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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS
AL INICIO DEL OCTAVARIO
DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pablo extramuros
Viernes, 18 de enero de 2019

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Hoy comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en la que todos estamos invitados a pedir a Dios este gran don. La unidad de los cristianos es fruto de la gracia de Dios y hemos de disponernos a recibirla con un corazón generoso y servicial. Esta tarde me alegra especialmente poder orar con los representantes de otras Iglesias presentes en Roma, a quienes dirijo un saludo cordial y fraterno. También saludo a la delegación ecuménica de Finlandia, a los estudiantes del Instituto Ecuménico de Bossey, en su visita a Roma para conocer más en profundidad a la Iglesia católica, así como a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí con el apoyo del Comité para la Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas, perteneciente al Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.

El libro del Deuteronomio representa al pueblo de Israel acampado en las llanuras de Moab, a punto de entrar en la tierra que Dios le prometió. Aquí, Moisés, como un padre solícito y jefe designado por el Señor, repite la Ley al pueblo, lo instruye y le recuerda que deberá vivir con fidelidad y justicia una vez que se haya establecido en la tierra prometida.

El pasaje que acabamos de escuchar proporciona información sobre cómo celebrar las tres fiestas principales del año: Pesach (Pascua), Shavuot (Pentecostés), Sukkot (Tabernáculos). Cada una de estas fiestas llama a Israel a dar gracias por los bienes recibidos de Dios. La celebración de una fiesta requiere la participación de todos. Nadie puede quedar excluido: «Te regocijarás en presencia del Señor, tu Dios, con tu hijo e hija, tu esclavo y esclava, el levita que haya en tus ciudades, el emigrante, el huérfano y la viuda que haya entre los tuyos» (Dt 16,11).

En cada fiesta es necesario hacer una peregrinación «en el lugar que elija el Señor, tu Dios, para hacer morar allí su nombre» (v. 2). Allí, el fiel israelita debe ponerse ante Dios. Aunque todo israelita haya sido un esclavo en Egipto, sin ninguna posesión personal, «no se presentarán al Señor con las manos vacías» (v. 16) y el don de cada uno será en la medida de la bendición que el Señor le dará. Por lo tanto, todos recibirán su parte de la riqueza del país y se beneficiarán de la bondad de Dios.

No es una sorpresa que el texto bíblico pase de la celebración de las tres fiestas principales al nombramiento de los jueces. Las mismas fiestas exhortan al pueblo a la justicia, recordando la igualdad fundamental entre todos sus miembros, todos igualmente dependientes de la misericordia divina, e invitando a cada uno a compartir con los demás los bienes recibidos. Honrar y glorificar al Señor en las fiestas del año va de la mano con el honrar y hacer justicia al prójimo, especialmente si es débil y está necesitado.

Los cristianos de Indonesia, reflexionando sobre la elección del tema para esta Semana de Oración, decidieron inspirarse en estas palabras del Deuteronomio: «Persigue solo la justicia» (16,20). A ellos les preocupa mucho que el crecimiento económico de su país, movido por la lógica de la competición, deje a muchos en la pobreza, permitiendo que solo unos pocos se enriquezcan enormemente. Está en riesgo la armonía de una sociedad, en la que conviven personas de diferentes grupos étnicos, idiomas y religiones, compartiendo un sentido de responsabilidad recíproca.

Pero esto no vale solo para Indonesia: esta situación se repite en el resto del mundo. Cuando la sociedad ya no tiene como fundamento el principio de la solidaridad y el bien común, se produce el escándalo de ver a personas que viven en la pobreza extrema junto a rascacielos, hoteles imponentes y lujosos centros comerciales, símbolos de inmensa riqueza. Hemos olvidado la sabiduría de la ley mosaica, según la cual, si la riqueza no se comparte, la sociedad se divide.

San Pablo, escribiendo a los romanos, aplica la misma lógica a la comunidad cristiana: los que son fuertes deben ocuparse de los débiles. No es cristiano «buscar la satisfacción propia» (15,1). Siguiendo el ejemplo de Cristo, debemos esforzarnos por edificar a los que son débiles. La solidaridad y la responsabilidad común deben ser las leyes que gobiernan a la familia cristiana.

Como pueblo santo de Dios, también nosotros estamos siempre próximos a entrar en el Reino que el Señor nos ha prometido. Pero, al estar divididos, tenemos que recordar la llamada a la justicia que Dios nos dirige. Incluso entre los cristianos existe el riesgo de que prevalezca la lógica conocida por los israelitas en la antigüedad y por el pueblo indonesio en la actualidad, es decir, que buscando acumular riquezas, nos olvidemos de los débiles y necesitados. Es fácil olvidarse de la igualdad fundamental que existe entre nosotros: que en el principio todos éramos esclavos del pecado y el Señor nos salvó en el bautismo, llamándonos hijos suyos. Es fácil pensar que la gracia espiritual que se nos ha dado es una propiedad nuestra, algo que nos corresponde y nos pertenece. También es posible que los dones recibidos de Dios nos vuelvan ciegos para ver los dones dados a otros cristianos. Es un grave pecado empequeñecer o despreciar los dones que el Señor ha dado a otros hermanos, creyendo que no son de alguna manera privilegiados de Dios. Si compartimos pensamientos similares, dejamos que la misma gracia recibida se convierta en una fuente de orgullo, injusticia y división. ¿Y cómo podremos entrar así en el Reino prometido?

El culto que corresponde a ese Reino, el culto que reclama la justicia, es una fiesta que incluye a todos, una fiesta en la que los dones recibidos se ponen a disposición y se comparten. Para dar los primeros pasos hacia esa tierra prometida que es la de nuestra unidad, ante todo debemos reconocer con humildad que las bendiciones recibidas no son nuestras por derecho, sino por un don, y que nos han sido dadas para que las compartamos con los demás. En segundo lugar, tenemos que reconocer el valor de la gracia concedida a otras comunidades cristianas. Como consecuencia, nuestro deseo será el de participar en los dones de los demás. Un pueblo cristiano renovado y enriquecido por este intercambio de dones será un pueblo capaz de caminar con paso firme y confiado por el camino que conduce a la unidad.

 


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