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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXVIII CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Sala Pablo VI
Viernes 17 de marzo de 2017

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Queridos hermanos:

Estoy feliz de encontrarme con con vosotros, en esta primera audiencia después del Jubileo de la Misericordia, con ocasión del curso anual sobre el Foro Interno. Dirijo un cordial saludo al cardenal Penitenciario mayor, y le doy las gracias por sus corteses palabras. Saludo al Regente, a los Prelados, a los oficiales y al personal de la Penitenciaría, a los colegas de los penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las Basílicas Papales in Urbe, y a todos vosotros participantes en este curso.

En realidad, os lo confieso, este de la Penitenciaría es el tipo de tribunal ¡que me gusta de verdad! porque es un “tribunal de la misericordia”, al cual se dirige para obtener ¡esa indispensable medicina para nuestra alma que es la Misericordia divina!

Vuestro curso sobre el foro interno, que contribuye a la formación de buenos confesores, es lo más útil e incluso diría necesario en nuestros días. Cierto, no se convierte en buenos confesores gracias a un curso, no: la de la confesión es una “larga escuela”, que dura toda la vida. Pero ¿Quién es el “buen confesor”? ¿Cómo se convierte en un buenos confesores?

Querría indicar, al respecto, tres aspectos:

1. Un “buen confesor” es, ante todo, un verdadero amigo de Jesús Buen Pastor. Sin esta amistad, será muy difícil madurar esa paternidad, tan necesaria en el ministerio de la reconciliación. Ser amigos de Jesús significa ante todo cultivar la oración. Tanto una oración personal con el Señor, pidiendo incesantemente el don de la caridad pastoral; como una oración específica para el ejercicio de la tarea de confesores y por los fieles, hermanos y hermanas que se acercan a nosotros en busca de la misericordia de Dios.

Un ministerio de la reconciliación “envuelto de oración” será reflejo creíble de la misericordia de Dios y evitará esas asperezas e incomprensiones que, de vez en cuando, se podrían generar incluso en el encuentro sacramental. Un confesor que reza sabe bien que es él mismo el primer pecador y el primer perdonado. No se puede perdonar en el sacramento sin la conciencia de haber sido perdonado antes. Y entonces la oración es la primera garantía para evitar toda actitud de dureza, que inútilmente juzga al pecador y no el pecado.

En la oración es necesario implorar el don de un corazón herido, capaz de comprender las heridas de los demás y de sanarlas con el óleo de la misericordia, lo que el buen samaritano derramó sobre las llagas de ese desafortunado, por el cual nadie había tenido piedad (cf. Lucas 10, 34).

En la oración debemos pedir el precioso don de la humildad, para que aparezca siempre claramente que el perdón es don gratuito y sobrenatural de Dios, del cual nosotros somos simples, aunque necesarios, administradores, por voluntad misma de Jesús; y Él se complacerá ciertamente si hacemos largo uso de su misericordia.

En la oración, además, invocamos siempre al Espíritu Santo, que es el Espíritu de discernimiento y de compasión. El Espíritu permite empatizar con los sufrimientos de las hermanas y los hermanos que se acercan al confesionario y de acompañarlos con prudente y maduro discernimiento y con verdadera compasión por los sufrimientos, causados por la pobreza del pecado.

2. El buen confesor es, en segundo lugar, un hombre del Espíritu, un hombre del discernimiento. ¡Cuánto mal viene de la falta de discernimiento! ¡Cuánto mal viene a las almas por un actuar que no echa raíces en la escucha humilde del Espíritu Santo y de la voluntad de Dios!. El confesor no hace su propia voluntad y no enseña una doctrina propia. Él es llamado a hacer siempre y solo la voluntad de Dios, en plena comunión con la Iglesia, de la cual es ministro, es decir, siervo.

El discernimiento permite distinguir siempre, para no confundir, y para no generalizar. El discernimiento educa la mirada y el corazón, permitiendo esa delicadeza de alma tan necesaria ante quien abre el sagrario de la propia conciencia para recibir luz, paz y misericordia.

El discernimiento es necesario también porque, quien se acerca al confesionario, puede provenir de las más disparatadas situaciones; podría tener también trastornos espirituales, cuya naturaleza debe ser sometida al atento discernimiento, teniendo en cuenta todas las circunstancias existenciales, eclesiales, naturales y sobrenaturales. Allí donde el confesor se diese cuenta de la presencia de auténticos y verdaderos trastornos espirituales —que pueden ser incluso en gran parte psíquicos, y eso debe ser verificado a través de una sana colaboración con las ciencias humanas—, no deberá dudar en referirlo a quienes, en la diócesis, están encargados de este delicado y necesario ministerio, es decir los exorcistas. Pero estos deben ser elegidos con mucho cuidado y prudencia.

3. Por último, el confesionario es también un auténtico y verdadero lugar de evangelización. No hay, efectivamente, evangelización más auténtica que el encuentro con el Dios de la misericordia, con el Dios que es Misericordia. Encontrar la misericordia significa encontrar el verdadero rostro de Dios, así como el Señor Jesús nos lo ha revelado.

El confesionario es entonces lugar de evangelización y por tanto de formación. Durante el breve diálogo que entabla con el penitente, el confesor está llamado a discernir qué cosa es más útil y qué cosa es, incluso, necesaria para el camino espiritual de ese hermano o de esa hermana; de vez en cuando será necesario volver a anunciar las más elementales verdades de fe, el núcleo incandescente, el kerigma, sin el cual la misma experiencia del amor de Dios y de su misericordia permanecería como muda; algunas veces se intentará indicar los fundamentos de la vida moral, siempre en relación con la verdad, el bien y la voluntad del Señor. Se trata de una obra de preparado e inteligente discernimiento, que puede hacer mucho bien a los fieles.

El confesor, efectivamente, está llamado cotidianamente a dirigirse a “las periferias del mal y del pecado” —¡esta es una fea periferia!— y su obra representa una auténtica prioridad pastoral. Confesar es prioridad pastoral. Por favor, que no haya esos carteles: “se confiesa solo el lunes, miércoles de tal hora a tal hora”. Se confiesa cada vez que te lo piden. Y si tú estás ahí [en el confesionario] rezando, estás con el confesionario abierto, que es el corazón de Dios abierto.

Queridos hermanos, os bendigo y os deseo que seáis buenos confesores: sumidos en la relación con Cristo, capaces de discernimiento en el Espíritu Santo y preparados para acoger la ocasión de evangelizar.

Rezad siempre por los hermanos y hermanas que se acercan al sacramento del perdón. Y, por favor, rezad también por mí.

Y no querría finalizar sin una cosa que me vino a la mente cuando el cardenal Prefecto ha hablado. Él ha hablado de las llaves y de la Virgen, y me ha gustado, y diré una cosa... dos cosas. A mí me ha hecho mucho bien cuando, de joven, leía el libro de san Alfonso María de Liguori sobre la Virgen: «Las glorias de María». Siempre, al final de cada capítulo, había un milagro de la Virgen, con el cual ella entraba en medio de la vida y arreglaba las cosas. Y la segunda cosa. Sobre la Virgen hay una leyenda, una tradición que me han contado que existe en el sur de Italia: la Virgen de las mandarinas. Es una tierra donde hay muchas mandarinas ¿No es verdad? Y dicen que sea la patrona de los ladrones [ríe, ríen]. Dicen que los ladrones van a rezar allí. Y la leyenda —así cuentan— es que los ladrones que rezan a la Virgen de las mandarinas, cuando mueren, está la fila delante de Pedro que tiene las llaves, y abre y deja pasar uno, después abre y deja pasar otro; y la Virgen, cuando ve a uno de estos, les hace una señal para que se escondan; y luego, cuando han pasado todos, Pedro cierra y llega la noche y la Virgen desde la ventana le llama y le deja entrar por la ventana. Es una narración popular, pero es muy bonita: perdonar con la Mamá al lado; perdonar con la Madre. Porque esta mujer, este hombre que viene al confesionario, tiene una Madre en el Cielo que le abrirá la puerta y le ayudará en el momento de entrar en el Cielo. Siempre la Virgen, porque la Virgen nos ayuda también a nosotros en el ejercicio de la misericordia. Doy las gracias al cardenal por estas dos señales: las llaves y la Virgen. Muchas gracias.

Os invito —es la hora— a rezar el Ángelus juntos: “Angelus Domini...”

[Bendición]

No digáis que los ladrones van al ¡Cielo! No digáis esto [ríe, ríen].

 



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