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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de junio de 1989

 

Preparación a la venida del Espíritu Santo
La comunidad apostólica en oración

1. Conocemos la suprema promesa y la última orden de Jesús a sus Apóstoles antes de la Ascensión: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49; cf. también Hch 1, 4). Hemos hablado de ella en la catequesis precedente, poniendo de relieve también la continuidad y el desarrollo de la verdad neumatológica entre la Antigua y la Nueva Alianza. Hoy podemos comprobar por los Hechos de los Apóstoles que aquella orden fue ejecutada por los Apóstoles, que “cuando llegaron, entraron en la estancia superior, donde vivían... Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 13-14). No sólo se quedaron en la ciudad, sino que también se reunieron en el Cenáculo para formar comunidad y permanecer en oración, junto con María, Madre de Jesús como preparación inmediata para la venida del Espíritu Santo y para la primera manifestación “hacia afuera”, por obra del Espíritu Santo, de la Iglesia nacida de la muerte y resurrección de Cristo. Toda la comunidad se está preparando, y en ella cada uno personalmente.

2. Es una preparación hecha de oración: “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). Es como una repetición o una prolongación de la oración mediante la que Jesús de Nazaret se preparaba a la venida del Espíritu Santo en el momento del bautismo en el Jordán, cuando debía iniciar su misión mesiánica: “Cuando Jesús estaba en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo” (Lc 3, 21-22).

Alguien podría preguntar: ¿Por qué implorar aún en la oración lo que ya ha sido prometido? La oración de Jesús en el Jordán muestra que es indispensable orar para recibir oportunamente “el don que viene de lo alto” (St 1, 17). Y la comunidad de los Apóstoles y de los primeros discípulos debía prepararse para recibir justamente este don, que viene de lo alto: el Espíritu Santo que daría inicio a la misión de la Iglesia de Cristo sobre la tierra.

En momentos especialmente importantes la Iglesia actúa de modo semejante. Busca nuevamente aquella unión de los Apóstoles en la oración en compañía de la Madre de Cristo. En cierto sentido vuelve al Cenáculo. Así sucedió, por ejemplo, al comienzo del Concilio Vaticano II. Cada año, por lo demás, la solemnidad de Pentecostés es preparada por la “novena” al Espíritu Santo, que reproduce la experiencia de oración de la primera comunidad cristiana en espera de la venida del Espíritu Santo.

3. Los Hechos de los Apóstoles subrayan que se trataba de una oración “con un mismo espíritu”. Este detalle indica que se había realizado una importante transformación en los corazones de los Apóstoles, entre los que existían poco antes diferencias, e incluso algunas rivalidades (cf. Mc 9, 34; Lc 9, 46; 22, 24). Era la señal de que la oración sacerdotal de Jesús había producido sus frutos. En aquella oración Jesús había pedido la unidad: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17, 21). Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17, 23).

A lo largo de todos los tiempos y en toda generación cristiana, esta oración de Cristo por la unidad de la Iglesia conserva su actualidad. Y ¡qué actuales han resultado aquellas palabras en nuestros tiempos, animados por los esfuerzos ecuménicos en favor de la unión de los cristianos! Probablemente nunca como hoy han tenido un significado tan cercano al que tuvieron en los labios de Cristo en el momento en que la Iglesia estaba para salir al mundo. También hoy existe por todas partes el sentimiento de que nos encaminamos hacia un mundo nuevo, más unido y solidario.

4. Además, la oración de la comunidad de los Apóstoles y discípulos antes de Pentecostés era perseverante: “perseveraban en la oración” (en griego: prosk asteountes). Por tanto, no fue una oración de momentánea exaltación. La palabra griega empleada por el autor de los Hechos de los Apóstoles indica una perseverancia paciente, en cierto sentido incluso “obstinada”, que incluye un sacrificio y superar dificultades. Fue, por consiguiente, una oración que compromete completamente no sólo el corazón sino también la voluntad. Los Apóstoles eran conscientes de la misión que les esperaba.

5. Aquella oración era ya un fruto de la acción interior del Espíritu Santo, porque es Él quien inspira la oración y ayuda a perseverar en ella. Vuelve de nuevo a la mente la analogía con Jesús mismo, quien, antes de comenzar su actividad mesiánica, se dirigió al desierto. Los Evangelios subrayan que “el Espíritu lo empujó” (Mc 1, 12, cf. Mt 4, 1), que “era conducido por el Espíritu al desierto” (Lc 4, 1).

Si son múltiples los dones del Espíritu Santo, hay que decir que, durante la permanencia en el Cenáculo de Jerusalén, el Espíritu Santo ya actuaba en los Apóstoles en lo oculto de la oración, para que el día de Pentecostés estuviesen dispuestos para recibir este don grande y “decisivo”, por medio del cual debía comenzar definitivamente sobre la tierra la vida de la Iglesia de Cristo.

6. En la comunidad unida en la oración, además de los Apóstoles, estaban igualmente presentes otras personas, hombres y también mujeres.

La recomendación de Cristo, en el momento de su partida para volver al Padre, tenía como destinatarios directos a los Apóstoles. Sabemos que les ordenó “que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre” (Hch 1, 4). A ellos Jesús les había encomendado una misión especial en su Iglesia.

Ahora bien, el hecho de que en la preparación de Pentecostés tomaran parte también otras personas, y especialmente las mujeres, constituye una simple continuación del comportamiento de Jesús mismo, como aparece en diversos pasajes de los Evangelios. Lucas nos da incluso los nombres de estas mujeres que seguían, colaboraban y ayudaban a Jesús: María, llamada Magdalena, Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, Susana y muchas otras (cf. Lc 8, 1-3). El anuncio evangélico del reino de Dios se desarrollaba no sólo en presencia de los “doce” y de los discípulos en general, sino también de estas mujeres en particular, de las que habla el Evangelista diciendo que ellas “les (a Jesús y a los Apóstoles) servían con sus bienes” (Lc 8, 3).

De ello se deduce que las mujeres, de la misma manera que los hombres, están llamadas a participar en el reino de Dios que Jesús anunciaba: a formar parte de él, y a contribuir a su crecimiento entre los hombres, como expliqué ampliamente en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem.

7. Bajo este punto de vista, la presencia de las mujeres en el Cenáculo de Jerusalén durante la preparación de Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia reviste una especial importancia. Hombres y mujeres, simples fieles, participaban en el acontecimiento entero junto a los Apóstoles, y en unión con ellos. Desde el inicio, la Iglesia es una comunidad de Apóstoles y discípulos, tanto hombres como mujeres.

No puede ponerse en duda que la presencia de la Madre de Cristo tuvo una importancia especial en aquella preparación de la comunidad primitiva para Pentecostés. Pero a este tema convendrá dedicar una catequesis aparte.


Saludos

Me es grato saludar a las personas, familias y grupos provenientes de América Latina y España, presentes en esta Audiencia.

Mi más cordial saludo se dirige también a todos los estudiantes españoles, a los cuales deseo recordar nuestra gran cita en Santiago de Compostela, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud. Saludo igualmente a la peregrinación franciscana de Puerto Rico y a la procedente de España.

Me complace asimismo dar mi afectuoso saludo de bienvenida al grupo de Religiosas de la Congregación “Hijas de Jesús”, así como a los religiosos Franciscanos, de América Latina, participantes en el curso de formación permanente “Experiencia Asís-89”, y a los seminaristas teólogos de Tarazona (España). Ante todo, quiero manifestaros mi aprecio por la abnegada y eficiente labor que realizáis en vuestros lugares de trabajo. En el umbral ya del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo, os invito, queridos hermanos y hermanas, a mantener viva la llama evangelizadora, que movió en tiempos pasados a tantos religiosos y religiosas a dejar todo por la causa de Cristo, buscando unidos a la Jerarquía el mismo fin: la edificación de la Iglesia. Así Jesucristo y su Mensaje de Salvación ocuparán un lugar privilegiado en ese querido continente de la esperanza. Que la Bienaventurada Virgen María, la cual por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en Sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, os acompañe siempre.

A vosotros, a vuestras comunidades, y a todos los venidos de España y América Latina, imparto de corazón mi bendición apostólica.



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