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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de noviembre de 1988

 

Sentido del sufrimiento a la luz de la pasión del Señor

"Si el grano de trigo... muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).

1. La redención realizada por Cristo al precio de la pasión y muerte de cruz, es un acontecimiento decisivo y determinante en la historia de la humanidad, no sólo porque cumple el supremo designio divino de justicia y misericordia, sino también porque revela a la conciencia del hombre un nuevo significado del sufrimiento. Sabemos que no hay un problema que pese más sobre el hombre que éste, particularmente en su relación con Dios. Sabemos que desde la solución del problema del sufrimiento se condiciona el valor de la existencia del hombre sobre la tierra. Sabemos que coincide, en cierta medida, con el problema del mal, cuya presencia en el mundo cuesta tanto aceptar.

La cruz de Cristo ―la pasión― arroja una luz completamente nueva sobre este problema, dando otro sentido al sufrimiento humano en general.

2. En el Antiguo Testamento el sufrimiento es considerado, globalmente, como pena que debe sufrir el hombre, por parte de Dios justo, por sus pecados. Sin embargo, permaneciendo en el ámbito de tal horizonte de pensamiento, basado en una revelación divina inicial, el hombre encuentra dificultad al dar razón del sufrimiento del que no tiene culpa, o lo que es lo mismo, del inocente. Problema tremendo cuya expresión "clásica" se encuentra en el Libro de Job. Añádase, sin embargo, que en el Libro de Isaías el problema se ve ya desde una luz nueva, cuando parece que la figura del Siervo de Yahvé constituye una preparación particularmente significativa y eficaz en relación con el misterio pascual, en cuyo centro se colocará, junto al "Varón de dolores", Cristo, el hombre sufriente de todos los tiempos y de todos los pueblos.

El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, "el Santo que sufre", el Inocente que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene una profundidad mucho mayor en relación con la de todos los otros hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los que sufren en el mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél ―el único― que no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo es también el que lo ha aceptado en la forma más plena y decidida, lo ha aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa ese deseo suyo, esa especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf. Jn 18, 11), y esto "por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por los de todo el mundo", como explica el Apóstol San Juan (1 Jn 2, 2). En tal deseo, que se comunica también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de la redención del mundo mediante la cruz. La potencia redentora del sufrimiento está en el amor.

3. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento. Ya no basta ver en él un castigo por los pecados. Es necesario descubrir en él la potencia redentora, salvífica del amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y de todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa "lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, en favor de su Cuerpo" (cf. Col 1, 24): el Cuerpo es la Iglesia como comunidad salvífica universal.

4. En su enseñanza, llamada normalmente prepascual, Jesús dio a conocer más de una vez que el concepto de sufrimiento, entendido exclusivamente como pena por el pecado, es insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le hablaron de algunos galileos "cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios", Jesús preguntó: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas...? aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?" (Lc 13, 1 - 2.4). Jesús cuestiona claramente tal modo de pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel tiempo, y hace comprender que la "desgracia" que comporta sufrimiento no se puede entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. "No, os lo aseguro" ―declara Jesús―, y añade: "Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 3-4). En el contexto, confrontando estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que Jesús trata de subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal, el mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los seres humanos, la raíz última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado sólo por miedo al castigo que se puede derivar de él para el que lo comete. Es menester "convertirse" verdaderamente al bien, de forma que la ley de la solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la comunión con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás miembros de la familia humana.

5. En ese sentido suenan las palabras pronunciadas por Jesús mientras curaba al ciego de nacimiento. Cuando los discípulos le preguntaron. "Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". Jesús respondió: "Ni él pecó, ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9, 1-3). Jesús, dando la vista al ciego, dio a conocer las "obras de Dios", que debían revelarse en aquel hombre disminuido, en favor de él y de cuantos llegaran a conocer el hecho. La curación milagrosa del ciego fue un "signo" que llevó al curado a creer en Cristo e introdujo en el ánimo de otros un germen saludable de inquietud (cf. Jn 9, 16). En la profesión de fe del que recibió el milagro se manifestó la esencial "obra de Dios", el don salvífico que recibió junto con el don de la vista: "¿Tú crees en el Hijo del hombre? ... ¿Y quién es, Señor, para que crea en él?... Le has visto; el que está hablando contigo, ese es... ¡Creo, Señor!" (Jn 9, 35-38).

6. En el fondo de este acontecimiento vislumbramos algún aspecto de la verdad del dolor a la luz de la cruz. En realidad, un juicio que vea el sufrimiento exclusivamente como castigo del pecado, va contra el amor del hombre. Es lo que aparece ya en el caso de los interlocutores de Job, que le acusan sobre la base de argumentos deducidos de una concepción de la justicia carente de toda apertura al amor (cf. Job 4 ss). Esto se ve mejor aún en el caso del ciego de nacimiento: "¿Quién pecó, el o sus padres, para que haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). Es como señalar con el dedo a alguno. Es un sentenciar que pasa del sufrimiento visto como tormento físico, al entendido como castigo por el pecado: alguno debe haber pecado en ese caso, el interesado o sus padres. Es una censura moral: ¡sufre, por eso, debe haber sido culpable!

¡Para poner fin a este modo mezquino e injusto de pensar, era necesario que se revelase en su radicalidad el misterio del sufrimiento del Inocente, del Santo, del "Varón de dolores"! Desde que Cristo escogió la cruz y murió en el Gólgota, todos los que sufren, particularmente los que sufren sin culpa, pueden encontrarse con el rostro del "Santo que sufre", y hallar en su pasión la verdad total sobre el sufrimiento, su sentido pleno, su importancia.

7. A la luz de esta verdad, todos los que sufren pueden sentirse llamados a participar en la obra de la redención realizada por medio de la cruz. Participar en la cruz de Cristo quiere decir creer en la potencia salvífica del sacrificio que todo creyente puede ofrecer junto al Redentor. Entonces el sufrimiento se libera de la sombra del absurdo, que parece recubrirlo, y adquiere una dimensión profunda, revela su significado y valor creativo. Se diría, entonces, que cambia el escenario de la existencia, del que se aleja cada vez más la potencia destructiva del mal, precisamente porque el sufrimiento produce frutos copiosos. Jesús mismo nos lo revela y promete, cuando dice: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12, 23-24) ¡Desde la cruz a la gloria!

8. Es necesario iluminar con la luz del Evangelio otro aspecto de la verdad del sufrimiento. Mateo nos dice que "Jesús recorría las aldeas... proclamando la Buena Nueva del reino y sanando toda enfermedad y dolencia" (Mt 9, 35). Lucas a su vez narra que cuando interrogaron a Jesús sobre el significado correcto del mandamiento del amor, respondió con la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37). De estos textos se deduce que, según Jesús, el sufrimiento debe impulsar, de forma particular, al amor al prójimo y al compromiso por prestarle los servicios necesarios. Tal amor y tales servicios, desarrollados en cualquier forma posible, constituyen un valor moral fundamental que "acompaña" al sufrimiento. Más aún, Jesús, hablando del juicio final, ha dado particular relieve al concepto de que toda obra de amor llevada a cabo en favor del hombre que sufre, se dirige al Redentor mismo: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36). En estas palabras se basa toda la ética "cristiana del servicio, también el social, y la valoración definitiva del sufrimiento aceptado a la luz de la cruz.

¿No se podía sacar de aquí la respuesta que, también hoy, espera la humanidad? Esa sólo se puede recibir de Cristo crucificado, "el Santo que sufre", que puede penetrar en el corazón mismo de los problemas humanos más tormentosos, porque ya está junto a todos los que sufren y le piden la infusión de una esperanza nueva.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todas las personas, familias y peregrinaciones procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, saludo al grupo de Religiosas de María Inmaculada, que están haciendo en Roma un curso de renovación, y las aliento a un ilusionado dinamismo apostólico, que encuentre en Cristo su fuente y motivo de alegría.

Saludo igualmente al grupo de muchachos del “Hogar del Niño”, de Chinandega, Nicaragua. Llevad con vosotros el saludo afectuoso del Papa a todos los niños y niñas de vuestro país; el cual acompaño con mi oración para que el Señor infunda deseos de paz y entendimiento entre todos los nicaragüenses.

Complacido imparto a todos mi bendición apostólica.



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