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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 7 de enero de 1990

 

1. La liturgia recuerda hoy el bautismo de Jesús en el río Jordán. Fue un bautismo único, excepcional. Con él el Salvador quiso mostrarse como uno de nosotros, necesitados de conversión, y anunciar así el perdón universal de los pecados, que Él venía a realizar.

Según las narraciones evangélicas, el cielo se abrió entonces para la venida del Espíritu Santo sobre Jesús, con vistas al cumplimiento de su misión. El acontecimiento adquiere todo su significado en la proclamación de la filiación divina por parte del Padre: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1, 11; Lc 3, 22).

2. A pesar de ser diferente del sacramento que después instituyó el Hijo de Dios, ese acontecimiento constituye una prefiguración del rito bautismal, en virtud del cual et hombre renace a la vida cristiana. Y nos invita, por ello, a pensar en nuestro bautismo y a captar todo el valor de este rito que confiriéndonos la gracia del Salvador, nos ha hecho entrar en la Iglesia. En el momento del bautismo fuimos marcados por un "carácter", por un "sello", que estableció de modo definitivo nuestra pertenencia a Cristo, dándonos una personal consagración, principio del desarrollo de la vida divina en nosotros. Tal consagración funda el sacerdocio común de todos los cristianos, es decir, el sacerdocio universal de los fieles que tiende a manifestarse en los diversos gestos de la liturgia, de la oración y de la acción.

Pensando en el bautismo que hemos recibido, no podemos menos de dar gracias a Cristo que quiso tomar posesión de nuestro ser y santificar toda nuestra vida. Debemos también dar gracias al Espíritu Santo por los numerosos dones con los que, desde el momento de nuestro bautismo, ha enriquecido nuestra existencia cristiana.

3. El bautismo nos hace apreciar también el valor del sacerdocio ministerial: el sacerdote es el ministro ordinario del bautismo. En efecto, Cristo confió a los Apóstoles la misión de bautizar: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).

Todos nosotros, aunque tal vez no hayamos nunca conocido a quienes nos bautizaron, no podemos olvidar que un sacerdote ha realizado por nosotros, en nombre de Cristo, este gesto esencial.

Nuestra atención se dirige así hacia el tema del próximo Sínodo: la formación sacerdotal. Esta formación debe tender a hacer del sacerdote un buen administrador de los sacramentos, comenzando por el bautismo. Es importante que el bautismo esté pastoralmente bien preparado. Cuando se trata del bautismo de un adulto, el camino señalado del catecumenado compromete al candidato en un aprendizaje de fe. Cuando se trata del bautismo de un niño, toda la familia es invitada a comprometerse en la preparación del acontecimiento mediante una profundización de la propia fe y una más consciente toma de las propias responsabilidades.

Pidamos a la Virgen María que el Sínodo contribuya, con sus directrices, a la formación de sacerdotes que sepan realizar, con ánimo de pastores y con intenso espíritu de fe, la misión de bautizar.



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