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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 26 de agosto de 2001

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. "Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria" (Is 66, 18). Estas palabras del profeta Isaías, que resuenan hoy en la liturgia, me traen a la memoria el importante encuentro internacional que se celebrará en Durban, Sudáfrica, desde el viernes próximo, 31 de agosto, hasta el 7 de septiembre. Se trata de la Conferencia mundial de las Naciones Unidas contra la discriminación racial. También en esa sede la Iglesia elevará con vigor su voz para defender los derechos fundamentales del hombre, arraigados en su dignidad de ser creado a imagen y semejanza de Dios.

Para presentar a los fieles y a la comunidad internacional el pensamiento de la Santa Sede sobre esta problemática, el Consejo pontificio Justicia y paz ha elaborado una nueva edición, con una precisa actualización introductoria, del documento publicado a petición mía en 1988 y titulado "La Iglesia frente al racismo. Para una sociedad más fraterna".

2. En estos últimos decenios, caracterizados por el desarrollo de la globalización y marcados por la reaparición preocupante de nacionalismos agresivos, por violencias étnicas y fenómenos generalizados de discriminación racial, la dignidad humana se ha visto a menudo seriamente amenazada. Toda conciencia recta no puede por menos de condenar decididamente el racismo en cualquier corazón o lugar anide. Por desgracia, resurge con formas siempre nuevas e inesperadas, ofendiendo y degradando a la familia humana. El racismo es un pecado que constituye ofensa grave contra Dios.

El concilio Vaticano II recuerda que "no podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a comportarnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios. (...) La Iglesia, por consiguiente, reprueba, como ajena al espíritu de Cristo, cualquier discriminación o vejación por motivos de raza o color, de condición o religión" (Nostra aetate, 5).

3. Al racismo se debe contraponer la cultura de la acogida recíproca, reconociendo en todo hombre y mujer a un hermano y a una hermana con los que hay que recorrer los caminos de la solidaridad y la paz. Hace falta, por tanto, una vasta labor de educación en los valores que exaltan la dignidad de la persona y tutelan sus derechos fundamentales. La Iglesia desea proseguir su esfuerzo en este ámbito, y pide a todos los creyentes su contribución responsable de conversión del corazón, sensibilización y formación. Con este fin, es necesaria, en primer lugar, la oración.

De manera especial, invocamos a María santísima, para que por doquier se desarrolle la cultura del diálogo y de la acogida, juntamente con el respeto a todo ser humano. A ella le encomendamos la próxima Conferencia de Durban, esperando que con ella se fortalezca la voluntad común de construir un mundo más libre y solidario.



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