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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 19 de octubre de 1988

 

Valor del sufrimiento y de la muerte de Cristo

1. Los datos bíblicos e históricos sobre la muerte de Cristo que hemos resumido en las catequesis precedentes, han sido objeto de reflexión en la Iglesia de todos los tiempos, por parte de los primeros Padres y Doctores, por los Concilios Ecuménicos, por los teólogos de las diversas escuelas que se han formado y sucedido durante los siglos hasta hoy.

El objeto principal del estudio y de la investigación ha sido y es el del valor de la pasión y muerte de Jesús de cara a nuestra salvación. Los resultados conseguidos sobre este punto, además de hacemos conocer mejor el misterio de la redención, han servido para arrojar nueva luz también sobre el misterio del sufrimiento humano, del cual se han podido descubrir dimensiones impensables de grandeza, de finalidad, de fecundidad, ya desde que se ha hecho posible su comparación, y más aún, su vinculación con la Cruz de Cristo.

2. Elevemos los ojos, ante todo, hacia Él que cuelga de la Cruz y preguntémonos: ¿quién es éste que sufre? Es el Hijo de Dios: hombre verdadero, pero también Dios verdadero, como sabemos por los Símbolos de la fe. Por ejemplo el de Nicea lo proclama "Dios verdadero de Dios verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo, se encarnó y... padeció" (DS, 125). El Concilio de Éfeso, por su parte, precisa que "el Verbo de Dios sufrió en la carne" (DS, 263).

"Dei Verbum passum carne": es una síntesis admirable del gran misterio del Verbo encarnado, Jesucristo, cuyos sufrimientos humanos pertenecen a la naturaleza humana, pero se deben atribuir, como todas sus acciones, a la Persona divina. ¡Se tiene, pues, en Cristo a un Dios que sufre!

3. Es una verdad desconcertante. Ya Tertuliano preguntaba a Marción: "¿Sería quizá muy necio creer en un Dios que ha nacido de una Virgen, precisamente carnal y que ha pasado por la humillación de la naturaleza...? Por el contrario di que es sabiduría de un Dios crucificado" (De carne Christi, 4, 6-5, 1).

La teología ha precisado que lo que no podemos atribuir a Dios como Dios, sino por un metáfora antropomórfica que nos hace hablar de su sufrimiento de sus arrepentimientos de sus arrepentimientos, etc., Dios lo ha realizado en su Hijo, el Verbo, que ha asumido la naturaleza humana en Cristo. Y si Cristo es Dios que sufre en la naturaleza humana, como hombre verdadero nacido de María Virgen y sometido a los acontecimientos y a los dolores de todo hijo de mujer, siendo Él una persona divina, como Verbo, da un valor infinito a su sufrimiento y a su muerte, que así entra en el ámbito misterioso de la realidad humano-divina y toca, sin deteriorarla, la gloria y la felicidad infinita de la Trinidad.

Sin duda, Dios en su esencia permanece más allá del horizonte del sufrimiento humano-divino: pero la pasión y muerte de Cristo penetran, rescatan y ennoblecen todo el sufrimiento humano, ya que Él, al encarnarse, ha querido ser solidario con la humanidad, la cual, poco a poco, se abre a la comunión con Él en la fe y el amor.

4. El Hijo de Dios, que asumió el sufrimiento humano es, pues, un modelo divino para todos los que sufren, especialmente para los cristianos que conocen y aceptan en la fe el significado y el valor de la Cruz. El Verbo encarnado sufrió según el designio del Padre también para que pudiéramos "seguir sus huellas", como recomienda San Pedro (1 Pe 2, 21; cf. S. Th. II, q. 46, a. 3). Sufrió y nos enseñó a sufrir.

5. Lo que más destaca en la pasión y muerte de Cristo es su perfecta conformidad con la voluntad del Padre, con aquella obediencia que siempre ha sido considerada como la disposición más característica y esencial del sacrificio.

San Pablo dice de Cristo que se "hizo obediente hasta la muerte de Cruz" (Flp 2, 8), alcanzando, así, el máximo desarrollo de la kénosis incluida en la encarnación del Hijo de Dios, en contraste con la desobediencia de Adán, que quiso "retener" la igualdad con Dios (cf. Flp 2, 6).

El "nuevo Adán" realizó de esta forma un vuelco de la condición humana (una "recirculatio", como dice San Ireneo): Él, "siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo" (Flp 2, 6-7). La Carta a los Hebreos recalca el mismo concepto. "Aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencial" (Heb 5, 8). Pero es Él mismo el que en vida y en muerte, según los Evangelios, se ofreció a sí mismo al Padre en plenitud de obediencia. "No sea lo que yo quiero sino lo que quieras Tú" (Mc 14, 36). "Padre en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46). San Pablo sintetiza todo esto cuando dice que el Hijo de Dios hecho hombre se "humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz" (Flp 2, 8).

6. En Getsemaní vemos lo dolorosa que fue esta obediencia: "¡Abbá, Padre!: todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36). En ese momento se produce en Cristo una agonía del alma, mucho más dolorosa que la corporal (cf. S. Th. III, q. 46, a. 6), por el conflicto interior entre las "razones supremas" de la pasión, fijada en el designio de Dios, y la percepción que tiene Jesús en la finísima sensibilidad de su alma, de la enorme maldad del pecado que parece volcarse sobre Él, hecho casi "pecado" (es decir, víctima del pecado), como dice San Pablo (cf. 2 Cor 5, 21), para que el pecado universal fuera expiado en Él. Así, Jesús llega a la muerte como el acto supremo de obediencia: "Padre en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46): el espíritu, o sea, el principio de la vida humana.

Sufrimiento y muerte son la manifestación definitiva de la obediencia total del Hijo al Padre. ¡El homenaje y el sacrificio de la obediencia del Verbo encarnado son una admirable concreción de disponibilidad filial, que desde el misterio de la encarnación sufre, y, de alguna forma, penetra en el misterio de la Trinidad! Con el homenaje perfecto de su obediencia Jesucristo lora una perfecta victoria sobre la desobediencia de Adán y sobre todas las rebeliones que pueden nacer en los corazones humanos, muy especialmente por causa del sufrimiento y de la muerte, de manera que aquí también puede decirse que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20). Jesús reparaba, en efecto, la desobediencia, que siempre está incluida en el pecado humano, satisfaciendo en nuestro lugar las exigencias de la justicia divina.

7. En toda obra salvífica, consumada en la pasión y en la muerte en Cruz, Jesús llevó al extremo la manifestación del amor divino hacia los hombres, que está en el origen tanto de su oblación, como del designio del Padre.

"Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias" (Is 53, 3), Jesús mostró toda la verdad contenida en aquellas palabras proféticas: "Nadie tiene amor mayor, que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Haciéndose "varón de dolores" estableció una nueva solidaridad de Dios con los sufrimientos humanos. Hijo eterno del Padre, en comunión con Él en su gloria eterna, al hacerse hombre se guardó bien la de reivindicar privilegios la gloria terrena o al menos de exención del dolor, pero entró en el camino de la cruz y escogió como suyos los sufrimientos, no sólo físicos, sino morales que le acompañaron hasta la muerte; todo por amor nuestro, para dar a los hombres la prueba decisiva de su amor, para reparar el pecado de los hombres y reconducirlos desde la dispersión hasta la unidad (cf. Jn 11, 52). Todo porque en el amor de Cristo se reflejaba el amor de Dios hacia la humanidad.

Así puede Santo Tomás afirmar que la primera razón de conveniencia que explica la liberación humana mediante la pasión y muerte de Cristo es que "de esta forma el hombre conoce cuánto lo ama Dios, y el hombre, a su vez, es inducido a amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación humana" (III, q. 46, a. 3). Aquí el Santo Doctor cita al Apóstol Pablo que escribe: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rom 5, 8).

8. Ante este misterio, podemos decir que sin el sufrimiento y la muerte de Cristo, el amor de Dios hacia los hombres no se habría manifestado en toda su profundidad y grandeza. Por otra parte, el sufrimiento y la muerte se han convertido, con Cristo, en invitación, estímulo y vocación a un amor más generoso, como ha ocurrido con tantos Santos que pueden ser justamente llamados los "héroes de la Cruz" y como sucede siempre con muchas criaturas, conocidas e ignoradas, que saben santificar el dolor reflejando en sí mismas el rostro llagado de Cristo. Se asocian así a su oblación redentora.

9. Falta añadir que Cristo, en su humanidad unida a la divinidad, y hecha capaz, en virtud de la abundancia de la caridad y de la obediencia, de reconciliar al hombre con Dios (cf. 2 Cor 5, 19), se establece como único Mediador entre la humanidad y Dios, a un nivel muy superior al que ocupan los Santos del Antiguo y Nuevo Testamento, y la misma Santísima Virgen María, cuando se habla de su mediación o se invoca su intercesión.

Estamos, pues, ante nuestro Redentor, Jesucristo crucificado, muerto por nosotros por amor y convertido por ello en autor de nuestra salvación.

Santa Catalina de Siena, con una de sus imágenes tan viva y expresivas, lo compara a un "puente sobre el mundo". Sí, Él es verdaderamente el Puente y el Mediador, porque a través de Él viene todo don del cielo a los hombres y suben a Dios todos nuestros suspiros e invocaciones de salvación (cf. S. Th. III, q. 26, a. 2). Abracémonos, con Catalina y tantos otros "Santos de la Cruz" a este Redentor nuestro dulcísimo y misericordiosísimo, que la Santa de Siena llamaba Cristo-Amor. En su corazón traspasado está nuestra esperanza y nuestra paz.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más cordial saludo se dirige a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta audiencia.

De modo especial deseo saludar a las Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia. Vosotras, que por amor al Reino de Dios, habéis elegido libremente un peculiar estilo de vida para servir así mejor a la Iglesia y a los hermanos, manteneos firmes en vuestra vocación, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.

Me es grato saludar a la peregrinación de Panamá. Cuando regreséis a vuestros hogares, decid que el Papa sigue muy de cerca la delicada situación por la que atraviesa vuestra nación y que reza insistentemente para que las exigencias del bien común, en un clima de respeto a la dignidad de la persona humana, sean las normas de conducta que inspiren a los responsables de la gestión pública.

A todos vosotros, así como a los llegados de América Latina y de España, imparto complacido mi bendición apostólica.



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