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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de marzo de 1990

 

1. Estamos ya inmersos dentro de la Cuaresma, tiempo de penitencia es decir, de conversión. Durante cuarenta días nos prepararemos para la celebración del misterio de la Resurrección. Toda la Cuaresma está orientada hacia la Pascua. El camino que comienza hoy debe comprometernos a todos. La meta hacia la que nos movemos consiste, en definitiva, en la purificación del corazón de todo aquello que lo aleja de Dios y le impide realizar mejor el primer mandamiento: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30).

Cada uno de nosotros está, por consiguiente, invitado a preguntarse de qué modo podrá vivir de un amor que ofrece todo a Dios. Los primeros en ser llamados a esta conversión del corazón son los sacerdotes: ellos tienen la misión de animar a los hombres a convertirse y pueden llevar a cabo esa misión sólo si ellos mismos se han convertido profundamente, es decir, si tienden hacia Dios con todo su corazón y con todas sus fuerzas.

2. Tocamos aquí un elemento fundamental de aquella formación sacerdotal, de la que tratará el Sínodo. El sacerdote es el hombre de Dios, aquel que pertenece a Dios y hace pensar en Dios.

Cuando la Carta a los Hebreos habla de Cristo, lo presenta como un "Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios" (2, 17). Esta referencia a Dios y a lo que toca a Dios vuelve a aparecer en la definición de todo sacerdote (cf. Hb 5, 1). El sacerdote es el encargado de las relaciones de la humanidad con Dios: precisamente por eso está constitucionalmente dirigido hacia Dios, para hacer llegar a Dios las ofrendas humanas y para guiar a todo el pueblo de los creyentes a rendir homenaje a Dios.

Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que los acoge, que los escucha con gusto, y que les muestra una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que los ayuda a mirar a Dios, a subir hacia Él.

3. Es preciso, pues, que el sacar dote esté formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá del don de sí mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de Cristo, al Padre. Por eso, deben aprender a vivir habitualmente con las disposiciones sugeridas por la celebración eucarística, en la que las miradas de todos están constantemente dirigidas hacia Dios.

Nosotros elevaremos nuestra oración a la Santísima Virgen, que vivió tan íntimamente unida a Dios, para que ayude al próximo Sínodo a tomar las decisiones que contribuyan a proporcionar a la Iglesia sacerdotes que sean, cada vez más, auténticos hombres de Dios.



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