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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 10 de julio de 1994

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Continuando la reflexión dominical sobre la familia, en este año dedicado a ella, deseo atraer hoy vuestra atención hacia la plaga del divorcio, por desgracia tan difundida. Aunque en muchos casos está legalizada, no deja de constituir una de las grandes derrotas de la civilización humana.

La Iglesia sabe que va contra corriente cuando enuncia el principio de la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Todo el servicio que debe a la humanidad le exige reafirmar constantemente esa verdad, apelando a la voz de la conciencia que, a pesar de los condicionamientos más serios, no se apaga completamente en el corazón del hombre.

Sé bien que este aspecto de la ética del matrimonio es uno de los más exigentes y que, a veces, se dan situaciones matrimoniales verdaderamente difíciles e, incluso, dramáticas. La Iglesia procura tener conciencia de esas situaciones, con la misma actitud de Cristo misericordioso. Dichas situaciones explican cómo incluso en el Antiguo Testamento el valor de la indisolubilidad se había ofuscado tanto, que se toleraba el divorcio. Jesús explicó la concesión de la ley mosaica con la dureza del corazón humano, y no dudó en proponer nuevamente con toda su fuerza el designio originario de Dios, indicado en el libro del Génesis: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2, 24), agregando: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6).

2. Alguien podría objetar que eso sólo es comprensible y válido en un horizonte de fe. ¡Pero no es así! Es verdad que, para los discípulos de Cristo, la indisolubilidad se refuerza aún más gracias al carácter sacramental del matrimonio, signo de la alianza nupcial entre Cristo y su Iglesia. Sin embargo, este «gran misterio» (cf. Ef 5, 32) no excluye, es más, supone la exigencia ética de la indisolubilidad también en el plano de la ley natural. Desgraciadamente, la dureza del corazón, que Jesús denunció, sigue haciendo difícil la percepción universal de esta verdad, o determinando ciertos casos en que parece casi imposible vivirla. Pero cuando se razona con serenidad y mirando al ideal, no es difícil estar de acuerdo en que la perennidad del vínculo matrimonial brota de la esencia misma del amor y de la familia. Sólo se ama de verdad y a fondo cuando se ama para siempre, en la alegría y en el dolor, en la prosperidad y en la adversidad. ¿No tienen los hijos gran necesidad de la unión indisoluble de sus padres? y ¿no son ellos mismos, muchas veces, las primeras víctimas del drama del divorcio?

3. La Sagrada Familia de Nazaret, en la que Jesús, María y José experimentaron de modo ejemplar el amor sobrenatural y humano, sea modelo para todas las familias. María santísima ayude a los matrimonios en crisis a recuperar la lozanía del primer amor. Ojalá que este Año de la familia no pase en vano, y permita que todos redescubran la maravillosa belleza del designio de Dios.


Después del Ángelus

Saludo ahora con afecto a todos los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España, de modo especial a los componentes del grupo español “Club Deportivo Aspense”, de Alicante. Pienso también a los mexicanos. Mientras os encomiendo a todos bajo la maternal protección de la Santísima Virgen María, imparto a vosotros y a vuestras familias la Bendición Apostólica.

 

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