Index   Back Top Print

[ AR  - DE  - EN  - ES  - FR  - HR  - IT  - PL  - PT ]

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de septiembre de 2013

Vídeo

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el «Credo» nosotros decimos «Creo en la Iglesia, una», o sea, profesamos que la Iglesia es única y esta Iglesia es en sí misma unidad. Pero si miramos a la Iglesia católica en el mundo descubrimos que comprende casi 3.000 diócesis diseminadas en todos los continentes: tantas lenguas, tantas culturas. Aquí hay obispos de muchas culturas distintas, de muchos países. Está el obispo de Sri Lanka, el obispo de Sudáfrica, un obispo de la India, hay tantos aquí... Obispos de América Latina. La Iglesia está difundida en todo el mundo. Con todo, las miles de comunidades católicas forman una unidad. ¿Cómo puede suceder esto?

Una respuesta sintética la encontramos en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que afirma: la Iglesia católica difundida en el mundo «tiene una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad» (n. 161). Es una bella definición, clara, nos orienta bien. Unidad en la fe, en la esperanza, en la caridad, unidad en los sacramentos, en el ministerio: son como los pilares que sostienen y mantienen junto el único gran edificio de la Iglesia. Allí donde vamos, hasta en la más pequeña parroquia, en el ángulo más perdido de esta tierra, está la única Iglesia; nosotros estamos en casa, estamos en familia, estamos entre hermanos y hermanas. Y esto es un gran don de Dios. La Iglesia es una sola para todos. No existe una Iglesia para los europeos, una para los africanos, una para los americanos, una para los asiáticos, una para quien vive en Oceanía, no; es la misma en todo lugar. Es como en una familia: se puede estar lejos, distribuidos por el mundo, pero los vínculos profundos que unen a todos los miembros de la familia permanecen sólidos cualquiera que sea la distancia. Pienso, por ejemplo, en la experiencia de la Jornada mundial de la juventud en Río de Janeiro: en aquella inmensa multitud de jóvenes en la playa de Copacabana se oían hablar tantas lenguas, se veían rasgos de rostros muy distintos entre sí, se encontraban culturas diversas, y sin embargo había una profunda unidad, se formaba una única Iglesia, se estaba unidos y así se percibía. Preguntémonos todos: yo, como católico, ¿siento esta unidad? Yo, como católico, ¿vivo esta unidad de la Iglesia? ¿O bien no me interesa, porque estoy cerrado en mi pequeño grupo o en mí mismo? ¿Soy de los que «privatizan» la Iglesia para el propio grupo, la propia nación, los propios amigos? Es triste encontrar una Iglesia «privatizada» por este egoísmo y esta falta de fe. ¡Es triste! Cuando oigo que muchos cristianos en el mundo sufren, ¿soy indiferente o es como si sufriera uno de la familia? Cuando pienso u oigo decir que muchos cristianos son perseguidos y dan hasta la vida por la propia fe, ¿esto toca mi corazón o no me llega? ¿Estoy abierto a ese hermano o a esa hermana de la familia que está dando la vida por Jesucristo? ¿Oramos los unos por los otros? Os hago una pegunta, pero no respondáis en voz alta, sólo en el corazón: ¿cuántos de vosotros rezan por los cristianos que son perseguidos? ¿Cuántos? Que cada uno responda en el corazón. ¿Rezo por ese hermano, por esa hermana que está en dificultad por confesar y defender su fe? Es importante mirar fuera del propio recinto, sentirse Iglesia, única familia de Dios.

Demos otro paso y preguntémonos: ¿hay heridas en esta unidad? ¿Podemos herir esta unidad? Lamentablemente vemos que en el camino de la historia, también ahora, no siempre vivimos la unidad. A veces surgen incomprensiones, conflictos, tensiones, divisiones, que la hieren, y entonces la Iglesia no tiene el rostro que desearíamos, no manifiesta la caridad, lo que quiere Dios. Somos nosotros quienes creamos laceraciones. Y si miramos las divisiones que aún existen entre los cristianos, católicos, ortodoxos, protestantes... sentimos la fatiga de hacer plenamente visible esta unidad. Dios nos dona la unidad, pero a nosotros frecuentemente nos cuesta vivirla. Es necesario buscar, construir la comunión, educar a la comunión, para superar incomprensiones y divisiones, empezando por la familia, por las realidades eclesiales, en el diálogo ecuménico también. Nuestro mundo necesita unidad, es una época en la que todos necesitamos unidad, tenemos necesidad de reconciliación, de comunión; y la Iglesia es Casa de comunión. San Pablo decía a los cristianos de Éfeso: «Yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados, con toda humildad, dulzura y magnanimidad, sobrellevándoos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (4, 1-3). Humildad, dulzura, magnanimidad, amor para conservar la unidad. Estos, estos son los caminos, los verdaderos caminos de la Iglesia. Oigámoslos una vez más. Humildad contra la vanidad, contra la soberbia; humildad, dulzura, magnanimidad, amor para conservar la unidad. Y continuaba Pablo: un solo cuerpo, el de Cristo que recibimos en la Eucaristía; un solo Espíritu, el Espíritu Santo que anima y continuamente recrea a la Iglesia; una sola esperanza, la vida eterna; una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios, Padre de todos (cf. vv. 4-6). ¡La riqueza de lo que nos une! Y ésta es una verdadera riqueza: lo que nos une, no lo que nos divide. Esta es la riqueza de la Iglesia. Que cada uno se pregunte hoy: ¿hago crecer la unidad en familia, en la parroquia, en comunidad, o soy un hablador, una habladora? ¿Soy motivo de división, de malestar? ¡Pero vosotros no sabéis el daño que hacen a la Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, las habladurías! ¡Hacen daño! Las habladurías hieren. Un cristiano, antes de parlotear, debe morderse la lengua. ¿Sí o no? Morderse la lengua: esto nos hará bien, porque la lengua se inflama y no puede hablar y no puede parlotear. ¿Tengo la humildad de remediar con paciencia, con sacrificio, las heridas a la comunión?

Finalmente un último paso con mayor profundidad. Y esta es una bella pregunta: ¿quién es el motor de esta unidad de la Iglesia? Es el Espíritu Santo que todos nosotros hemos recibido en el Bautismo y también en el sacramento de la Confirmación. Es el Espíritu Santo. Nuestra unidad no es primariamente fruto de nuestro consenso, o de la democracia dentro de la Iglesia, o de nuestro esfuerzo de estar de acuerdo, sino que viene de Él que hace la unidad en la diversidad, porque el Espíritu Santo es armonía, siempre hace la armonía en la Iglesia. Es una unidad armónica en mucha diversidad de culturas, de lenguas y de pensamiento. Es el Espíritu Santo el motor. Por esto es importante la oración, que es el alma de nuestro compromiso de hombres y mujeres de comunión, de unidad. La oración al Espíritu Santo, para que venga y construya la unidad en la Iglesia.

Pidamos al Señor: Señor, concédenos estar cada vez más unidos, no ser jamás instrumentos de división; haz que nos comprometamos, como dice una bella oración franciscana, a llevar amor donde hay odio, a llevar perdón donde hay ofensa, a llevar unión donde hay discordia. Que así sea.

 


Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a la comunidad del Colegio Mexicano de Roma, a las peregrinaciones diocesanas de Tarazona, con su Obispo Eusebio Hernández, y de Tortosa, con su Obispo, Enrique Benavent, así como a los demás grupos venidos de España, Argentina, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México y otros países latinoamericanos.

Muchas gracias.

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana