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VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DOMINICANA

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Santo Domingo
Domingo 11 de octubre de 1992

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. La Iglesia, con el rezo del Ángelus, nos invita amorosamente a recordar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y fijar nuestra mirada en la Virgen María. Durante los meses que han precedido a mi viaje apostólico a la República Dominicana, he querido peregrinar espiritualmente, con el rezo del Ángelus, a los principales santuarios marianos del continente. En gozosa comunión orante con las Iglesias de América, he rendido homenaje a la Madre de Dios en estos lugares, que son vivos testimonios de fe cristiana y de profunda devoción mariana.

Hoy, al concluir la santa misa con la que hemos conmemorado los quinientos años de la evangelización de las Américas y he tenido el gozo de canonizar a un obispo de Colombia, el agustino recoleto Ezequiel Moreno, nuestro corazón se eleva hacia nuestra Madre del cielo. A este propósito, deseo dirigir un particular saludo a las religiosas y religiosos agustinos recoletos que desde diversos países de América, de Europa y también de Asia, han venido a Santo Domingo para participar en la solemne ceremonia de canonización.

2. La llegada del Evangelio de Cristo a las Américas lleva el sello de la Virgen María. Su nombre y su imagen campeaban en la carabela de Cristóbal Colón, la «Santa María», que hace cinco siglos arribo al nuevo mundo. Ella fue «Estrella del mar» en la arriesgada y providencial travesía del océano que abrió insospechados horizontes a la humanidad. La tripulación de las tres carabelas al despuntar el día del descubrimiento, la invocó con el canto de la Salve Regina. Era un 12 de octubre, fiesta de la Virgen del Pilar, memoria tradicional de las primicias de la llegada del Evangelio a España, lo cual representaba el signo providencial de que la evangelización de América se realizaba bajo la protección de la Madre de Dios.

Los quinientos años de historia cristiana de América están marcados por la presencia de María, que desde los albores de la evangelización, encarnó los valores culturales de los pueblos del continente, como vemos en la Virgen del Tepeyac. Cada santuario y cada altar, con sus nombres entrañables y sus títulos pintorescos, con sus imágenes sencillas, cargadas de devoción y de misterio, son la memoria de una particular predilección de María por cada nación y cada pueblo. En cada santuario se renueva el pacto de amor de la Virgen con sus hijos de América. Esa profunda devoción a la Madre de Jesús es una nota distintiva de su catolicidad, es garantía de su perseverancia en la fe verdadera, de su comunión eclesial y de su unidad espiritual.

3. Mientras evocamos en el Ángelus el misterio de la Encarnación redentora, aflora a nuestros labios la invocación que reconoce y venera el misterio de la Virgen: Dios te salve María... Y también la ardiente súplica que implora su protección: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores... Desde hace quinientos años estas invocaciones resuenan en todas las latitudes del continente de la esperanza, en el que María es Reina pero también Madre de los pobres, esperanza de los oprimidos, aurora de la civilización del amor, de la justicia y de la paz, que abre horizontes de verdadera hermandad entre todos sus pueblos. Que ella sea esperanza y consuelo para las familias de las dos personas que no hace muchos días perdieron la vida en este lugar: por los fallecidos ofrecemos sufragios al Señor.

En la hora de la nueva evangelización, María nos señala y nos ofrece a Jesucristo, el único Salvador del mundo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8). A Ella, que es Madre de la Iglesia, Estrella de la evangelización, dulzura y esperanza, nuestra, todos nosotros, pastores y fieles, dirigimos nuestra ferviente plegaria e invocamos su protección en los albores del tercer milenio de la historia cristiana.



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