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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 10 de diciembre de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. El día 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción, hemos recordado el trigésimo aniversario de la clausura del concilio Vaticano II. Como sabemos, la Asamblea conciliar dedicó gran atención a la identidad y a la misión de los laicos. Los padres conciliares volvieron orgánicamente sobre este tema, ya tratado en la constitución sobre la Iglesia, con el decreto Apostolicam actuositatem.

En la Lumen gentium ya se lee que los laicos cristianos son laicos con pleno derecho y se subraya la índole secular de su vocación (cf. n. 31). Además, la Gaudium et spes añade que la fe cristiana en Dios creador y en el Verbo encarnado no perjudica, sino que más bien consolida, el auténtico carácter laical, mostrando y garantizando el valor y la autonomía de las realidades temporales: valor y autonomía que, evidentemente, hay que considerar dentro del designio del Creador y no contra él. «Pues sin el Creador la criatura desaparece» (n. 36).

2. Sin embargo, el decreto Apostolicam actuositatem aborda la vocación apostólica de los laicos como tema específico de profundización: esa vocación apostólica, afirma el decreto, los impulsa a comprometerse no sólo en la animación cristiana del orden temporal (cf. n. 7), sino también en el apostolado de la evangelización y de la santificación (cf. n. 6) que, obviamente, se ha de realizar según los modos propios de su condición peculiar.

Seguramente, el primero de estos modos es el testimonio coherente del Evangelio que deben dar en las situaciones ordinarias de la existencia diaria: en la familia, la profesión, la cultura, el arte, la economía y la política. Pero a los laicos también se les abren grandes espacios en la vida propiamente eclesial. No se trata sólo de suplir las necesidades de la comunidad cuando los ministros sagrados sean insuficientes; la misma consagración bautismal los hace sujetos de derechos y de deberes, llamándolos a desempeñar funciones y ministerios específicos y a valorar los dones espirituales y los carismas de cada uno por la causa del Reino de Dios.

Los veinte siglos de la Iglesia y, sobre todo, estos decenios después del Concilio, han visto un singular crecimiento de grupos, movimientos y asociaciones laicales. El Espíritu de Dios parece suscitar en el pueblo cristiano el impulso misionero de sus orígenes, cuando la fe pudo difundirse rápidamente gracias al heroico testimonio de todos los bautizados.

Del compromiso de los laicos coherentes y bien formados, más aún, de la difusión de una auténtica santidad laical, es lícito esperar una nueva primavera para la Iglesia del tercer milenio.

3. Encomendamos esta esperanza a la intercesión de María santísima. En este momento mi pensamiento se dirige al santuario de Loreto, donde precisamente hoy se celebra la conclusión del VII Centenario lauretano. Acudo en peregrinación espiritual a la santa Casa, donde la Virgen santa pasó gran parte de su vida. Allí cumplió su extraordinaria misión, viviendo «una vida igual a la de todos; llena de trabajos y preocupaciones familiares» (Apostolicam actuositatem, 4). Pido a María santísima que la casa de Nazaret se convierta para nuestras casas en modelo de fe vivida y de esperanza intrépida. Quiera Dios que las familias cristianas y los laicos aprendan de ella el arte de transfigurar el mundo con el fermento de la caridad divina, contribuyendo así a edificar la civilización del amor.

* * *

Después del Ángelus

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan hoy en el “Ángelus”. En especial, a los fieles de las Parroquias de San Pío X, de Algemesí (Valencia), y San Pedro del Pinatar, de Murcia: que la peregrinación a Roma, en este tiempo de Adviento, afiance vuestra esperanza en el Señor que viene a salvarnos.

A todos os bendigo de corazón.



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