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VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO
A IRLANDA PARA EL IX ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
(25-26 DE AGOSTO DE 2018)

VISITA A LA CATEDRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Procatedral de Santa María, Dublín
Sábado, 25 de agosto de 2018

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Buenas tardes.

Queridos amigos:

Me alegro de poder encontraros en esta histórica pro-catedral de Santa María, que durante estos años ha visto innumerables celebraciones del sacramento del matrimonio. Cuando os miro a vosotros, tan jóvenes, me pregunto: pero, entonces, ¿no es cierto lo que dicen, que los jóvenes no quieren casarse? ¡Gracias! Casarse y compartir la vida es algo hermoso. Hay un dicho español que dice así: “dolor compartido es medio dolor; alegría compartida es doble alegría”. Este es el camino del matrimonio. Cuánto amor se ha manifestado, cuántas gracias se han recibido en este sagrado lugar. Agradezco al arzobispo Martin su cordial bienvenida. Estoy particularmente contento de estar con vosotros, parejas de novios y esposos que os encontráis en distintas fases del itinerario del amor sacramental.

Es bonito escuchar también esa música que viene de ahí: los niños que lloran... Esa es una esperanza, es la música más hermosa; aún más que la más bella predicación, escuchar el llanto de un niño, porque es el grito de esperanza, de que la vida sigue, la vida continúa, que el amor es fecundo. Ver a los niños... Pero he saludado también a una persona anciana. Se necesita también mirar a los ancianos, porque las personas mayores están llenas de sabiduría. Escuchar a los ancianos: “¿Cómo ha sido tu vida?”. Esto me ha gustado, que habéis sido vosotros [se dirige al matrimonio anciano que habló en primer lugar] a empezar, después los de 50 años de matrimonio, porque tenéis mucha experiencia para compartir. El pasado y el futuro confluyen en el presente. Ellos, los viejos —permitidme la palabra: los viejos, the old— tienen la sabiduría. Incluso las suegras tienen sabiduría... [ríen]. Y los niños deben escuchar la sabiduría, vosotros jóvenes tenéis que escuchar la sabiduría y hablar con ellos para seguir adelante, porque ellos son las raíces. Ellos son las raíces, y vosotros tomáis de las raíces para continuar adelante. Esto seguro que lo diré más adelante, pero me mueve decirlo desde el corazón.

De modo especial, como he dicho, agradezco el testimonio de Vincent y Teresa, que nos han hablado de su experiencia de 50 años de matrimonio y de vida familiar. Gracias por las palabras de ánimo como también por los desafíos que habéis expuesto a las nuevas generaciones de recién casados y de novios, no solo de aquí, en Irlanda, sino del mundo entero. Ellos no serán como vosotros, serán diferentes. Sin embargo, tienen necesidad de vuestra experiencia para ser diferentes, para ir más allá. Es muy importante escuchar a los ancianos, a los abuelos. Tenemos mucho que aprender de vuestra experiencia de vida matrimonial sostenida cada día por la gracia del sacramento. Deseo preguntaros: ¿Os habéis peleado mucho? Pero, ¡esto hace parte del matrimonio! Un matrimonio que no riñe es un poco aburrido… [ríen]. Pero hay un secreto: pueden volar también los platos, pero el secreto está en hacer las paces antes de que termine el día. Y para hacer las paces no es necesario un discurso, basta una caricia, y así se hacen las paces. ¿Y sabéis por qué es importante? Porque si no se hacen las paces antes de acostarse, la “guerra fría” del día siguiente es demasiado peligrosa, empieza el rencor... Sí, pelead lo que queráis, pero por la noche se haced las paces. ¿De acuerdo? No lo olvides, vosotros jóvenes. Creciendo juntos en esta comunidad de vida y de amor, vosotros habéis experimentado muchas alegrías y, ciertamente, también muchos sufrimientos. Junto con todos los matrimonios que han recorrido un largo trecho en este camino, sois los guardianes de nuestra memoria colectiva. Tenemos siempre necesidad de vuestro testimonio lleno de fe. Es un recurso maravilloso para las jóvenes parejas, que miran al futuro con emoción y esperanza… y, también, puede que con un poquito de inquietud: ¿Cómo será este futuro?

Agradezco también a las parejas jóvenes que me han dirigido algunas preguntas con franqueza. No es fácil responder a estas preguntas. Denis y Sinead están a punto de embarcarse en un viaje de amor que según el proyecto de Dios lleva consigo un compromiso para toda la vida. Han preguntado cómo pueden ayudar a otros a comprender que el matrimonio no es simplemente una institución sino una vocación, una vida que va adelante, una decisión consciente y para toda la vida, a cuidarse, ayudarse y protegerse mutuamente.

Ciertamente debemos reconocer que hoy no estamos acostumbrados a algo que dure realmente toda la vida. Vivimos en una cultura de lo provisional; no estamos acostumbrados. Si siento que tengo hambre o sed, puedo nutrirme, pero mi sensación de estar saciado no dura ni siquiera un día. Si tengo un trabajo, sé que podría perderlo aun contra mi voluntad o que podría verme obligado a elegir otra carrera diferente. Es difícil incluso estar al día en el mundo de hoy, pues todo lo que nos rodea cambia, las personas van y vienen en nuestras vidas, las promesas se hacen, pero con frecuencia no se cumplen o se rompen. Puede que lo que me estáis pidiendo en realidad sea algo todavía más fundamental: “¿No hay nada verdaderamente importante que dure?”. Esta es la pregunta. Parece que nada hermoso, ni precioso dura. “¿Pero es verdad que nada precioso que pueda durar? ¿Ni siquiera el amor?”. Y está la tentación de que ese “para toda la vida”, que vosotros os diréis el uno al otro, se transforme y muera con el tiempo. Si el amor no se hace crecer con el amor, dura poco. Ese “para toda la vida” es un compromiso para hacer crecer el amor, porque en el amor no existe lo provisional. Si no se llama entusiasmo, se llama, no sé, encanto, pero el amor es definitivo, es un “yo” y un “tú”. Como decimos, es “mi media naranja”: tú eres mi media naranja, yo soy tu media naranja. El amor es así: todo y para toda la vida. Es fácil caer prisioneros de la cultura de lo efímero, y esta cultura ataca las raíces mismas de nuestros procesos de maduración, de nuestro crecimiento en la esperanza y el amor. ¿Cómo podemos experimentar, en esta cultura de lo efímero, lo que es verdaderamente duradero? Esta es una pregunta seria: ¿Cómo podemos experimentar, en esta cultura de lo efímero, lo que es verdaderamente duradero?

Lo que quisiera deciros es esto. Entre todas las formas de la fecundidad humana, el matrimonio es único. Es un amor que da origen a una vida nueva. Implica la responsabilidad mutua en la trasmisión del don divino de la vida y ofrece un ambiente estable en el que la vida nueva puede crecer y florecer. El matrimonio en la Iglesia, es decir el sacramento del matrimonio, participa de modo especial en el misterio del amor eterno de Dios. Cuando un hombre y una mujer cristianos se unen en el vínculo del matrimonio, la gracia de Dios los habilita a prometerse libremente el uno al otro un amor exclusivo y duradero. De ese modo su unión se convierte en signo sacramental —esto es importante: el sacramento del matrimonio— se convierte en signo sacramental de la nueva y eterna alianza entre el Señor y su esposa, la Iglesia. Jesús está siempre presente en medio de ellos. Los sostiene en el curso de la vida, en su recíproca entrega, en la fidelidad y en la unidad indisoluble (cf. Gaudium et spes, 48). El amor de Jesús para las parejas es una roca, es un refugio en los tiempos de prueba, pero sobre todo es una fuente de crecimiento constante en un amor puro y para siempre. Haced apuestas serias, para toda la vida. Arriesgad. Porque el matrimonio es también un riesgo, pero es un riesgo que vale la pena. Para toda la vida, porque el amor es así.

Sabemos que el amor es lo que Dios sueña para nosotros y para toda la familia humana. Por favor, no lo olvidéis nunca. Dios tiene un sueño para nosotros y nos pide que lo hagamos nuestro. No tengáis miedo de ese sueño. Soñad a lo grande. Custodiadlo como un tesoro y soñadlo juntos cada día de nuevo. Así, seréis capaces de sosteneros mutuamente con esperanza, con fuerza, y con el perdón en los momentos en los que el camino se hace arduo y resulta difícil recorrerlo. En la Biblia, Dios se compromete a permanecer fiel a su alianza, aun cuando lo entristecemos y nuestro amor se debilita. ¿Qué dice Dios a su pueblo en la Biblia? Escuchad bien: «Nunca te dejaré ni te abandonaré» (Hb 13,5). Y vosotros, como marido y mujer, ungiros mutuamente con estas palabras de promesa, cada día por el resto de vuestras vidas. Y no dejéis nunca de soñar. Repetid siempre en el corazón: «Nunca te dejaré ni te abandonaré».

Stephen y Jordan están recién casados y han preguntado algo muy importante: cómo pueden los padres trasmitir la fe a los hijos. Sé que aquí en Irlanda la Iglesia ha preparado cuidadosamente programas de catequesis para educar en la fe dentro de las escuelas y de las parroquias. Pero el primer y más importante lugar para trasmitir la fe es el hogar: se aprende a creer en el hogar, a través del sereno y cotidiano ejemplo de los padres que aman al Señor y confían en su palabra. Ahí, en el hogar, que podemos llamar la «iglesia doméstica», los hijos aprenden el significado de la fidelidad, de la honestidad y del sacrificio. Ven cómo mamá y papá se comportan entre ellos, cómo se cuidan el uno al otro y a los demás, cómo aman a Dios y a la Iglesia. Así los hijos pueden respirar el aire fresco del Evangelio y aprender a comprender, juzgar y actuar en modo coherente con la fe que han heredado. La fe, hermanos y hermanas, se trasmite alrededor de la mesa doméstica, en el hogar, en la conversación ordinaria, a través del lenguaje que solo el amor perseverante sabe hablar. No olvidéis nunca, hermanos y hermanas: la fe se transmite en dialecto. El dialecto del hogar, el dialecto de la vida doméstica, ahí, en la vida de familia. Pensad a los siete hermanos Macabeos. Cómo la madre les hablaba “en dialecto”; es decir, lo que habían aprendido desde pequeños sobre Dios. Es más difícil recibir la fe —se puede hacer, pero es más difícil— si no ha sido recibida en la lengua materna, en el hogar, en dialecto. Me siento tentado de hablar de una experiencia personal, de pequeño. Si sirve la digo. Recuerdo una vez —tendría cinco años— que entré a la casa y allí, en el comedor, mi padre llegaba del trabajo en ese momento, antes que yo, y vi a mi padre y a mi madre que se daban un beso. Nunca lo olvido. Qué hermoso. Él estaba cansado del trabajo, pero tuvo fuerzas para manifestar su amor a su mujer. Que vuestros hijos os vean así, que os acariciéis, os deis besos, os abracéis; esto es muy hermoso, porque aprenden así este dialecto del amor, y la fe, es este dialecto del amor.

Por tanto, es importante, rezad juntos en familia, hablad de cosas buenas y santas, y dejad que María nuestra Madre entre en vuestra vida, la vida familiar. Celebrad las fiestas cristianas. Que vuestros hijos sepan qué es una fiesta en familia. Vivid en profunda solidaridad con cuantos sufren y están al margen de la sociedad, y que los hijos aprendan. Otra anécdota. Conocí una mujer que tenía tres hijos, de siete, cinco y tres años más o menos; eran buenos esposos, tenían mucha fe y enseñaban a sus hijos a ayudar a los pobres, porque ellos los ayudaban mucho. Y una vez estaban almorzando, la mamá con los tres hijos, el papá estaba trabajando. Llaman a la puerta, y el mayor va a abrir, después vuelve y dice: “Mamá, es un pobre que pide comida”. Estaban comiendo un filete a la milanesa, rebozado —son muy buenos— [ríen]. Y la mamá pregunta a los hijos: “¿Qué hacemos?”. Todos los tres: “Sí, mamá, dale algo”. Había también algunos filetes que habían sobrado, pero la mamá tomó un cuchillo y comenzó a cortar por la mitad cada uno de los que tenían los hijos. Y los hijos dicen: “No, mamá, dale esos, no los nuestros”. “Ah, no: a los pobres se les da de lo tuyo, no de lo que sobra”. Así esa mujer de fe enseñó a sus hijos a dar a los pobres de lo propio. Pero todas estas cosas se pueden hacer en casa, cuando hay amor, cuando hay fe, cuando se habla ese dialecto de fe. En fin, vuestros hijos aprenderán de vosotros el modo de vivir cristiano; vosotros seréis sus primeros maestros en la fe, los transmisores de la fe.

Las virtudes y las verdades que el Señor nos enseña no siempre son estimadas por el mundo de hoy —a veces, el Señor pide cosas que no son populares— el mundo de hoy tiene poca consideración por los débiles, los vulnerables y todos aquellos que considera “improductivos”. El mundo nos dice que seamos fuertes e independientes; que no nos importen los que están solos o tristes, rechazados o enfermos, los no nacidos o los moribundos. Dentro de poco iré privadamente a encontrarme con algunas familias que afrontan desafíos serios y dificultades reales, pero los padres capuchinos les dan amor y ayuda. Nuestro mundo tiene necesidad de una revolución del amor. La “tormenta” que vivimos es sobre todo de egoísmo, de intereses personales… el mundo necesita de una revolución del amor. Que esta revolución comience desde vosotros y desde vuestras familias.

Hace algunos meses alguien me dijo que estamos perdiendo nuestra capacidad de amar. Estamos olvidando de forma lenta pero inexorablemente el lenguaje directo de una caricia, la fuerza de la ternura. Parece que la palabra ternura haya sido eliminada del diccionario. No habrá una revolución de amor sin una revolución de la ternura. Que, con vuestro ejemplo, vuestros hijos puedan ser guiados para que se conviertan en una generación más solícita, amable y rica de fe, para la renovación de la Iglesia y de toda la sociedad irlandesa.

Así vuestro amor, que es un don de Dios, ahondará todavía más sus raíces. Ninguna familia puede crecer si olvida sus propias raíces. Los niños no crecen en el amor si no aprenden a hablar con sus abuelos. Por tanto, dejad que vuestro amor eche raíces profundas. No olvidemos que «lo que el árbol tiene de florido/ vive de lo que tiene sepultado» (F. L. Bernárdez, soneto Si para recobrar lo recobrado). Así dice una poesía argentina, permitidme la publicidad.

Que, junto con el Papa, todas las familias de la Iglesia, representadas esta tarde por parejas ancianas y jóvenes, puedan agradecer a Dios el don de la fe y la gracia del matrimonio cristiano. Por nuestra parte, nos comprometemos con el Señor a trabajar por la venida de su reino de santidad, justicia y paz, con la fidelidad a las promesas que hemos hecho y con la constancia en el amor.

Gracias por este encuentro.

Y ahora, os invito a rezar juntos la oración por el Encuentro de las familias. Después os daré la bendición. Y os pido que recéis por mí, no lo olvidéis.

 



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