Index   Back Top Print

[ DE  - EN  - ES  - FR  - IT  - PT ]

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE MOZAMBIQUE
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 9 de mayo de 2015

[Multimedia]


Amados hermanos en el episcopado:

Sed bienvenidos ad limina Apostolorum, meta de la visita que estáis realizando en estos días para celebrar y estrechar aún más, con vuestras diócesis en el corazón, los vínculos entre vosotros y con la Iglesia de Roma que preside en la caridad. Somos un único pueblo, con una sola alma, llamados por el Señor que nos ama y sostiene. Con alegría fraterna os acojo y saludo, extendiendo mi saludo a los cardenales Alexandre y Júlio, a los obispos eméritos, al clero diocesano y misionero, a los consagrados y consagradas y a todos los fieles laicos de Mozambique, sobre todo a los catequistas y animadores de las pequeñas comunidades cristianas. Agradezco a monseñor Lúcio Muandula las palabras que me ha dirigido en nombre de toda la Conferencia episcopal, compartiendo las alegrías y esperanzas, dificultades y preocupaciones de vuestro pueblo. Os expreso mi gratitud por el generoso trabajo pastoral que lleváis adelante en vuestras comunidades diocesanas y os aseguro mi constante unión y solidaridad espiritual. Por mi parte, os pido que no os olvidéis de rezar por mí, para que pueda ayudar a la Iglesia en lo que el Señor desea que le ayude.

«¿Me amas?», le pregunta el Señor a Pedro, y la pregunta sigue resonando en el corazón de sus sucesores. Y, ante mi respuesta afirmativa, me pide: «Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-17). Y lo mismo —estoy seguro de ello— os sucedió a vosotros. El Señor se hace mendigo de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial para apacentar sus ovejas, su Iglesia. Jesús es el sumo Pastor de la Iglesia y en su nombre y por su mandato tenemos la tarea de custodiar su rebaño con plena disponibilidad, hasta la entrega total de nuestra vida. Dejemos de lado toda importancia eventual y las falsas presunciones, para inclinarnos a «lavar los pies» de los que el Señor nos ha confiado.

En vuestra solicitud pastoral reserváis un lugar particular, muy particular, a vuestros sacerdotes. Dios nos manda amar al prójimo, y el primer prójimo del obispo son sus sacerdotes, colaboradores indispensables, de los cuales buscáis el consejo y la ayuda, de quienes os preocupáis como padres, hermanos y amigos. Que vuestro corazón, vuestra mano y vuestra puerta permanezcan siempre abiertos para ellos. El tiempo que se pasa con ellos jamás es tiempo perdido. Entre vuestros primeros deberes, está el cuidado espiritual del presbiterio, pero no olvidéis las necesidades humanas de cada sacerdote, sobre todo en los momentos más delicados e importantes de su ministerio y de su vida.

La fecundidad de nuestra misión, amados hermanos en el sacerdocio, no la asegura el número de los colaboradores ni el prestigio de la institución, y ni siquiera la cantidad de los recursos disponibles. Lo que cuenta es estar impregnados del amor de Cristo, dejarse guiar por el Espíritu Santo e introducir la propia existencia en el árbol de la vida, que es la cruz del Señor. Y de la cruz, supremo acto de misericordia y amor, se renace como «nueva criatura» (Gál 6, 15). Querido sacerdote, ¡eres alter Christus! De san Pablo, insuperable modelo de misionero cristiano, sabemos que trató de configurarse con Jesús en su muerte para participar en su resurrección (cf. Flp 3, 10-11). En su ministerio, experimentó el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y el consuelo. Este es el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia. Si permanecéis dentro de este misterio, estaréis protegidos tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desaliento que puede nacer ante las pruebas y los fracasos.

Pero, ¿existirán aún hoy misioneros de la misma madera de Pablo, hombres y mujeres agarrados a la cruz de Cristo, casados con Cristo, despojados de todo para abrazar al Todo? Sí, y alegrémonos por estos hombres y mujeres consagrados totalmente a Cristo, inmolados e identificados con Cristo, que pueden afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Que en este Año de la vida consagrada se eleven a Dios acciones de gracias y alabanzas de vuestras comunidades cristianas por el testimonio de fe y servicio que los religiosos y religiosas ofrecen en los diversos ámbitos de la vida eclesial y social, sobre todo en la atención y solicitud por los pobres y por todas las miserias humanas, materiales, morales y espirituales. Pienso en la gran cantidad de escuelas comunitarias, gestionadas por las diversas familias religiosas, así como en los diversos centros de acogida, en los orfanatos, en las casas-familia, donde viven y crecen tantos niños y jóvenes abandonados; también deseo señalar la heroica entrega de numerosos enfermeros y médicos, religiosas y sacerdotes. Amados hermanos obispos: Mostraos agradecidos por la presencia y el servicio que las consagradas y los consagrados prestan en Mozambique; es importante la justa inserción diocesana de las comunidades religiosas; no son un mero material de reserva para las diócesis, sino carismas que las enriquecen. Pero esto no puede dejarse al azar, a la improvisación; exige el compromiso de las diversas fuerzas y experiencias vividas en un proyecto común, para que no se dispersen en muchas cosas secundarias o superfluas, sino que se concentren en esa realidad fundamental que es el encuentro con Cristo, con su misericordia, con su amor, y amen a los hermanos como Él los amó.

Vuestro ser pastores os impone la obligación de unir, armonizar y racionalizar las fuerzas eclesiales de la diócesis. Sé que ya lo estáis haciendo, pero que nadie se encierre en su propio recinto o se queje por lo que no tiene; hacedlo para imprimir un renovado impulso apostólico a las comunidades cristianas, para conferirles la dinámica misionera de la salida para acompañar a las personas —como hizo Jesús con los discípulos de Emaús—, despertando en ellas la esperanza, inflamando su corazón y suscitando el deseo de volver a casa, al seno de la familia, a la Iglesia, donde se encuentran nuestras fuentes: la Sagrada Escritura, la catequesis, los sacramentos, la comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles. Que este clima de «familia», el ambiente sereno y cordial entre todos, favorezca el buen entendimiento y la colaboración responsable en el seno de la Iglesia que peregrina en Mozambique, invitando a los obispos a la comunión entre ellos y a la solicitud por la Iglesia universal. Esta solicitud y esta comunión se ven en el funcionamiento real y fecundo de la Conferencia episcopal, en la generosa colaboración entre diócesis cercanas o de la misma provincia eclesiástica, que se ponen de acuerdo para ofrecer servicios y soluciones de interés común.

Amados hermanos en el episcopado: Bajad en medio de vuestros fieles, incluso en las periferias de vuestras diócesis y en todas las «periferias existenciales» donde hay sufrimiento, soledad, degradación humana. Un obispo que vive en medio de sus fieles tiene los oídos abiertos para escuchar «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7) y la «voz de las ovejas», incluso a través de los organismos diocesanos que tienen la tarea de aconsejaros y ayudaros, promoviendo un diálogo leal y constructivo: consejo presbiteral, consejo pastoral, consejo de asuntos económicos. No se puede pensar en un obispo que no tenga estos organismos diocesanos. También esto significa estar con el pueblo. Aquí pienso en vuestro deber de residir en la diócesis; lo pide el pueblo mismo, que quiere ver a su obispo, caminar con él, estar cerca de él; tiene necesidad de esta presencia para vivir y, en cierto modo, para respirar. Sois esposos de vuestras comunidades diocesanas, unidos profundamente a ellas.

Todos recibimos el agua del Bautismo, compartimos la misma Eucaristía, poseemos el mismo y único Espíritu Santo, que nos recuerda lo que Jesús nos enseñó. ¡Pues bien! La primera cosa que Jesús nos enseña es esta: encontrarse y, encontrando, ayudar. El encuentro con el otro ensancha el corazón, multiplica la capacidad de amar. Los pastores y los fieles de Mozambique tienen necesidad de desarrollar más la cultura del encuentro. Jesús sólo os pide una cosa: que vayáis, busquéis y encontréis a los más necesitados. ¿Cómo no pensar aquí en las víctimas de las calamidades naturales? Estas no dejan de sembrar destrucción, sufrimiento y muerte —algo de lo que hace poco, por desgracia, fuimos testigos—, aumentando el número de desplazados y refugiados. Esas personas tienen necesidad de que compartamos su dolor, sus ansias, sus problemas. Tienen necesidad de que las miremos con amor: es necesario ir a su encuentro, como hacía Jesús.

Por último, ampliando la mirada a todo el país, vemos que los desafíos actuales de Mozambique exigen que se promueva en mayor medida la cultura del encuentro. Las tensiones y los conflictos han minado el tejido social, han destruido familias y, sobre todo, el futuro de miles de jóvenes. El camino más eficaz para contrastar la mentalidad de la prepotencia y las desigualdades, así como las divisiones sociales, es invertir en el campo de «una educación que enseñe [a los jóvenes] a pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en valores» (Evangelii gaudium, 64). Queridos obispos: Seguid sosteniendo a vuestra juventud, sobre todo a través de la creación de espacios de formación humana y profesional. Con este fin, es oportuno sensibilizar al mundo de los responsables de la sociedad y reavivar la pastoral en las universidades y escuelas, conjugando la tarea educativa con el anuncio del Evangelio (cf. Evangelii gaudium, 132-134). Las exigencias son tan grandes que no hay modo de satisfacerlas con las meras posibilidades de la iniciativa individual y de la unión de personas formadas en el individualismo. A los problemas sociales se responde con redes comunitarias. Es necesario unir las fuerzas y seguir una ruta única: y la Conferencia episcopal ayuda a hacerlo. Entre sus funciones se menciona «el diálogo unitario con la autoridad política común a todo el territorio» (Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, 28). En este sentido, os animo a un decidido desarrollo de las buenas relaciones con el Gobierno, no de dependencia, sino de sana colaboración —en los términos del Acuerdo firmado el 7 de diciembre de 2011 entre la Santa Sede y la República de Mozambique—, interesándose especialmente por las leyes que se aprueban en el Parlamento. Amados obispos: No ahorréis esfuerzos para sostener a la familia y defender la vida desde su concepción hasta la muerte natural. Con este propósito, recordad las opciones propias de un discípulo de Cristo y la belleza de ser una madre acompañada por el apoyo de la familia y de la comunidad local. Que la familia sea defendida siempre como fuente privilegiada de fraternidad, respeto por los demás y camino principal de la paz.

Querida Iglesia de Dios que peregrinas en la tierra de Mozambique, amados hermanos en el episcopado: Jesús no os dice: «¡Id! ¡Arregláoslas!», sino «Id (…), yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19-20). Esta es nuestra fuerza, nuestro consuelo: cuando salimos a llevar el Evangelio con verdadero espíritu apostólico, Él camina con nosotros, nos precede. Para nosotros, esto es fundamental: Dios nos precede siempre. Cuando debemos ir a una periferia extrema, a veces nos asalta el miedo; pero no hay motivo. En realidad, Jesús ya está allí; nos espera en el corazón del hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma sin fe. Jesús está allí en el hermano. Nos precede siempre; ¡sigámoslo! Debemos tener la audacia de abrir nuevos caminos para el anuncio del Evangelio. Encomiendo a la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, vuestras esperanzas y preocupaciones, el camino de vuestras diócesis y el progreso de vuestra patria, mientras invoco la bendición del Señor sobre todo el pueblo de Dios que peregrina con sus pastores en la amada nación mozambiqueña.

 


Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana