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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA
DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)

Sala Clementina
Lunes 15 de junio de 2015

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Queridos amigos:

Os doy la bienvenida a vosotros, que prestáis vuestra colaboración al camino de las Iglesias orientales católicas. Saludo al cardenal Sandri y le agradezco su introducción. El año pasado nos habíamos reencontrado pocos días después de mi peregrinación a Tierra Santa y de la sucesiva oración por la paz. Todos habríamos deseado que la semilla de la reconciliación hubiera producido más frutos. Otros eventos, que han conmovido ulteriormente a Oriente Medio, marcado desde hace años por conflictos, nos hacen sentir el frío del invierno y el hielo en el corazón de los hombres que parece no tener fin. La tierra de esas regiones está surcada por los pasos de cuantos buscan refugio y regada por la sangre de tantos hombres y mujeres, entre los cuales numerosos cristianos perseguidos a causa de su fe.

Es la experiencia cotidiana de los hijos e hijas de las Iglesias de Oriente y de sus pastores, que comparten los sufrimientos con muchas otras personas; y vosotros, también en esta sesión, lleváis adelante la obra de escucha y servicio que caracteriza al estatuto de las agencias que representáis, coordinadas por la Congregación para las Iglesias orientales.

En el reciente viaje de una delegación vuestra a Irak, encontrasteis rostros concretos, en particular a los desplazados de la llanura de Nínive, pero también a pequeños grupos provenientes de Siria. Les llevasteis la mirada y la bendición del Señor. Pero, al mismo tiempo, sentíais que en esos ojos que pedían ayuda y suplicaban la paz y el regreso a las propias casas era precisamente Jesús mismo quien os miraba, pidiendo esa caridad que nos hace ser cristianos. Toda obra de ayuda, para no caer en el eficientismo o en un asistencialismo que no promueve a las personas y los pueblos, debe renacer siempre de esta bendición del Señor que nos llega cuando tenemos la valentía de mirar la realidad y a los hermanos que tenemos delante, como escribí en la bula de convocación del Jubileo extraordinario de la misericordia: «Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo» (n. 15).

Con el drama de estos meses, parece que el mundo ha tenido una sacudida de conciencia y ha abierto los ojos, dándose cuenta de la presencia milenaria de los cristianos en Oriente Medio. Se han multiplicado las iniciativas de sensibilización y ayuda para ellos y para todos los demás inocentes afectados injustamente por la violencia. Sin embargo, habría que realizar un esfuerzo ulterior para eliminar los que se presentan como acuerdos tácitos por los cuales la vida de miles y miles de familias —mujeres, hombres, niños y ancianos— en la balanza de los intereses parece pesar menos que el petróleo y las armas, y, mientras se proclama la paz y la justicia, se tolera que los traficantes de muerte actúen en esas tierras. Por tanto, mientras proseguís el servicio de la caridad cristiana, os animo a denunciar lo que ultraja la dignidad del hombre.

Además de Tierra Santa y Oriente Próximo, en estos días dedicaréis particular atención a Etiopía, Eritrea y Armenia. Las primeras dos constituyen canónicamente desde este año dos realidades, en cuanto metropolitanas sui iuris, pero permanecen profundamente unidas por la común tradición alejandrino-ge’ez. Podéis ayudar a estas antiquísimas comunidades cristianas a sentirse partícipes de la misión evangelizadora y a ofrecer, sobre todo a los jóvenes, un horizonte de esperanza y crecimiento. Sin esto, no podrá detenerse el flujo migratorio por el cual tantos hijos e hijas de esa región se ponen en camino para llegar a las costas del Mediterráneo, a riesgo de perder la vida. Armenia, cuna de la primera nación que recibió el bautismo, custodia también ella una gran historia rica de cultura, fe y martirio. El apoyo a la Iglesia en esa tierra contribuye al camino hacia la unidad visible de todos los creyentes en Cristo. Que «las nuevas generaciones puedan abrirse a un futuro mejor y el sacrificio de muchos convertirse en semilla de justicia y de paz» (Mensaje a los armenios, 12 de abril de 2015).

Quiero concluir con las palabras de san Efrén, invocando sobre las Iglesias orientales católicas y sobre cada uno de vosotros aquí presentes la bendición del Señor por intercesión de la Toda Santa Madre de Dios: «Acepta, Rey nuestro, nuestra ofrenda, y danos a cambio de ella la salvación. Pacifica las tierras devastadas, reconstruye las Iglesias quemadas, para que, cuando haya llegado la paz grande, te podamos tejer una gran corona, de todas partes viniendo guirnaldas y flores para coronar al Señor de la paz» (San Efrén, Himno de la Resurrección).

Gracias a todos vosotros por vuestro trabajo, y por favor no os olvidéis de rezar por mí.

 



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