionalidad científica y la cultura técnica no sólo tienden a uniformar el mundo, sino que a menudo traspasan sus respectivos ámbitos específicos, con la pretensión de delinear el perímetro de las certezas de razón únicamente con el criterio empírico de sus propias conquistas. De este modo el poder de las capacidades humanas termina por ser considerado la medida del obrar, desvinculado de toda norma moral. Precisamente en ese contexto surge, a veces de manera confusa, una singular y creciente demanda de espiritualidad y de lo sobrenatural, signo de una inquietud que anida en el corazón del hombre que no se abre al horizonte trascendente de Dios. Esta situación de laicismo caracteriza sobre todo a las sociedades de antigua tradición cristiana y erosiona el tejido cultural que, hasta un pasado reciente, era una referencia aglutinante, capaz de abrazar toda la existencia humana y de marcar sus momentos más significativos, desde el nacimiento hasta su paso a la vida eterna. El patrimonio espiritual y moral en que Occidente hunde sus raíces y que constituye su savia vital, hoy ya no se comprende en su valor profundo, hasta el punto de que no se capta su exigencia de verdad. De este modo incluso una tierra fecunda corre el riesgo de convertirse en desierto inhóspito y la buena semilla de ser sofocada, pisoteada y perdida.

Un signo de ello es la disminución de la práctica religiosa, visible en la participación en la liturgia eucarística y, más aún, en el sacramento de la Penitencia. Muchos bautizados han perdido su identidad y pertenencia: no conocen los contenidos esenciales de la fe o piensan que la pueden cultivar prescindiendo de la mediación eclesial. Y mientras muchos miran dudosos a las verdades que enseña la Iglesia, otros reducen el reino de Dios a algunos grandes valores, que ciertamente tienen que ver con el Evangelio, pero que no conciernen todavía al núcleo central de la fe cristiana. El reino de Dios es don que nos trasciende. Como afirmaba el beato Juan Pablo II, «el reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible» (Redemptoris missio, 18). Por desgracia, es precisamente Dios quien queda excluido del horizonte de muchas personas; y cuando no encuentra indiferencia, cerrazón o rechazo, el discurso sobre Dios queda en cualquier caso relegado al ámbito subjetivo, reducido a un hecho íntimo y privado, marginado de la conciencia pública. Pasa por este abandono, por esta falta de apertura al Trascendente, el corazón de la crisis que hiere a Europa, que es crisis espiritual y moral: el hombre pretende tener una identidad plena solamente en sí mismo.

En este contexto, ¿cómo podemos corresponder a la responsabilidad que el Señor nos ha confiado? ¿Cómo podemos sembrar con confianza la Palabra de Dios, para que cada uno pueda encontrar la verdad de sí mismo, su propia autenticidad y esperanza? Somos conscientes de que no bastan nuevos métodos de anuncio evangélico o de acción pastoral de manera que la propuesta cristiana pueda encontrar mayor acogida y adhesión. En la preparación del Vaticano II, el interrogante principal y al que la Asamblea conciliar pretendía dar respuesta era: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?». Profundizando en esta pregunta, los padres conciliares, por así decirlo, fueron reconducidos al corazón de la respuesta: se trataba de recomenzar desde Dios, celebrado, profesado y testimoniado. En efecto, exteriormente por casualidad, pero fundamentalmente no por casualidad, la primera Constitución aprobada fue la de la Sagrada Liturgia: el culto divino orienta al hombre hacia la Ciudad futura y restituye a Dios su primado, modela a la Iglesia, incesantemente convocada por la Palabra, y muestra al mundo la fecundidad del encuentro con Dios. Nosotros, por nuestra parte, mientras debemos cultivar una mirada de gratitud por el crecimiento del grano de trigo incluso en un terreno que se presenta a menudo árido, advertimos que nuestra situación requiere un renovado impulso, que apunte a aquello que es esencial de la fe y de la vida cristiana. En un tiempo en el que Dios se ha vuelto para muchos el gran desconocido y Jesús solamente un gran personaje del pasado, no habrá relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios.

Queridos hermanos, nuestra primera, verdadera y única tarea sigue siendo la de comprometer la vida por lo que vale y perdura, por lo que es realmente fiable, necesario y último. Los hombres viven de Dios, de aquel a quien buscan, a menudo inconscientemente o sólo a tientas, para dar pleno significado a la existencia: nosotros tenemos la misión de anunciarlo, de mostrarlo, de guiar al encuentro con él. Sin embargo, siempre es importante recordar que la primera condición para hablar de Dios es hablar con Dios, convertirnos cada vez más en hombres de Dios, alimentados por una intensa vida de oración y modelados por su Gracia. San Agustín, después de un camino de búsqueda, ansiosa pero sincera, de la Verdad llegó finalmente a encontrarla en Dios. Entonces se dio cuenta de un aspecto singular que llenó de estupor y de alegría su corazón: entendió que a lo largo de todo su camino era la Verdad quien lo estaba buscando y quien lo había encontrado. Quiero decir a cada uno: dejémonos encontrar y aferrar por Dios, para ayudar a cada persona que encontramos a ser alcanzada por la Verdad. De la relación con él nace nuestra comunión y se genera la comunidad eclesial, que abraza todos los tiempos y todos los lugares para constituir el único pueblo de Dios.

Por esto he querido convocar un Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, para redescubrir y volver a acoger este don valioso que es la fe, para conocer de manera más profunda las verdades que son la savia de nuestra vida, para conducir al hombre de hoy, a menudo distraído, a un renovado encuentro con Jesucristo «camino, vida y verdad».

En medio de cambios que afectaban a amplios sectores de la humanidad, el siervo de Dios Pablo VI indicó claramente que la Iglesia tiene la tarea de «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, n. 19: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 1975, p. 5). Quiero recordar aquí cómo, el beato Juan Pablo II, con ocasión de la primera visita como Pontífice a su tierra natal, visitó el barrio industrial de Cracovia concebido como una especie de «ciudad sin Dios». Sólo la obstinación de los obreros había llevado a erigir allí primero una cruz, después una iglesia. En aquellos signos el Papa reconoció el inicio de la que él, por primera vez, definió «nueva evangelización», explicando que «la evangelización del nuevo milenio debe fundarse en la doctrina del concilio Vaticano II. Debe ser, como enseña el mismo Concilio, tarea común de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de los seglares, obra de los padres y de los jóvenes». Y concluyó: «Habéis construido la iglesia; edificad vuestra vida según el Evangelio» (Homilía en el santuario de la Santa Cruz, Mogila, 9 de junio de 1979, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 8).

Queridos hermanos en el episcopado, la misión antigua y nueva que nos corresponde realizar consiste en introducir a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo en la relación con Dios, ayudarles a abrir la mente y el corazón a aquel Dios que los busca y quiere hacerse cercano a ellos, guiarlos a que comprendan que cumplir su voluntad no es un límite a la libertad, sino que es ser verdaderamente libres, realizar el verdadero bien de la vida. Dios es el garante, no el competidor, de nuestra felicidad, y donde entra el Evangelio —y por tanto la amistad de Cristo— el hombre experimenta que es objeto de un amor que purifica, calienta y renueva, y lo hace capaz de amar y de servir al hombre con amor divino.

Como pone de relieve oportunamente el tema principal de vuestra asamblea, la nueva evangelización necesita adultos que sean «maduros en la fe y testigos de humanidad». La atención prestada al mundo de los adultos manifiesta vuestra consciencia del papel decisivo de cuantos están llamados, en los diversos ámbitos de la vida, a asumir una responsabilidad educativa respecto de las nuevas generaciones. Velad y esforzaos para que la comunidad cristiana sepa formar personas adultas en la fe porque han encontrado a Jesucristo, que ha llegado a ser la referencia fundamental de su vida; personas que lo conocen porque lo aman, y lo aman porque lo han conocido; personas capaces de ofrecer razones sólidas y creíbles de vida. En este camino formativo es particularmente importante —a los veinte años de su publicación— el Catecismo de la Iglesia católica, valiosa ayuda para un conocimiento orgánico y completo de los contenidos de la fe y para guiar al encuentro con Cristo. Que también gracias a este instrumento el asentimiento de fe se convierta en criterio de inteligencia y de acción que implique toda la existencia.

Dado que nos encontramos en la novena de Pentecostés, quiero concluir estas reflexiones con una oración al Espíritu Santo:

Espíritu de Vida, que en un principio aleteabas en el abismo,
ayuda a la humanidad de nuestro tiempo a comprender que la exclusión de Dios la lleva a perderse en el desierto del mundo, y que sólo donde entra la fe florecen la dignidad y la libertad, y toda la sociedad se construye en la justicia.

Espíritu de Pentecostés, que haces de la Iglesia un solo Cuerpo,
llévanos a los bautizados a una auténtica experiencia de comunión;
haznos signo vivo de la presencia del Resucitado en el mundo, comunidad de santos que vive en el servicio de la caridad.

Espíritu Santo, que habilitas a la misión,
concédenos reconocer que, también en nuestro tiempo, muchas personas están en busca de la verdad sobre su existencia y sobre el mundo.

Haznos colaboradores de su alegría con el anuncio del Evangelio de Jesucristo, grano del trigo de Dios, que hace bueno el terreno de la vida y asegura la abundancia de la cosecha.

Amén.



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