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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE MUTILADOS E INVÁLIDOS DEL TRABAJO (ANMIL)

Sala Clementina
Jueves, 20 de septiembre de 2018

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Dirijo mi saludo afectuoso a todos vosotros, al Presidente, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido, y a todos los miembros de vuestra Asociación. Reuniendo y apoyando a aquellos que han sufrido mutilaciones o invalidez en su trabajo, y esforzándose por promover una cultura y una práctica que esté atenta a la salud y la seguridad, ANMIL desarrolla una función social muy importante, por la cual, en nombre del pueblo de Dios, os manifiesto estima y gratitud.

Aquellos que, en el trabajo, sufren un infortunio con consecuencias permanentes y debilitantes, viven en una particular situación de sufrimiento, especialmente cuando su discapacidad les impide seguir trabajando y mantenerse a sí mismos y a sus seres queridos, como solían hacer. A todos ellos les expreso mi cercanía. Dios consuela a los que sufren, habiendo sufrido Él mismo, y se acerca a cada situación de indigencia y de humildad. Con su fuerza, todos están llamados a un compromiso activo de solidaridad y apoyo con aquellos que son víctimas de accidentes en el trabajo; apoyo que debe extenderse a las familias, igualmente afectadas y necesitadas de confortación. Haciendo así, ANMIL realiza una tarea noble y esencial, y lanza un llamamiento a toda la sociedad al deber de gratitud y ayuda concreta con aquellos que se han infortunado mientras trabajaban. La escasez de recursos que, justamente preocupa a los gobiernos, no puede tocar ciertamente, ámbitos delicados como éste, porque los recortes deben afectar al despilfarro, ¡pero nunca hay que recortar la solidaridad!

La dimensión indispensable de la asistencia no agota las tareas de la sociedad y de la propia Asociación, que en el Estatuto (véase el Artículo 3) prevé la inserción o reintegración profesional y social, y está atenta a que la solidaridad siempre se conjugue con la subsidiariedad, que representa su completamiento, para que todos puedan ofrecer su propia contribución al bien común. La enseñanza social de la Iglesia, en la que os exhorto a inspiraros siempre, recuerda constantemente este equilibrio entre solidaridad y subsidiariedad. Debe buscarse y construirse en cada circunstancia y contexto social, para que, por un lado, nunca falte la solidaridad y, por otro, nunca nos limitemos a ella haciendo pasivos a quienes pueden dar todavía una contribución importante al mundo del trabajo, sino a involucrarlos activamente, haciendo uso de sus capacidades.

El estilo subsidiario, al que ahora me refiero, ayuda a toda la comunidad civil a superar la falaz y dañina equivalencia entre trabajo y productividad, que lleva a medir el valor de las personas en función de la cantidad de bienes o riqueza que producen, reduciéndolas a un sistema, y ​​envileciendo su peculiaridad y riqueza personal. Esta mirada enferma lleva dentro de sí el germen de la explotación y la esclavitud, y hunde sus raíces en una concepción utilitarista de la persona humana.

Precisamente por esta razón, es inapreciable la actividad incansable de ANMIL en favor de los derechos de los trabajadores, comenzando por los más débiles y menos protegidos, como las mujeres, los ancianos y los inmigrantes. Nuestro mundo necesita un chispazo de humanidad, que nos lleve a abrir los ojos y ver que los que están frente a nosotros no son una mercancía, sino una persona y un hermano en la humanidad.

En este sentido, no puedo dejar de alegrarme por vuestro compromiso de colaboración con las instituciones civiles, y en particular con el Ministerio de Trabajo y con el de Educación, Universidad e Investigación. Habéis dado vida a muchos proyectos de capacitación, dirigidos a estudiantes y trabajadores, directivos y jefes de empresas, para que se vuelvan más conscientes de las necesidades de seguridad y protección de la salud de los trabajadores. Esta sinergia también ha producido, hace ahora diez años, el importante Texto único sobre seguridad, cuya plena implementación estáis llamados a supervisar. Esta atención constante a la esfera legislativa, así como al compromiso de la solidaridad, revela por vuestra parte la conciencia de que la creación de una nueva cultura del trabajo no puede prescindir de un marco legislativo más adecuado, que satisfaga las necesidades reales de los trabajadores, así como de una sensibilidad social más profunda sobre el problema de la protección de la salud y la seguridad, sin la cual las leyes seguirían siendo papel mojado.

El detallado y valioso Informe sobre salud y seguridad en el lugar de trabajo, que habéis presentado hace días tiene como objetivo el perfeccionamiento del plan legislativo, así como la formación de una cultura más atenta a la seguridad en el trabajo. El mismo testimonio de vuestra dedicación y concreción y revela, a quien lo lea, que las batallas que combatís desde hace 75 años con compromiso y determinación, no atañen solamente a quienes han sido víctimas del trabajo o llevan a cabo tareas peligrosas y extenuantes, sino a todos los ciudadanos, porque junto con la cultura del trabajo y la seguridad están en juego la esencia misma de la democracia, basada en el respeto y la protección de la vida de cada persona.

Queridos amigos, os exhorto a continuar con esta noble misión, que contrasta la indiferencia y la tristeza y aumenta la fraternidad y la alegría. Os acompaño con mi oración y mi bendición. Y vosotros también, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 20 de septiembre de 2018.

 



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