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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 24 de enero de 1993

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. «Convertíos, porque el reino de los cielos ha llegado» (Mt 4, 17). Estas palabras de la liturgia de hoy y la fiesta de la conversión de Pablo, que celebraremos mañana nos ofrecen la ocasión de reflexionar juntos precisamente sobre la «conversión», tema fundamental de la vida cristiana.

En la existencia de Pablo la conversión tuvo un carácter extraordinario: mientras se dirigía a Damasco para combatir a los discípulos de Cristo fue deslumbrado por la luz del Resucitado (cf. Hch 9, 3).

El camino de Damasco, sin embargo, no es sólo el camino de Pablo: es el de todo hombre sediento de verdad justicia y amor. En efecto al igual que el Apóstol, cualquiera puede caminar por una dirección equivocada. Si el alma permanece abierta antes o después oirá de alguna manará la voz de Dios que cuestiona las falsas seguridades, para invitar al espíritu a la conversión y abrirle el camino hacia la paz verdadera.

Todos tenemos necesidad de convertirnos. Todos tenemos la posibilidad de convertirnos.

Así pues la conversión es un acontecimiento colocado en la encrucijada de dos misterios: el misterio de la misericordia divina, infinitamente más grande que nuestro pecado, y el de la libertad, que es el gran riesgo del ser humano, pero también su extraordinaria posibilidad.

2. ¡Convertíos! Así comienza la predicación de Jesús. Gracias a la conversión Pablo se transformó en un hombre nuevo, hasta el punto de que pudo confesar: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

He aquí, queridos hermanos y hermanas, el sentido cristiano de convertirse al Evangelio: es la «metánoia», cambio radical de mentalidad, que conduce a abandonar el camino del egoísmo y a recorrer el de la adhesión a la verdad y al amor de Dios.

Mientras permanece el pecado, el hombre se siente prisionero de los vicios y en antagonismo con sus semejantes. Gracias al amor divino, florece en su corazón la paz y se abre a relaciones fraternas con el prójimo.

Ésta es la hora de una gran conversión. Es la hora de convertirse a sentimientos de solidaridad, a una política de paz, a una lógica de fraternidad, a la paciencia del diálogo y a la búsqueda de cuanto une a los seres humanos, más que a la búsqueda de lo que los divide. Es, sobre todo, tiempo de convertirse a Dios, recibiendo su Evangelio de esperanza y paz.

3. Pidamos a María, madre y discípula del Redentor, que disponga nuestro corazón a una conversión verdadera. Que en el camino atormentado de los hombres de nuestro tiempo su intercesión materna haga que brille el Evangelio de Cristo, salvación definitiva del hombre.

¡María, refugio de los pecadores, ruega por nosotros!



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