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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA


Lunes 16 de junio de 2014

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Ante todo, ¡buenas tardes a todos!

Estoy contento de estar entre vosotros.

Doy las gracias al cardenal vicario por las palabras de afecto y de confianza que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Gracias también a don Gianpiero Palmieri y a los dos catequistas Ada y Pierpaolo, que han ilustrado la situación. Les he dicho: «¡Lo habéis dicho todo vosotros! Yo doy la bendición y me marcho». Son buenos.

Quisiera decir una cosa, sin ninguna duda: me gustó mucho que tú, don Gianpiero, hayas mencionado la Evangelii nuntiandi. También hoy es el documento pastoral más importante del posconcilio, que no ha sido superado. Debemos ir siempre allí. Esa exhortación apostólica es una cantera de inspiración. Y la escribió el gran Pablo VI, de su puño y letra. Porque después de ese Sínodo no se ponían de acuerdo si escribir una Exhortación, si no hacerla...; y al final el relator —era san Juan Pablo II— recogió todos los folios y se los entregó al Papa, como diciendo: «Arréglate tú, hermano». Pablo VI leyó todo y, con esa paciencia que tenía, comenzó a escribir. Es precisamente, para mí, el testamento pastoral del gran Pablo VI. Y no ha sido superada. Es una cantera de recursos para la pastoral. Gracias por haberla mencionado, y que sea siempre un punto de referencia.

Este año, visitando algunas parroquias, he tenido ocasión de encontrar a muchas personas, que a menudo fugazmente pero con gran confianza me han expresado sus esperanzas, sus expectativas, juntamente con sus penas y su problemas. También en las muchas cartas que recibo cada día leo acerca de hombres y mujeres que se sienten desorientados, porque la vida con frecuencia es agobiante y no se logra encontrar su sentido y su valor. Es demasiado acelerada. Imagino cuán agitada es la jornada de un papá o de una mamá, que se levantan temprano, acompañan a los hijos a la escuela, luego van a trabajar, a menudo a lugares donde hay tensiones y conflictos, incluso a sitios lejanos. Antes de venir aquí he ido a la cocina a tomar un café, estaba allí el cocinero y le he dicho: «¿Cuánto tiempo necesitas para ir a tu casa?»; «Una hora y media...». ¡Una hora y media! Y regresa a casa, están los hijos, la mujer... Y tienen que atravesar Roma con el tráfico. Con frecuencia nos sucede a todos nosotros sentirnos así solos. Sentir encima un peso que nos aplasta, y nos preguntamos: ¿esto es vida? Surge en nuestro corazón la pregunta: ¿cómo hacer para que nuestros hijos, nuestros jóvenes, puedan dar un sentido a su vida? Porque también ellos advierten que este modo de vivir nuestro a veces es inhumano, y no saben qué dirección tomar a fin de que la vida sea hermosa, y por la mañana estén contentos de levantarse.

Cuando confieso a los jóvenes esposos y me hablan de los hijos, hago siempre una pregunta: «¿Y tú tienes tiempo para jugar con tus hijos?». Y muchas veces escucho del papá: «Pero, padre, yo cuando voy a trabajar por la mañana, ellos duermen, y cuando regreso, a la noche, están en la cama, duermen». ¡Esto no es vida! Es una cruz difícil. No es humano. Cuando era arzobispo en otra diócesis tenía ocasión de hablar con más frecuencia que ahora con los muchachos y los jóvenes y me daba cuenta que sufrían de orfandad, es decir de un estado de huérfanos. Nuestros niños, nuestros muchachos sufren de orfandad. Creo que lo mismo sucede en Roma. Los jóvenes están huérfanos de un camino seguro para recorrer, de un maestro de quien fiarse, de ideales que caldeen el corazón, de esperanzas que sostengan el cansancio del vivir cotidiano. Son huérfanos, pero conservan vivo en su corazón el deseo de todo esto. Esta es la sociedad de los huérfanos. Pensemos en esto, es importante. Huérfanos, sin memoria de familia: porque, por ejemplo, los abuelos están lejos, en residencias, no tienen esa presencia, esa memoria de familia; huérfanos, sin afecto de hoy, o un afecto con demasiada prisa: papá está cansando, mamá está cansada, se van a dormir... Y ellos quedan huérfanos. Huérfanos de gratuidad: lo que decía antes, esa gratuidad del papá y de la mamá que saben perder el tiempo para jugar con los hijos. Necesitamos el sentido de la gratuidad: en las familias, en las parroquias, en toda la sociedad. Y cuando pensamos que el Señor se ha revelado a nosotros en la gratuidad, es decir, como Gracia, la cuestión es mucho más importante. Esa necesidad de gratuidad humana, que es como abrir el corazón a la gracia de Dios. Todo es gratis: Él viene y nos da su gracia. Pero si nosotros no tenemos el sentido de la gratuidad en la familia, en la escuela, en la parroquia nos será muy difícil entender qué es la gracia de Dios, esa gracia que no se vende, que no se compra, que es un regalo, un don de Dios: es Dios mismo. Y por ello son huérfanos de gratuidad.

Jesús nos hizo una gran promesa: «No os dejaré huérfanos» (Jn 14, 18), porque Él es el camino a recorrer, el maestro a quien escuchar, la esperanza que no decepciona. Cómo no sentir arder el corazón y decir a todos, en especial a los jóvenes: «¡No eres huérfano! Jesucristo nos ha revelado que Dios es Padre y quiere ayudarte, porque te ama». He aquí el sentido profundo de la iniciación cristiana: generar a la fe quiere decir anunciar que no somos huérfanos. Porque también la sociedad reniega de sus hijos. Por ejemplo, a casi un 40% de los jóvenes italianos no da trabajo. ¿Qué significa? «Tú no me importas. Tú eres material de descarte. Lo siento, pero la vida es así». También la sociedad convierte en huérfanos a los jóvenes. Pensad lo que significa que 75 millones de jóvenes en esta civilización europea, jóvenes de 25 años para abajo, no tengan trabajo... Esta civilización los deja huérfanos. Somos un pueblo que quiere hacer crecer a sus hijos con esta certeza de tener un padre, de tener una familia, de tener una madre. Nuestra sociedad tecnológica —lo decía ya Pablo VI— multiplica al infinito las ocasiones de placer, de distracción, de curiosidad, pero no es capaz de conducir al hombre a la verdadera alegría. Muchas comodidades, muchas cosas hermosas, ¿pero dónde está la alegría? Para amar la vida no necesitamos llenarla de cosas, que después se convierten en ídolos; necesitamos que Jesús nos mire. Es su mirada que nos dice: es hermoso que tú vivas, tu vida no es inútil, porque a ti te he encomendado una gran misión. Esta es la verdadera sabiduría: una mirada nueva sobre la vida que nace del encuentro con Jesús.

El cardenal Vallini ha hablado de este camino de conversión pastoral misionera. Es un camino que se hace y se debe hacer, y nosotros tenemos la gracia aún de poder hacerlo. Conversión no es fácil, porque es cambiar la vida, cambiar de método, cambiar muchas cosas, incluso cambiar el alma. Pero este camino de conversión nos dará la identidad de un pueblo que sabe engendrar a los hijos, no un pueblo estéril. Si nosotros como Iglesia no sabemos engendrar hijos, algo no funciona. El desafío mayor de la Iglesia hoy es convertirse en madre: ¡madre! No una ong bien organizada, con muchos planes pastorales... Los necesitamos, ciertamente... Pero eso no es lo esencial, eso es una ayuda. ¿A qué ayuda? A la maternidad de la Iglesia. Si la Iglesia no es madre, es feo decir que se convierte en una solterona, pero se convierte en una solterona. Es así: no es fecunda. No sólo engendra hijos la Iglesia, su identidad es dar vida a los hijos, es decir, evangelizar, como dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi. La identidad de la Iglesia es esta: evangelizar, es decir, engendrar hijos. Pienso en nuestra madre Sara, que había envejecido sin hijos; pienso en Isabel, la esposa de Zacarías, que envejeció sin hijos; pienso en Noemí, otra mujer que envejeció sin descendencia... Y estas mujeres estériles tuvieron hijos, tuvieron descendencia: el Señor es capaz de hacerlo. Pero para ello la Iglesia debe hacer algo, debe cambiar, debe convertirse para llegar a ser madre. ¡Debe ser fecunda! La fecundidad es la gracia que nosotros hoy debemos pedir al Espíritu Santo, para que podamos seguir adelante en nuestra conversión pastoral y misionera. No se trata, no es cuestión de ir a buscar prosélitos, ¡no, no! Ir a tocar los timbres: «¿Usted quiere venir a esta asociación que se llama Iglesia católica?...». Hay que hacer la ficha, un socio más... La Iglesia —nos dijo Benedicto XVI— no crece por proselitismo, crece por atracción, por atracción materna, por ese ofrecer maternidad; crece por ternura, por la maternidad, por el testimonio que genera cada vez más hijos. Está un poco envejecida nuestra Madre Iglesia... No debemos hablar de la «abuela» Iglesia, pero está un poco avejentada. Tenemos que rejuvenecerla, pero no llevándola al médico que hace la cosmética, ¡no! Este no es el verdadero rejuvenecimiento de la Iglesia, esto no funciona. La Iglesia se hace más joven cuando es capaz de engendrar más hijos; se hace más joven cuanto más se hace madre. Esta es nuestra madre, la Iglesia; y nuestro amor de hijos. Estar en la Iglesia es estar en casa, con mamá; en casa de mamá. Esta es la grandeza de la revelación.

Es un envejecimiento que... creo... —no sé si don Gianpiero o el cardenal— ha hablado de fuga de la vida comunitaria, esto es verdad: el individualismo nos lleva a la fuga de la vida comunitaria, y esto hace envejecer a la Iglesia. Vamos a visitar una institución que ya no es madre, nos da una cierta identidad, como el equipo de fútbol: «Soy de este equipo, soy aficionado de la católica». Y esto sucede cuando tiene lugar la fuga de la vida comunitaria, la fuga de la familia. Debemos recuperar la memoria, la memoria de la Iglesia que es pueblo de Dios. A nosotros hoy nos falta el sentido de la historia. Tenemos miedo del tiempo: nada de tiempo, nada de itinerarios, nada, nada. ¡Todo ahora! Estamos en el reino del presente, de la situación. Sólo este espacio, este espacio, este espacio, y nada de tiempo. También en la comunicación: luces, el momento, celular, el mensaje... El lenguaje más abreviado, más reducido. Todo se hace deprisa, porque somos esclavos de la situación. Recuperar la memoria en la paciencia de Dios, que no tuvo prisa en su historia de salvación, que nos ha acompañado a lo largo de la historia, que prefirió la historia larga por nosotros, de tantos años, caminando con nosotros.

En el presente —de ello hablaré luego, si tengo tiempo— diré una sola palabra: acogida. He aquí, la acogida. Y otra que habéis dicho vosotros: ternura. Una madre es tierna, sabe acariciar. Pero cuando nosotros vemos a la pobre gente que va a la parroquia con esto, con aquello otro y no sabe cómo moverse en este ambiente, porque no va con frecuencia a la parroquia, y encuentra una secretaria que grita, que cierra la puerta: «No, usted para hacer esto tiene que pagar esto, esto y esto. Y tiene que hacer esto y esto... Tome este papel y tiene que hacer...». Esta gente no se siente en la casa de mamá. Tal vez se siente en la administración, pero no en la casa de la madre. Y las secretarias, ¡las nuevas «hostiarias» de la Iglesia! Pero secretaria parroquial quiere decir abrir la puerta de la casa de la madre, no cerrarla. Y se puede cerrar la puerta de muchas maneras. En Buenos Aires era famosa una secretaria parroquial: todos la llamaban la «tarántula»... no digo más. Saber abrir la puerta en el presente: acogida y ternura.

También los sacerdotes, los párrocos y los vicarios parroquiales tienen mucho trabajo, y yo comprendo que a veces están un poco cansados; pero un párroco que es demasiado impaciente no hace bien. A veces yo comprendo, comprendo... Una vez tuve que escuchar a una señora, humilde, muy humilde, que había dejado la Iglesia siendo joven; ahora siendo madre de familia, volvió a la Iglesia, y decía: «Padre, yo dejé la Iglesia porque en la parroquia, siendo jovencita —no sé si iba a la Confirmación, no estoy seguro...— vino una mujer con un niño y le pidió al párroco el Bautismo... —esto pasó hace tiempo y no aquí en Roma, en otra parte—, y el párroco dijo que sí, pero que tenía que pagar... «Pero no tengo dinero». «Ve a tu casa, toma lo que tengas, me lo traes y te bautizo a tu hijo». Y esa mujer me hablaba en presencia de Dios. Esto sucede... Esto no significa acoger, esto es cerrar la puerta. En el presente: ternura y acogida.

Y para el futuro, esperanza y paciencia. Dar testimonio de esperanza, sigamos adelante. ¿Y la familia? Es paciencia. La que san Pablo nos dice: soportaos mutuamente, unos a otros. Soportarnos. Es así.

Pero volvamos al texto. La gente que viene sabe, por la unción del Espíritu Santo, que la Iglesia custodia el tesoro de la mirada de Jesús. Y nosotros debemos ofrecerlo a todos. Cuando llegan a la parroquia —tal vez me repito, porque he hecho un camino distinto y me he alejado del texto—, ¿qué actitud debemos tener? Debemos acoger siempre a todos con corazón grande, como en familia, pidiendo al Señor que nos haga capaces de participar en las dificultades y en los problemas que a menudo los muchachos y los jóvenes encuentran en su vida.

Debemos tener el corazón de Jesús, quien «al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). Al ver a las muchedumbres, sintió compasión. A mí me gusta soñar una Iglesia que viva la compasión de Jesús. Compasión es «padecer con», sentir lo que sienten los demás, acompañar en los sentimientos. Es la Iglesia madre, como una madre que acaricia a sus hijos con la compasión. Una Iglesia que tenga un corazón sin confines, pero no sólo el corazón: también la mirada, la dulzura de la mirada de Jesús, que a menudo es mucho más elocuente que tantas palabras. Las personas esperan encontrar en nosotros la mirada de Jesús, a veces sin ni siquiera saberlo, esa mirada serena, feliz, que entra en el corazón. Pero —como han dicho vuestros representantes— debe ser toda la parroquia quien sea una comunidad acogedora, no sólo los sacerdotes y los catequistas. ¡Toda la parroquia! Acoger...

Debemos replantearnos cuán acogedoras son nuestras parroquias, si los horarios de las actividades favorecen la participación de los jóvenes, si somos capaces de hablar su lenguaje, de captar incluso en otros ambientes (como por ejemplo en el deporte, en las nuevas tecnologías) las ocasiones para anunciar el Evangelio. Llegamos a ser audaces al explorar nuevas modalidades con las cuales nuestras comunidades sean casas donde la puerta esté siempre abierta. ¡La puerta abierta! Pero es importante que la acogida siga una clara propuesta de fe; una propuesta de fe muchas veces no explícita, sino con la actitud, con el testimonio: en esta institución que se llama Iglesia, en esta institución que se llama parroquia se respira un aire de fe, porque se cree en el Señor Jesús.

Os pediré a vosotros que estudiéis bien estas cosas que he dicho: esta orfandad, y estudiar cómo hacer recuperar la memoria de familia; como hacer a fin de que en las parroquias haya afecto, haya gratuidad, que la parroquia no sea una institución vinculada sólo a las situaciones del momento. No, que sea histórica, que sea un camino de conversión pastoral. Que en el presente sepa acoger con ternura, y sepa impulsar hacia adelante a sus hijos con la esperanza y la paciencia.

Yo quiero mucho a los sacerdotes, porque ser párroco no es fácil. Es más fácil ser obispo que párroco. Porque nosotros obispos siempre tenemos la posibilidad de tomar distancias, u ocultarnos detrás del «su excelencia», y eso nos protege. Pero ser párroco, cuando te llaman a la puerta: «Padre, esto, padre aquí y padre allá...». ¡No es fácil! Cuando viene uno a contarte los problemas de la familia, o ese muerto, o cuando vienen a hablar las así llamadas «muchachas de Cáritas» contra las así llamadas «muchachas de las catequesis»... No es fácil ser párroco.

Pero quiero decir una cosa, ya lo he dicho en otra ocasión: la Iglesia italiana es muy fuerte gracias a los párrocos. Estos párrocos que —ahora tendrán otro sistema— dormían con el teléfono sobre la mesita de noche y se levantaban a cualquier hora para ir a visitar a un enfermo... Nadie moría sin los Sacramentos... ¡Cercanos! ¡Párrocos cercanos! ¿Y luego? Han dejado esta memoria de evangelización...

Pensemos en la Iglesia madre y digamos a nuestra madre Iglesia lo que Isabel dijo a María cuando se convirtió en madre, en espera del hijo: «Tú eres feliz, porque has creído».

Queremos una Iglesia de fe, que crea que el Señor es capaz de convertirla en madre, de darle muchos hijos. Nuestra Santa Madre Iglesia. ¡Gracias!

 



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