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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 12 de noviembre de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Todavía sigue muy viva en nuestra memoria la gran impresión que suscitaron las innovaciones litúrgicas introducidas por el Concilio. Precisamente gracias a la reforma de los ritos muchas personas —cristianas y no cristianas— tuvieron el primer contacto con la actualización conciliar.

La constitución Sacrosanctum Concilium sobre la liturgia, aprobada el 4 de diciembre de 1963, fue, en cierto sentido, la primicia del Vaticano II. Más que proceder a realizar una simple reforma exterior del culto, quiso infundir en la comunidad cristiana una nueva conciencia de la liturgia, como «cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, fuente de donde mana toda su fuerza» (Sacrosanctum Concilium, 10).

Ciertamente —como lo recordaba el mismo concilio—, la liturgia no lo es todo (cf. ib., 9). Se sitúa entre las múltiples dimensiones de la vida eclesial, mientras que para los cristianos supone y exige un camino incesante de conversión y formación, de coherencia y testimonio. Pero dentro de estas coordenadas, personales y comunitarias, no se puede dejar de reconocer el valor verdaderamente central de la liturgia.

2. La constitución ilustra bien el motivo de esta centralidad, situándolo en el horizonte de la historia de la salvación. Frente a las múltiples formas de oración, la liturgia tiene una estructura propia, no sólo porque es la oración pública de la Iglesia, sino sobre todo porque es verdadera actualización y, en cierto sentido, continuación, mediante los signos, de las maravillas realizadas por Dios para la salvación del hombre. Esto es verdad particularmente en los sacramentos, y de modo muy especial en la Eucaristía, en la que Cristo mismo se hace presente como un sacerdote y víctima de la nueva alianza. Lo que sucedió una vez para siempre en su muerte y resurrección se representa y se revive sacramentalmente en el rito. De este modo, la Iglesia que celebra se hace destinataria e instrumento de gracia, y quienes se acercan a los sacramentos con las debidas disposiciones reciben sus frutos de santificación y salvación.

Verdaderamente fueron sabias las indicaciones que dio el Concilio para hacer que la liturgia fuera cada vez más significativa y eficaz, adecuando los ritos a su sentido doctrinal, infundiendo nuevo vigor a la proclamación de la palabra de Dios, impulsando a los fieles a una participación más activa y promoviendo las diversas formas de ministerio que, mientras expresan la riqueza de los carismas y de los servicios eclesiales, muestran de modo elocuente que la liturgia es, a la vez, acto de Cristo y de la Iglesia. También fue decisivo el impulso para adaptar a los ritos a las diferentes lenguas y culturas, a fin de que también en la liturgia de la Iglesia pueda expresar con plenitud su carácter universal. Con estas innovaciones, la Iglesia no se apartaba de su tradición, sino que, por el contrario, interpretaba plenamente sus riquezas y exigencias.

3. Dirijamos nuestra mirada a la santísima Virgen, que vivió en las fuentes de la nueva alianza, participando en el culto nuevo, «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Que María nos ayude a vivir la liturgia en todo su significado, en sintonía con la liturgia celestial. Ella nos impulse, sobre todo, a celebrarla con participación interior, para que nuestra existencia resplandezca de santidad y se transfigure el rostro de la Iglesia.



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