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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 3 de noviembre de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Durante los días pasados la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos nos han hecho sentir la íntima comunión que nos une a nuestros hermanos que ya han entrado en la eternidad. Ahora experimentan profundamente a Dios, cantan su misericordia y celebran su amor. La liturgia que celebramos en la tierra es participación misteriosa en esa liturgia celestial.

El sentido de la liturgia es particularmente vivo entre nuestros hermanos orientales. Para ellos la liturgia es verdaderamente el «cielo en la tierra» (Orientale lumen, 11). Es la síntesis de toda la experiencia de fe. Es una experiencia profunda, que abarca a la persona humana en su totalidad, tanto espiritual como corporal. En la acción sagrada todo tiende a expresar «la divina armonía y el modelo de la humanidad transfigurada» (ib.): las formas del templo, los sonidos, los colores, las luces y los perfumes. Incluso la larga duración de las celebraciones y las continuas invocaciones expresan un progresivo ensimismarse de la persona en el misterio celebrado (cf. ib.).

La atención especial que los orientales dedican a la belleza de las formas también está al servicio del misterio. Según la Crónica de Kiev, san Vladimiro se convirtió a la fe cristiana también por la belleza del culto que realizaban las Iglesias de Constantinopla. Un autor oriental ha escrito que la liturgia es «la puerta regia a través de la cual se ha de pasar», si se quiere captar el espíritu del Oriente cristiano» (cf. P. Evdokimov, La oración de la Iglesia oriental).

2. Pero la oración, tanto en Oriente como en Occidente, tiene muchas otras expresiones, además de la litúrgica. Con una predilección especial, los autores espirituales sugieren la oración del corazón, que consiste en saber escuchar la voz del Espíritu en un silencio profundo y acogedor.

Particularmente estimada es la llamada oración de Jesús, divulgada también en Occidente por el texto conocido como «Los relatos de un peregrino ruso». Se trata de la invocación «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador». Repetida frecuentemente, con estas palabras u otras parecidas, esa densa invocación se convierte en una especie de respiración del alma. Así, el hombre siente más fácilmente la presencia del Salvador en todo lo que encuentra, y experimenta que Dios lo ama, a pesar de sus debilidades. Aunque la rece en la intimidad, tiene una misteriosa irradiación comunitaria. Esa «breve oración», decían los padres, es un gran tesoro y une a todos los que oran ante el rostro de Cristo.

3. Dejémonos guiar por los santos, venerados con igual amor tanto en Oriente como en Occidente, a redescubrir el valor de la oración. Que nuestra maestra sea, sobre todo, la Virgen María. Su Magníficat nos ayuda a penetrar de alguna manera en la singular liturgia que ella celebró, adorando al Verbo hecho carne en su seno. Que ella nos guíe a las profundidades de la oración cristiana, para que nuestra vida llegue a ser una perenne liturgia de alabanza.



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