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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Sala Clementina
Viernes 17 de mayo de 2013

 

Me alegra particularmente, queridos hermanos y hermanas, encontrarme por primera vez con vosotros, directores nacionales de las Obras misionales pontificias provenientes de todo el mundo. Saludo cordialmente al cardenal Fernando Filoni, le agradezco el servicio que presta como prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, así como también las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. El cardenal Filoni tiene un trabajo más en este tiempo: es profesor. Viene a mí para «enseñarme la Iglesia». Sí, viene y me dice: esta diócesis es así o asá... Conozco la Iglesia gracias a sus lecciones. No son lecciones a pagar, lo hace gratuitamente. Saludo también al secretario, monseñor Savio Hon Tai-Fai, al secretario adjunto monseñor Protase Rugambwa, y a todos los colaboradores del dicasterio y de las Obras misionales pontificias, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas.

Quiero deciros que os aprecio particularmente porque ayudáis a tener siempre viva la actividad de evangelización, paradigma de toda obra de la Iglesia. La misionariedad es paradigma de toda obra de la Iglesia; es una actitud paradigmática. En efecto, el Obispo de Roma está llamado a ser Pastor no sólo de su Iglesia particular, sino también de todas las Iglesias, para que el Evangelio se anuncie hasta los confines de la tierra. Y en esta tarea, las Obras misionales pontificias son un instrumento privilegiado en las manos del Papa, que es principio y signo de la unidad y la universalidad de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, constitución dogmática Lumen gentium, 23). Se llaman, en efecto, «pontificias» porque están a directa disposición del Obispo de Roma con el objetivo específico de actuar para ofrecer a todos el don valioso del Evangelio. Son plenamente actuales, es más, necesarias aún hoy, porque hay muchos pueblos que todavía no han conocido y encontrado a Cristo, y es urgente encontrar nuevas formas y nuevos caminos para que la gracia de Dios pueda tocar el corazón de cada hombre y de cada mujer y llevarlos a Él. De esto todos nosotros somos instrumentos sencillos, pero importantes; hemos recibido el don de la fe, no para tenerla escondida, sino para difundirla, para que pueda iluminar el camino de muchos hermanos.

Ciertamente es una misión difícil la que nos espera, pero, con la guía del Espíritu Santo, se convierte en una misión entusiástica. Todos experimentamos nuestra pobreza, nuestra debilidad al llevar al mundo el tesoro precioso del Evangelio, pero debemos seguir repitiendo continuamente las palabras de san Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4, 7). Es esto lo que nos debe dar siempre valentía: saber que la fuerza de la evangelización viene de Dios, pertenece a Él. Nosotros estamos llamados a abrirnos cada vez más a la acción del Espíritu Santo, y a ofrecer toda nuestra disponibilidad para ser instrumentos de la misericordia de Dios, de su ternura, de su amor por cada hombre y por cada mujer, sobre todo por los pobres, los excluidos, los lejanos. Y para cada cristiano, para toda la Iglesia, esta no es una misión facultativa, no es una misión facultativa, sino esencial. Como decía san Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). ¡La salvación de Dios es para todos!

A vosotros, queridos directores nacionales, os repito la invitación que Pablo VI os dirigió hace casi cincuenta años, de custodiar celosamente la dimensión universal de las Obras misionales, «que tienen el honor, la responsabilidad y el deber de sostener la misión [de anunciar el Evangelio] y de suministrar las ayudas necesarias» (Discurso a las Obras misionales pontificias, 14 de mayo de 1965: aas 57 1965, 520). No os canséis de educar a cada cristiano, desde la infancia, en un espíritu verdaderamente universal y misionero, y de sensibilizar a toda la comunidad para que sostenga y ayude a las misiones según las necesidades de cada una (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, decreto Ad gentes, 38). Haced que las Obras misionales pontificias, en la línea de su tradición secular, sigan animando y formando a las Iglesias, abriéndolas a una dimensión amplia de la misión evangelizadora. Justamente las Obras misionales pontificias también dependen de la solicitud de los obispos, para que estén «radicadas en la vida de las Iglesias particulares» (Estatuto de las Obras misionales pontificias, n. 17); pero realmente deben convertirse en instrumento privilegiado de educación en el espíritu misionero universal y en una comunión y colaboración cada vez mayores entre las Iglesias para el anuncio del Evangelio al mundo. Frente a la tentación de las comunidades de cerrarse en sí mismas —es una tentación muy frecuente, muy frecuente, cerrarse en sí mismas— preocupadas por sus propios problemas, vuestra tarea es exhortar a la missio ad gentes, testimoniar proféticamente que la vida de la Iglesia y de las Iglesias es misión, y es misión universal. El ministerio episcopal y todos los ministerios son ciertamente para el crecimiento de la comunidad cristiana, pero también están puestos al servicio de la comunión entre las Iglesias para la misión evangelizadora. En este contexto, os invito a tener una atención particular hacia las jóvenes Iglesias, que a menudo trabajan en un clima de dificultad, de discriminación e incluso de persecución, para sostenerlas y ayudarlas cuando testimonien el Evangelio con la palabra y las obras.

Queridos hermanos y hermanas, al renovaros mi gratitud a todos, os aliento a continuar vuestro compromiso para que las Iglesias locales asuman cada vez más generosamente su parte de responsabilidad en la misión universal de la Iglesia. Invocando a María, Estrella de la evangelización, hago mías las palabras de Pablo VI, palabras tan actuales que parecen haber sido escritas ayer. El Pontífice decía: «Ojalá que el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Gracias.

A vosotros, a vuestros colaboradores, a vuestras familias, y a todos aquellos que lleváis en el corazón, a vuestro trabajo misionero, a todos, la bendición.

 



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