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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA JUBILAR

Sábado 22 de octubre de 2016

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Queridos hermanos, ¡Buenos días!

El pasaje del Evangelio de Juan que hemos escuchado (cf 4,6-15) narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Lo que impresiona de este encuentro es el diálogo muy intenso entre la mujer y Jesús. Esto nos permite hoy subrayar un aspecto muy importante de la misericordia, que es precisamente el diálogo.

El diálogo permite a las personas conocerse y comprender las exigencias los unos de los otros. Sobre todo, es una señal de gran respeto, porque pone a las personas en actitud de escucha y en la condición de acoger los mejores aspectos del interlocutor. En segundo lugar, el diálogo es expresión de caridad, porque, aun no ignorando las diferencias, puede ayudar a buscar y a compartir el bien común. Además, el diálogo invita a ponernos ante el otro viéndolo como un don de Dios, que nos interpela y nos pide ser reconocido.

Muchas veces no encontramos a los hermanos, a pesar de vivir a su lado, sobre todo cuando hacemos prevalecer nuestra posición frente a la del otro. No dialogamos cuando no escuchamos suficientemente o tendemos a interrumpir al otro para demostrar que tenemos razón. Pero ¿cuántas veces, cuántas veces estamos escuchando a una persona, la paramos y decimos: “¡No! ¡No! ¡No es así!” y no dejamos que la persona termine de explicar lo que quiere decir?. Y esto impide el diálogo: esta es una agresión. El verdadero diálogo, en cambio, necesita momentos de silencio, en los cuales acoger el don extraordinario de la presencia de Dios en el hermano.

Queridos hermanos y hermanas, dialogar ayuda a las personas a humanizar las relaciones y a superar las incomprensiones. ¡Hay tanta necesidad de diálogo en nuestras familias, y cómo se resolverían más fácilmente las cuestiones si aprendiéramos a escucharnos mutuamente! Es así en la relación entre marido y mujer, y entre padres e hijos. Cuánta ayuda puede llegar también del diálogo entre los profesores y sus alumnos; o entre directivos y obreros, para descubrir las exigencias mejores del trabajo.

De diálogo también vive la Iglesia con los hombres y las mujeres de todos los tiempos, para comprender las necesidades que alberga el corazón de cada persona y para contribuir a la realización del bien común. Pensemos en el gran don de la creación y en la responsabilidad que todos tenemos de salvaguardar nuestra casa común: el diálogo sobre este tema tan central es una exigencia ineludible. Pensemos en el diálogo entre las religiones, para descubrir la verdad profunda de su misión en medio de los hombres, y para contribuir a la construcción de la paz y de una red de respeto y fraternidad (cf Enc. Laudato si, 201).

Para concluir, todas las formas de diálogo son expresiones de la gran exigencia de amor de Dios, que sale al encuentro de todos y en cada uno pone una semilla de su bondad, para que pueda colaborar en su obra creadora. El diálogo derriba los muros de las divisiones y de las incomprensiones; crea puentes de comunicación y no permite que nadie se aísle, encerrándose en su pequeño mundo. No os olvidéis: dialogar es escuchar lo que me dice el otro y decir con docilidad lo que pienso yo. Si las cosas van así, la familia, el barrio, el puesto de trabajo serán mejores. Pero si yo no dejo que el otro diga todo lo que tiene en el corazón y empiezo a gritar —hoy se grita mucho— no llegará a buen fin esta relación entre nosotros; no llegará a buen fin la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos. Escuchar, explicar, con docilidad, no chillar al otro, no gritar al otro, sino tener un corazón abierto.

Jesús conocía bien lo que había en el corazón de la samaritana, una gran pecadora; no obstante lo cual no le negó que se pudiera explicar, dejó que hablara hasta el final, y entró poco a poco en el misterio de su vida. Esta enseñanza vale también para nosotros. A través del diálogo podemos hacer crecer las señales de la misericordia de Dios y convertirlas en un instrumento de aceptación y respeto.

 


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a ser por medio del diálogo instrumentos que creen una red de respeto y fraternidad para derribar los muros de la división y de la incomprensión, y así crear puentes de comunicación para ser signos de la misericordia de Dios. Muchas gracias.

(Saludo con motivo de la memoria litúrgica de san Juan Pablo II)

Queridos hermanos y hermanas:

hace exactamente treinta y ocho años, casi a esta hora, en esta Plaza sonaban las palabras dirigidas a los hombres de todo el mundo: ¡no tengáis miedo! (...) Abrid, es más, abrid las puertas de par en par a Cristo. Estas palabras las pronunció al comienzo de su pontificado Juan Pablo II, Papa de profunda espiritualidad, plasmada por la milenaria herencia de la historia y de la cultura polaca transmitida en el espíritu de fe, de generación en generación. Esta herencia era para Él fuente de esperanza, de potencia y de valor, con la cual exhortaba al mundo a abrir ampliamente las puertas a Cristo. Esta invitación se transformó en una incesante proclamación del Evangelio de la misericordia para el mundo y para el hombre, cuya continuación es este Año Jubilar.

Hoy quiero desearos que el Señor os dé la gracia y la perseverancia en esta fe, esta esperanza y este amor que habéis recibido de vuestros antepasados y que conserváis con cuidado. Que en vuestras mentes y en vuestros corazones resuene siempre el llamamiento de vuestro gran compatriota para despertar en vosotros la fantasía de la misericordia, para que podáis llevar el testimonio del amor de Dios a todos los que lo necesitan. Os pido que os acordéis de mí en vuestras oraciones. ¡Os bendigo de corazón! ¡Sea alabado Jesucristo!

Una mención especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy se celebra la memoria litúrgica de San Juan Pablo II. Que su coherente testimonio de fe sea una enseñanza para vosotros, queridos jóvenes, para afrontar los desafíos de la vida; con la luz de su enseñanza, queridos enfermos, abrazad con esperanza la cruz de la enfermedad; invocad su celeste intercesión, queridos recién casados, para que en vuestra nueva familia no falte nunca el amor.

 



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