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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 17 de enero de 1993

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Mañana empieza la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que se prolongará hasta el 25 de este mes. Como en años pasados, se concluirá aquí en Roma con una celebración eucarística en la basílica de San Pablo extramuros.

La unidad de los creyentes fue el objeto de la súplica apremiante de Jesús durante las últimas horas de su vida terrena: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).

Estamos llamados, como discípulos de Cristo, a hacernos eco continuamente de esa invocación sublime, para estar disponibles al don que sólo ella nos puede obtener.

Os invito, por tanto, a uniros durante estos días a las oraciones que se elevarán en las parroquias y en las diversas comunidades religiosas por la unidad plena de todos los cristianos. Aprecio y aliento merecen, asimismo, los encuentros organizados en colaboración con los demás hermanos cristianos aquí en Roma y en varias partes del mundo, a fin de pedir al Señor todos juntos la luz y la fuerza necesarias para proseguir la búsqueda de la comunión plena, obedeciendo su voluntad.

Nuestro mundo, tentado siempre por las divisiones y los enfrentamientos, con frecuencia es teatro de violencia homicida y guerras fratricidas, tal como la crónica de estos días desgraciadamente, lo confirma. Es necesario y urgente el testimonio coherente de quienes creen en el evangelio de la paz y saben ponerlo en práctica en su vida diaria. El encuentro que tuvo lugar en Asís el sábado y domingo pasados se coloca en esta perspectiva.

2. El tema propuesto este año para la Semana de oración es especialmente significativo. Nos invita a «dar el fruto del Espíritu para la unidad de los cristianos». La carta de san Pablo a los Gálatas indica claramente cuál es ese fruto del Espíritu: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El compromiso ecuménico, que el concilio Vaticano II destacó fuertemente, requiere sin duda alguna un paciente diálogo doctrinal y una búsqueda constante de un entendimiento operativo cada vez mejor. Pero ese diálogo exige primeramente una renovación profunda del corazón. El Vaticano II nos recuerda, en efecto, que «el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior» (Unitatis redintegratio, 7) y que el crecimiento en todos los creyentes de las virtudes indicadas por el Apóstol como fruto del Espíritu constituirá, ciertamente, el clima más favorable para el progreso hacia la comunión plena.

3. Encomendamos estos sentimientos a la intercesión de María, Madre de Jesús, quien el día de Pentecostés, cuando el Espíritu envolvió a la Iglesia naciente perseveraba en la oración con la primitiva comunidad de los Apóstoles y los discípulos (cf. Hch 1, 14).

Imploremos el Espíritu con su ardiente confianza: ¡María templo del Espíritu Santo, ruega por nosotros!



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