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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 14 de enero de 1990

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. El año que acaba de empezar ha preparado el decenio conclusivo del siglo y del milenio. Todo invita a pensar en lo que será la vida de la humanidad el año dos mil. El creyente se interroga sobre el futuro de la Iglesia y, por tanto, también sobre el ministerio de los sacerdotes en esa época. En efecto, es necesario preparar a los jóvenes llamados al sacerdocio para que sepan entrar en ese nuevo período de la historia con el necesario equipamiento espiritual; tendrán la tarea de llevar a sus contemporáneos la luz y la vida de Cristo. El Sínodo, que tendrá lugar en el próximo mes de octubre, deberá, pues, tener los ojos fijos en el tercer milenio que ofrecerá a los futuros presbíteros su campo de apostolado.

2. También es verdad que el futuro nos es desconocido y nadie puede precisar cómo se desarrollará la historia de la humanidad, ni las condiciones hacia las que evolucionará la vida de los pueblos; sabemos de hecho que el futuro está en las manos del Omnipotente, el cual actúa en los acontecimientos humanos con perspectiva muy diversa de la nuestra.

Y, sin embargo, hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote del mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía sobre la tierra Jesús ofreció en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los Apóstoles fueron los primeros en ser investidos; está destinado a durar, a reproducirse incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio será, en este sentido, el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el año dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo.

3. Sin embargo, el sacerdocio también debe adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida para poder producir sus frutos. Para esta adaptación es necesario contar ante todo con la acción del Espíritu Santo que discierne el futuro y guía a toda la Iglesia hacia nuevos desarrollos.

Por nuestra parte debemos por ello tratar de abrirnos, en cuanto sea posible, a la iluminación superior del Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad contemporánea, reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los métodos pastorales que se han de adoptar, y responder así de modo adecuado a las expectativas humanas.

Corresponderá al Sínodo buscar este discernimiento y dar las indicaciones oportunas sobre la formación sacerdotal para que también en el tercer milenio la Iglesia ofrezca al mundo su mensaje mediante sacerdotes ardientes y adaptados a su tiempo.

Pidamos a la Virgen María para que los sacerdotes del año dos mil animen el mundo con el espíritu del Evangelio.



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