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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 29 de mayo de 1983

 

1. "¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!"

Este domingo, la liturgia nos hace meditar en la verdad central del cristianismo: la Santísima Trinidad. Jesús nos ha revelado los secretos de la vida divina y su manifestación en el mundo, anunciando que el Dios único es en tres Personas iguales y distintas: el Padre, creador del cielo y de la tierra; el Hijo, que se encarna por la salvación del hombre; y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, para edificar la Iglesia y realizar toda obra de santificación.

2. En el presente encuentro de oración, queremos unir la adoración de este misterio con la veneración a la criatura, a la que fue concedido, más que a ninguna otra, conocerlo y tener ―podríamos decir― una experiencia íntima de él: María, la Madre de Dios. Efectivamente, especialísima y única es la comunión de la Virgen con las Tres Divinas Personas: hecha fecunda por el Espíritu Santo, es Madre del Verbo encarnado, por lo que su hijo es el mismo Hijo del Padre. ¿Quién, pues, más cercana que Ella a la Santísima Trinidad? ¿Qué criatura, más que Ella, puede ayudarnos a conocerla y amarla?

Si la Iglesia, como dice el Concilio Vaticano II, es "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Lumen gentium, 4), y María es Madre de la Iglesia, esto significa que sólo mediante su intercesión materna podemos comprender cada vez mejor cómo el Espíritu Santo constituye, conserva y perfecciona la unidad de la Iglesia, llevándola, en la historia, a la plenitud de la verdad.

La Virgen Santa es la morada elegida de la Santísima Trinidad, el templo donde habita su gloria (cf. Sal 26, 8). Ella es la que nos consigue de su Hijo ser también nosotros templo de Dios, habitados y movidos por el Espíritu del Señor (cf. 1 Cor 3, 16). Gracias a su oración, la Iglesia crece "bien trabada para ser templo santo en el Señor" (Ef 2, 21).

3. El domingo pasado tuve la alegría de rezar la oración mariana de mediodía en Milán, desde el balcón de la catedral. Quiero renovar hoy mi agradecimiento a la amadísima ciudad de Milán por la entusiasta acogida. Doy las gracias de corazón al cardenal arzobispo y a todos los que con él han colaborado en la organización del Congreso Eucarístico Nacional y en mi visita pastoral; doy las gracias a las autoridades civiles y manifiesto mi gratitud a todos los milaneses, asegurándoles mi afecto y mi aprecio.

El pensamiento de la Eucaristía ha estado presente durante todo el encuentro, no sólo porque en ella está grabado todo lo más profundo que tiene la vida de cada hombre, sino también porque mi visita ha tenido como finalidad, sobre todo, unirme con los fieles en la adoración al Santísimo Sacramento en aquel "cenáculo" como clausura del Congreso Eucarístico. Deseo que la Eucaristía sea siempre el corazón de la Iglesia milanesa, como de toda la Iglesia, y el centro de toda existencia cristiana.

4. Recuerdo con emoción y complacencia la peregrinación apostólica a Gran Bretaña, que tuvo lugar hace un año, del 28 de mayo al 2 de junio; fue un viaje eminentemente pastoral, durante el cual realicé varios encuentros eclesiales. Tuve la alegría de administrar también algunos sacramentos y la de ser mensajero de paz, proclamando un anuncio de reconciliación y de amor.

En cada una de las regiones de Gran Bretaña tuve además inolvidables encuentros ecuménicos con los hermanos pertenecientes a otras Comunidades cristianas, orando con ellos, especialmente en la catedral de Canterbury con el arzobispo Rancie y con los representantes de la Comunión anglicana.

Renuevo hoy el saludo que expresé en mi despedida de Gran Bretaña: "A todo el pueblo de Inglaterra, Escocia y Gales, les digo: Que Dios os bendiga a todos. Que Él os haga instrumento de su paz, y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones y hogares" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de junio, 1982, pág. 14).

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Saludo ahora con particular afecto a los peregrinos de lengua española, presentes en esta Plaza.

 



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