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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de octubre de 1982

 

El matrimonio, sacramento,
a la luz de la doctrina paulista expresada en la Carta a los Efesios

1. Continuamos el análisis del texto clásico del capítulo 5 de la Carta a los Efesios, versículos 22-33. A este propósito conviene citar algunas frases de uno de los análisis precedentes dedicados a este tema: «El hombre aparece en el mundo visible como la expresión más alta del don divino, porque lleva en sí la dimensión interior del don. Y con ella trae al mundo su particular semejanza con Dios, con la que trasciende y domina también su "visibilidad" en el mundo, su corporeidad, su masculinidad o feminidad, su desnudez. Un reflejo de esta semejanza es también la conciencia primordial del significado esponsalicio del cuerpo, penetrada por el misterio de la inocencia originaria» (Audiencia general, 20 de febrero de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de febrero, 1980, pág. 3).

Estas frases resumen en pocas palabras el resultado de los análisis centrados en los primeros capítulos del libro del Génesis, en relación a las palabras mediante las que Cristo, en su conversación con los fariseos sobre el tema del matrimonio y de su indisolubilidad, hizo referencia al «principio». Otras frases del mismo análisis plantean el problema del sacramento primordial: «Así, en esta dimensión, se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y este es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente... Es la inocencia originaria la que inicia esta participación...» ((Audiencia general, 20 de febrero de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de febrero, 1980, pág. 3).

2. Hay que ver de nuevo el contenido de estas afirmaciones a la luz de la doctrina paulina expresada en la Carta a los Efesios teniendo presente, sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-33, situado en el contexto total de toda la Carta. Por lo demás, la Carta nos autoriza a hacer esto, ya que el autor mismo, en el capítulo 5, versículo 31, hace referencia al «principio», y precisamente a las palabras de la institución del matrimonio en el libro del Génesis (Gén 2, 24). ¿En qué sentido podemos entrever en estas palabras un enunciado acerca del sacramento, acerca del sacramento primordial? Los análisis precedentes del «principio» bíblico nos han llevado gradualmente a esto, teniendo en cuenta el estado de la originaria gratuidad del hombre en la existencia y en la gracia, que fue el estado de inocencia y de justicia originarias. La Carta a los Efesios nos impulsa a acercarnos a esta situación —o sea, al estado del hombre antes del pecado original— desde el punto de vista del misterio escondido desde la eternidad en Dios. Efectivamente, leemos en las primeras frases de la Carta que «Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo... nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo, por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad...» (Ef 1, 3-4).

3. La Carta a los Efesios abre ante nosotros el mundo sobrenatural del misterio eterno, de los designios eternos de Dios Padre respecto al hombre. Estos designios preceden a la «creación del mundo», por lo tanto, también a la creación del hombre. Al mismo tiempo esos designios divinos comienzan a realizarse ya en toda la realidad de la creación. Si al misterio de la creación pertenece también el estado de la inocencia originaria del hombre creado, como varón y mujer, a imagen de Dios, esto significa que el don primordial otorgado al hombre por parte de Dios, incluía en sí ya el fruto de la elección, del que leemos en la Carta a los Efesios: «Nos eligió... para que fuésemos santos e inmaculados ante Él» (Ef 1, 4). Precisamente esto parecen poner de relieve las palabras del libro del Génesis cuando el Creador - Elohim encuentra en el hombre —varón y mujer—, al aparecer «ante Él», un bien digno de complacencia: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Sólo después del pecado, después de la ruptura de la alianza originaria con el Creador, el hombre siente necesidad de esconderse «del Señor Dios»: «Te he oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 10).

4. En cambio, antes del pecado, el hombre llevaba en su alma el fruto de la elección eterna en Cristo, Hijo eterno del Padre. Mediante la gracia de esta elección, el hombre, varón y mujer, era «santo e inmaculado» ante Dios. Esa primordial (u originaria) santidad y pureza se expresaba también en el hecho de que, aunque los dos estuviesen «desnudos... no se avergonzaban de ello» (Gén 2, 25), como ya hemos tratado de poner de relieve en los análisis precedentes. Confrontando el testimonio del «principio», referido en los primeros capítulos del libro del Génesis, con el testimonio de la Carta a los Efesios, hay que deducir que la realidad de la creación del hombre estaba ya impregnada por la perenne elección del hombre en Cristo: llamada a la santidad a través de la gracia de adopción como hijos («nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado»: Ef 1, 5-6).

5. El hombre, varón y mujer, desde el «principio» es hecho partícipe de este don sobrenatural. Esta gratificación ha sido dada en consideración a Aquel que, desde la eternidad, era «amado» como Hijo, aunque —según las dimensiones del tiempo y de la historia— la gratificación haya precedido a la encarnación de este «Hijo amado» y también a la «redención» que tenemos en Él «por su sangre» (Ef 1, 7). La redención debía convertirse en la fuente de la gratificación sobrenatural del hombre después del pecado y, en cierto sentido, a pesar del pecado. Esta gratificación sobrenatural, que tuvo lugar antes del pecado original, esto es, la gracia de la justicia y de la inocencia originarias —gratificación que fue fruto de la elección del hombre en Cristo antes de los siglos—, se realizó precisamente por relación a Él, a ese único Amado, incluso anticipando cronológicamente su venida en el cuerpo. En las dimensiones del misterio de la creación, la elección a la dignidad de la filiación adoptiva fue propia sólo del «primer Adán», es decir, del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, como varón y mujer.

6. ¿De qué modo se verifica en este contenido la realidad del sacramento, del sacramento primordial? En el análisis del «principio», del que hemos citado hace poco un pasaje, dijimos que «el sacramento como signo visible, se constituye con el hombre, en cuanto ‘cuerpo’, mediante su "visible" masculinidad y feminidad. En efecto, el cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo» ((Audiencia general, 20 de febrero de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de febrero, 1980, pág. 3).

Este signo tiene además una eficacia propia como decía también: «La inocencia originaria, unida a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo», hace realmente que «el hombre se sienta, en su cuerpo de varón o de mujer, sujeto de santidad» ((Audiencia general, 20 de febrero de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de febrero, 1980, pág. 3). «Se siente» y lo es desde el «principio». La santidad conferida al hombre originariamente por parte del Creador pertenece a la realidad del «sacramento de la creación». Las palabras del Génesis 2, 21, «el hombre... se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne», pronunciadas teniendo como fondo esta realidad originaria en sentido teológico, constituyen el matrimonio como parte integrante y, en cierto sentido, central del «sacramento de la creación». Constituyen —o quizá mejor, confirman sencillamente— el carácter de su origen. Según estas palabras el matrimonio es sacramento en cuanto parte integral y, diría, punto central del «sacramento de la creación». En este sentido es sacramento primordial.

7. La institución del matrimonio, según las palabras del Génesis 2, 24, expresa no sólo el comienzo de la fundamental comunidad humana que, mediante la fuerza «procreadora» que le es propia («procread y multiplicaos»: Gén 1, 28) sirve para continuar la obra de la creación, pero, al mismo tiempo, expresa la iniciativa salvífica del Creador que corresponde a la elección eterna del hombre, de la que habla la Carta a los Efesios. Esa iniciativa salvífica proviene de Dios Creador y su eficacia sobrenatural se identifica con el acto mismo de la creación del hombre en el estado de la inocencia originaria. En este estado, ya desde el acto de la creación del hombre, fructificó su eterna elección en Cristo. De este modo hay que reconocer que el sacramento originario de la creación toma su eficacia del «Hijo amado» (cf. Ef 1, 6, donde se habla de la «gracia que nos otorgó en su Hijo amado». Si luego se trata del matrimonio, se puede deducir que —instituido en el contexto del sacramento de la creación en su globalidad, o sea, en el estado de la inocencia originaria— debía servir no sólo para prolongar la obra de la creación, o sea, de la procreación, sino también para extender sobre las posteriores generaciones de los hombres el mismo sacramento de la creación, es decir, los frutos sobrenaturales de la elección eterna del hombre por parte del Padre en el Hijo eterno: esos frutos con los que el hombre ha sido gratificado por Dios en el acto mismo de la creación.

La Carta a los Efesios parece autorizarnos a entender de este modo el libro del Génesis y la verdad sobre el «principio» del hombre y del matrimonio que allí se contiene.


Saludos

Saludo con afecto y doy la bienvenida a esta audiencia a las personas, familias y grupos de  lengua española, venidos de España y de varios países de América Latina.

Un cordial saludo también al grupo procedente de Villa Martín. Seguid pidiendo, queridos hermanos y hermanas, como sé que estáis haciendo, por el éxito pastoral de mi próximo viaje a España.

Os doy mi bendición, que extiendo a todos los grupos y personas de lengua española presentes en este encuentro.

 



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