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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 17 de octubre de 1993

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

Estas palabras de Jesús constituyen el hilo conductor de la reciente encíclica Veritatis splendor, que ha querido ser un anuncio de verdad y un himno a la libertad: valor tan sentido por el hombre de nuestro tiempo y profundamente apreciado por la Iglesia.

Pero, ¿qué es la libertad?

La cultura contemporánea vive de modo dramático esa pregunta. En efecto, se halla muy difundida la tendencia a considerar la libertad algo absoluto, desligado de todo límite y sentido de responsabilidad. Ahora bien, una libertad así entendida seria evidentemente inauténtica y peligrosa. Por consiguiente, no es casualidad el hecho de que todas las sociedades sientan la necesidad de regular de alguna manera su ejercicio.

¿Dónde encuentra su legitimidad esa regulación? Si se tratara de una intervención puramente pragmática y convencional, sin un arraigo profundo, las sociedades quedarían radicalmente expuestas al triunfo del arbitrio, amenazadas siempre por el atropello y el dominio del más fuerte. La verdadera garantía de una libertad ordenada está en su fundamento moral, reconocido por los individuos y las comunidades en su conjunto.

2. «La verdad os hará libres».

Según el Evangelio, la libertad debe apoyarse sobre el cimiento granítico de la verdad. No todo lo que es posible materialmente resulta también lícito moralmente. La libertad moral no es la facultad de hacer lo que se quiera, sino la capacidad que tiene el ser humano de realizar, sin constricciones, lo que corresponde a su vocación de hijo de Dios, hecho a imagen de su Creador.

El hombre, por consiguiente, no es verdaderamente libre cuando se aparta de las exigencias profundas e inmutables de su naturaleza. Fuera de esta verdad, acabaría por ser prisionero de sus peores instintos, esclavo del pecado (cf. Jn 8, 34), y sus éxitos, tanto personales como sociales, no serían más que desastres, como por desgracia la experiencia demuestra ampliamente.

Pero ¿puede la persona conocer con certeza esa verdad suya? Ésta es, tal vez, la pregunta crucial de nuestro tiempo, tan imbuido de relativismo y escepticismo.

La Iglesia cree en la fuerza de la razón que, «aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada» (Gaudium et spes, 15), nos hace de alguna manera, «partícipes de la luz de la inteligencia divina» (ib.) y, mediante la conciencia, nos orienta sin cesar a la verdad moral. Así pues, lejos de oponerse a la fe, la razón encuentra precisamente en ella un apoyo, una confirmación y una profundización, pues Jesús, el Verbo encarnado, no sólo revela Dios al hombre, sino que también manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (cf. ib., 22). Cristo es el Redentor del hombre, el «libertador» de su libertad (Veritatis splendor, 86).

3. Amadísimos hermanos y hermanas, encomendemos a la intercesión de María Madre de la Sabiduría, este testimonio que la Iglesia debe dar al hombre contemporáneo. La Virgen santísima nos obtenga la gracia de dar, con humildad y fortaleza, ese testimonio exigente y, por ello, expuesto a dolorosas incomprensiones. Y, sobre todo, nos conceda el valor de proponerla, más que con palabras, mediante la coherencia de una existencia gozosamente vivida según el Evangelio.

 



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